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LA NOCHE DE LAS BRUJAS

LA NOCHE DE LAS BRUJAS

Status: Terminada
Genre:Mundo de fantasía / Fantasía épica / Dragones / Brujas / Completas
Popularitas:922
Nilai: 5
nombre de autor: Cattleya_Ari

En el imperio de Valtheria, la magia era un privilegio reservado a los hombres y una sentencia de muerte para las mujeres. Cathanna D’Allessandre, hija de una de las familias más poderosas del imperio, había crecido bajo el yugo de una sociedad que exigía de ella sumisión, silencio y perfección absoluta. Pero su destino quedó sellado mucho antes de su primer llanto: la sangre de las brujas corría por sus venas, y su sola existencia era la llave que abriría la puerta al regreso de un poder oscuro al que el imperio siempre había temido.


⚔️Primer libro de la saga Coven ⚔️

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CAPÍTULO 09

030 del Mes de Maerythys, Diosa del Agua

Día del Corazón Roto, Ciclo III

Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria

CATHANNA

Me arrastré a la cama, dejando que mi mirada quedara clavada en el techo hasta que la luz del día se asomó por la ventana. Soltando un chillido de dolor, me puse de pie, antes de que alguna de ellas llegara, y comencé a arreglarme con las manos temblorosas y la cabeza dando vueltas. Abrí la boca, llevando aire a mis pulmones mientras me sentaba frente al espejo, viendo mi reflejo. Un dolor punzante se instaló en mi pecho, y las lágrimas comenzaron a bajar sin control.

Abrí el cajón y saqué todo el maquillaje que tenía, presa de un odio que nunca había sentido, ni cuando me dijeron que ya me habían conseguido un sucio prometido. Mi cara se fue llenando poco a poco de la base que cubrió varios moretones. Luego puse sombras cálidas sobre mis párpados hinchados, y continué ocultando las pruebas de lo que había sucedido la noche anterior. Mi cuerpo dolió cuando me terminé de ajustar el corsé alrededor de mi cuerpo cubierto de heridas.

—Todo está bien, Cathanna —me susurré, arreglando las mangas del vestido que cubrían mis brazos—. Todo está bien. Siempre ha estado bien. —Parpadeé varias veces, respirando hondo—. Bien. Solo tienes que dejar de pensar en lo que pasó anoche y seguir adelante.

Cuando todas ellas llegaron, yo ya estaba saliendo de la habitación, impecable, como si nada hubiera pasado. Las saludé con una reverencia grande y, sin responder a sus preguntas, caminé hacia las escaleras. Una mueca de dolor se formó en mis labios cuando bajé el primer escalón de piedra. Me sujeté con fuerza de la baranda.

Al llegar al comedor, primero saludé como si nada hubiera pasado. Besé a mi abuelo dos veces en las mejillas, quien sonrió y me acarició la cabeza con esas manos impuras, y luego me senté en mi lugar. No hice ningún intento de hablar, aunque me dirigieran la palabra. Mi madre decía algo, pero sus palabras eran solo ruido vacío.

Levanté la mirada hacia mi abuelo, quien mostraba una sonrisa radiante, como si nada hubiera pasado anoche, como si no hubiera tocado a la hija de su propio hijo. Esa sonrisa me llenó de una rabia tan profunda que casi podía sentirla ardiendo en mi pecho.

Mientras él estaba allí sonriente, yo solo quería arrancarme el corazón. Quería gritarle, lanzarme sobre él y arrancarle esa sonrisa falsa de la cara con mis propias manos. Pero lo que me detenía no era el miedo, sino algo mucho peor. Sabía que, si hablaba, si murmuraba la más mínima palabra, todo se derrumbaría en mi contra.

—No logro entender de dónde salió el fuego —continuó hablando mi madre, llevando café humeante a sus labios pintados de un rojo intenso—. Pero, por suerte, se pudo controlar a tiempo. Hubiera sido una tragedia que bajara del octavo piso. Gracias a los dioses no pasó a mayores. Sí que han escuchado nuestras súplicas.

Mis ojos se llenaron de agua, pero rápidamente las ahuyenté.

—Los dioses nunca hacen nada por nosotros los humanos. Podemos rezar, suplicar, gritarles desde lo más profundo de nuestra alma, pero nunca bajan. Nunca vienen. Nunca ayudan —dije, con la mirada en alto, tratando de no dejar que las lágrimas me traicionaran—. ¿Por qué agradecerles cuando no hicieron nada?

—¡No hables de esa manera de los dioses! —gritó mi abuelo, poniéndose de pie con tanta brusquedad que la silla donde estaba sentado cayó al suelo—. ¡Muestra respeto a los que son más grandes que tú, muchachita insolente! ¿Acaso quieres que te reviente esa boca?

—¿Respeto? ¿A ellos? ¿A los que me dejaron sola cuando más los necesitaba? ¿A los que no aparecieron cuando gritaba por su maldita ayuda? —Una risa sarcástica salió de mis labios palpitantes—. Quizá sean más grandes que yo. Quizá tengan más poder, pero eso no los hace valientes. No los hace dignos de recibir respeto humano. No los hace justos. ¡No los hace buenos dioses, como ustedes los pintan!

Sentí un golpe tan fuerte en la mejilla que me giró la cabeza hacia un lado, causando que escuchara un ruido dentro de mí. El ardor fue inmediato, y luego vino el sabor metálico de la sangre deslizándose desde mi labio partido. Ni siquiera intenté derramar una sola lágrima. No sentí enojo, ni tristeza. Solo un gran vacío en el estómago que amenazaba con hacerme desmayar en cualquier momento.

—Aprende a respetar, Cathanna —dijo mi abuelo, como si deseara golpearme nuevamente—. No eres nada en este mundo. No estarías viva si no fuera por ellos. Dales el respeto que se merecen. Ponte de rodillas ahora y pídeles perdón, muchacha atrevida.

—Entonces mátame —dije, sin moverme—. Si tan poca cosa soy, hazlo. Pero no voy a arrodillarme por decir lo que pienso —susurré—. No le pediré perdón a ningún dios, y mucho menos a ti. Y si eso me convierte en una mala persona... entonces mátame ahora. Devuélveles mi vida a tus dioses que tanto veneras. Hazlo, abuelo. Mátame ya.

No quería ver a nadie. Aun así, mi cabeza me traicionó, llevándome directamente hacia mi madre, quien tenía el rostro lleno de asombro, con los labios entreabiertos; luego a mi hermano menor, que me miraba sin entender nada; y, por último, a Calen, que solo me observaba como si no supiera si abrazarme o amarrarme la boca.

—No te quedes como una estatua, abuelo. —Lo reté, sintiendo mis labios temblar—. Mátame, porque te juro que prefiero eso a tener que soportarlos a ustedes por más tiempo. Prefiero estar bajo tierra, donde no tenga que escuchar sus malditas bocas. ¡Mátame de una vez!

—¡Basta! —exclamó mi madre—. ¿Qué es lo que sucede contigo, Cathanna? ¿¡Estás loca o qué!? Mantén esa maldita boca cerrada y pídele perdón a tu abuelo ahora mismo. —Caminó directo hacia mí y me tomó del brazo con fuerza, alejándome de la mesa sin miramientos.

No solté ni un quejido, hasta que mis rodillas golpearon el suelo con fuerza. Apreté los puños, clavándome las uñas en las palmas.

—No lo haré, madre —dije, con la mirada baja.

—¡Te ordeno que lo hagas! —Empujó mi cabeza, pero no caí al suelo de cara como ella quería—. ¡Rápido, Cathanna, hazlo!

—Déjala, madre… —escuché decir a Calen, con un tono bajo—. Están haciendo un escándalo frente a toda esta servidumbre.

Después de varios segundos de silencio, me levanté de manera lenta, dándole una última mirada a todos esos rostros que evitaban el mío, y simplemente decidí marcharme, respirando con pesadez. Estaba muy cansada y débil. Necesitaba meterme debajo de las sábanas rápido y perderme en mis terroríficos sueños. Sacudí mis manos, moviendo mi cabeza de atrás hacia adelante.

—Cathanna...

—No quiero hablar ahora —dije, con un tono de agotamiento, sin voltear—. Solo déjame sola.

Pensé que lo haría. Que se daría la vuelta y me dejaría sola, como se lo pedí. Pero no. Sentí sus brazos temblorosos, envolverme con fuerza, como si también él tuviera miedo de que me rompiera en pedazos. Y a pesar del orgullo, del miedo, de los pensamientos que me gritaban que no debía ceder... lo dejé abrazarme, y me dolió mucho.

—¿Qué sucedió para que reaccionaras de esa manera?

¿Cómo decirle lo que me hizo nuestro abuelo? ¿Cómo explicarle la desesperación, el miedo, el asco que sentí en ese momento?

Y lo peor... ¿Cómo confesarle que no pude hacer nada para impedirlo? ¿Cómo decirle que nuestro abuelo se aprovechó de mí, sin recibir su desprecio, sin sentirme juzgada por algo que no fue mi culpa? ¿Cómo decirle que desde anoche solo quiero desaparecer, con tal de no sentirme así para siempre? ¿Cómo decirle que mi cuerpo ardía?

—Cathanna... ¿Qué pasó? No te quedes callada.

—No sucedió nada, Calen —hablé, obligando a mis labios a dibujar una sonrisa tensa. Puse mis manos en sus hombros y, aunque intenté mostrar seguridad, el temblor me delató—. Cosa de mujeres. No tienes que preocuparte por nada. Te aseguro que no pasó nada malo. —Conecté su mirada a la mía, y pude sentir el pánico en sus ojos.

—Tú no sueles llamarme por mi nombre... Nunca lo haces.

—No pienses tanto en eso. No sucede nada. Créeme.

Solo quería alejarme de él. De sus ojos, esos que parecían querer descifrar lo que escondía mi mente. De sus manos, que no sabían si volver a abrazarme o no. Porque, aunque no tenía la culpa, seguía siendo un hombre. Sé que estaba mal pensar así de mi hermano, que se supone que nunca debería hacerme daño... pero ¿y si lo hacía? ¿Cómo me defendería de él? Sabía que no encontraría la manera.

—No te preocupes. —Sonreí—. En serio.

—Confío en ti, Cathanna.

—Es lo único que necesito, Calen.

No esperé que me respondiera. Comencé a caminar hacia mi alcoba, arrastrando los pies despacio, presa del dolor que seguía presente en cada músculo, y esperaba que él no lo notara, aunque posiblemente ya lo hubiera hecho, solo no quiso preguntarme nada.

Necesitaba estar en completo silencio. Entré y me senté en la cama, con la mirada puesta en la ventana, donde había varios pájaros.

Bajé la mirada a mis manos, las cuales tenían heridas pequeñas, debido a las piedras por donde mi abuelo me arrastró la noche anterior. Me acerqué a mi closet y saqué unos guantes. Hacía mucho tiempo no los usaba, pero esta vez no podía resistirlo. No podía ver esas heridas. No lo soportaba. No quería volver a recordarlo todo.

Me dejé caer al pie del closet, escondiendo mi cabeza entre mis piernas cubiertas por el vestido, dejando que las lágrimas mojaran la tela. Estaba tratando de que no fuera así, pero no podía evitar sentir tanto asco de mí. De mi cuerpo. De todo lo que alguna vez fue mío.

Mi piel me dolía demasiado, tanto por dentro como por fuera. Sentía esa sensación de que estaba sucia y que no importara cuanto la lavara, esa suciedad nunca me abandonaría, haciéndome sentir culpable de todo.

Respiré hondo, cerrando los ojos con intensidad, y tratando de impedir el temblor de mis manos. Ya no quería llorar más, pero no sabía cómo detenerme. Las lágrimas seguían cayendo por su cuenta, y mi mente estaba encerrada en una desesperación que volvía imposible respirar con normalidad, como anoche.

Me odiaba por ser tan inútil, por no haber hecho nada para defenderme, como cualquiera más fuerte que yo lo hubiera hecho. Por no haber usado mis poderes cuando sabía, con cada fibra de mi cuerpo, que estaban dentro de mí. Era una maldita Elementista de aire. Bastaba una simple ráfaga de viento, por muy pequeña que fuera, y lo habría alejado de mí. Pero no lo hice. Me quedé congelada como idiota.

Y aunque entendía que fue el miedo el que provocó que mi cuerpo me traicionara, seguía sintiéndome como una completa estúpida, y más aún, como una cobarde.

Me repetía una y otra vez que, si no hubiera ido con Katrione a ese maldito lugar, nada de esto habría pasado. Y no es que quisiera culparla a ella... pero debí decirle que no desde que empezó a insistir, sabiendo que me sentía incómoda con la idea de poner un pie ahí. Ni siquiera debí haber salido del castillo. Debí haber evitado todo esto quedándome en casa. Pero ahora, estaba aquí, en el suelo, llorando a mares por lo que ya estaba hecho.

Me apreté más fuerte contra mí misma, ahogando mi llanto contra mis piernas. Quería tantas cosas en ese momento: quería desaparecer. Quería ser cualquier otra persona que no fuera yo. Quería que todo fuera una horrible pesadilla de la que despertaría pronto. Sin embargo, no lo era.

En ese instante, la puerta sonó varias veces, sacándome de mis pensamientos. Alcé la mirada, antes de ponerme de pie. La abrí, dejando un pequeño espacio, y a través de él vi a Selene, quien sostenía una bandeja con comida. Me hice a un lado para dejarla pasar.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunté, cerrando la puerta detrás de mí.

—Su madre me indicó que le trajera de comer —dijo, poniéndolo en mi cama—. Será mejor que lo coma antes de que se vuelva frío, señorita Cathanna.

—Llévate eso Selene. —Me dirigí a la ventana—. No quiero comer en este momento. Dile a mi madre que no necesito su preocupación ahora, cuando en el comedor quiso obligarme a pedir perdón por estupideces.

—¿Puedo preguntarle algo?

Despegué la mirada de la ventana y la miré.

—¿Por qué de pronto ha decidido enfrentar a su familia? —Su rostro se arrugó, acercándose a mí—. Usted nunca lo había hecho.

—¿Quién te crees que eres para preguntar eso? —solté, intentando que mi voz sonara firme, pero se quebró al instante, como las ventanas de la habitación anoche—. Recuerda tu lugar… eres una simple sirvienta. —Tragué saliva, apartando la mirada—. Lárgate de aquí. ¡Ya! —Le chasqueé los dedos—. ¡Rápido, maldita sirvienta!

—Sí, señorita Cathanna. —Hizo una reverencia—. No era mi intención incomodarla. Disculpe mi existencia. Espero que disfrute los alimentos. Le harán mucho bien. Con permiso.

Ella salió rápido, cerrando la puerta, y yo me acerqué a la comida en la cama. La agarré y la tiré en la basura que se encontraba al lado de la puerta del baño. Lo último que quería en ese momento era comer algo. Me senté en el filo de la cama, con la vista en el suelo.

—Solo finge que todo está bien.

Los días fueron pasando de manera lenta, y yo simplemente no podía sentirme como antes. Estaba demasiado incómoda, asqueada y sin ganas de abandonar mi habitación. Tampoco quería hacerlo si eso significaba tener que ver y fingir normalidad con mi abuelo.

Los recuerdos de aquella noche seguían muy frescos en mi cabeza, mezclándose con los sueños donde aparecía esa loca mujer, y juntos se convertían en un martirio diario que nadie sería capaz de entender jamás en la vida, únicamente yo.

Katrione había venido varias veces al castillo a escondidas de mis padres, con Calen. No hacía falta pensar demasiado para saber a qué venía. Pero no quise hablar con ella cuando tocó mi puerta, ni cuando Calen me pidió que lo hiciera. No quería verla a la cara, como si en el fondo la culpara por lo que pasó, aunque sabía perfectamente que ella no podía haber anticipado que mi abuelo estaría ahí justo esa noche. Y, aun así, me sentía una idiota por pensar de esa manera. ¿Qué podía hacer para cambiar lo que sentía? Nada. Totalmente nada.

—¿Por qué ignoras a tu amiga?

—No es asunto tuyo, Calen —dije, sin abrirle la puerta—. Solo déjame sola. Por favor. Estoy cansada y necesito dormir.

—Deja de comportarte como una niña —habló con un tono tosco, que me hizo mirar a la puerta, con los ojos aguados—. Ya no tienes cinco años para que ignores a las personas. Sal de ahí.

—¡Tú no entiendes nada! ¡Déjame en paz!

—Definitivamente te estás volviendo una loca.

—¡Siempre seré la maldita loca para ustedes!

Lo que vino después fue el silencio absoluto por parte de Calen. Apoyé mi espalda contra la puerta, respirando con dificultad y cerrando los ojos con fuerza. ¿Qué podía saber él de lo que me estaba pasando si nunca se lo había contado? Aun así, no tenía derecho a llamarme infantil ni, mucho menos, loca por no querer hablar con nadie. Solo yo sabía lo que me ocurría. Solo yo entendía por qué prefería callar y apartarme del mundo. Él debía respetar eso, aunque no lo compartiera, porque no se trataba de él. Se trataba de mí.

—Siempre voy a ser una loca —susurré, dejándome caer al suelo de golpe. Me agarré el cabello con ambas manos y comencé a jalarlo con fuerza, arrancándome unos mechones—. Siempre. Siempre.

Luego de varios minutos, comencé a quitarme la ropa con una lentitud exasperante y me dirigí al baño. Me metí en la tina y me quedé mirando al frente, sin moverme, sin hablar, sin hacer nada. Con la mente totalmente en blanco. Solo observando un punto fijo en la pared, uno que parecía moverse, casi imperceptible, hasta que parpadeé una, dos, tres veces, y empecé a enjabonarme con las manos temblorosas.

Posteriormente me levanté, sintiendo como mi cuerpo se estremecía con fuerza. Salí del baño y me puse la pijama. Me acerqué a la ventana y noté que había pasado horas dentro del baño. Solté un suspiro pesado y me tiré en la cama, con la vista perdida en el techo.

Celanina vino a buscarme, diciendo que la cena estaba servida y que todos ya se encontraban en el comedor, pero fingí estar demasiado enferma del vientre como para salir. Agradecí que no insistiera, aunque terminó trayéndome la comida. Intenté comer, pero solo logré vomitar como nunca. Me limpié la boca con el dorso de la mano y apoyé la frente en el suelo, respirando con dificultad, sintiendo todo el cuerpo helado. Me enjuagué, me limpié y me metí de nuevo en la cama.

Los siguientes días no fueron muy distintos. Seguía sintiéndome demasiado vacía, débil, como si mi cuerpo ya no me perteneciera. No sabía qué me estaba pasando, y la verdad, tampoco quería saberlo. Estaba resignada a cargar con ese vacío por el resto de mis días.

Me senté en la banca de piedra blanca entre los arbustos del jardín, arqueando los labios con desagrado. Entrelacé las manos, fruncí un poco el ceño y bajé la mirada al suelo. Un mechón de cabello me cubrió el rostro cuando el viento sopló con intensidad. Luego empezó a llover, pero ni así me moví de mi posición. No quería hacerlo. No tenía fuerzas. Solo ladeé la cabeza, aún con la vista perdida en ese mismo punto.

Pasaron horas, a lo mejor. La lluvia se detuvo. Mi madre apareció. Dijo varias cosas que no logré entender; solo asentí, tragando con dificultad. Supuse que me estaba regañando por algo, pero ya no tenía ganas de contestarle. Antes habría soltado alguna respuesta sarcástica, pero ahora… nada. No quería hablar. No con ella. No con nadie.

Solo necesitaba estar sola.

Pero ella no se fue como yo lo quería. Me tomó del brazo, y en ese instante sentí una corriente recorrerme desde los pies hasta la cabeza. Me solté de golpe de su agarre, paralizada por el miedo. La miré con los ojos bien abiertos; ella también me miraba igual, desconcertada.

Mi respiración se aceleró. Todo comenzó a girar con violencia. Intenté inhalar varias veces, pero mis fosas nasales estaban bloqueadas. Sentí que el mundo se desmoronaba bajo mis pies, que la fuerza me abandonaba por completo.

No quería que me tocara.

No podía permitirlo.

Me giré con la intención de apartarme, pero ella volvió a sujetarme del brazo y me obligó a mirarla a ese rostro lleno de enojo. Comenzó a gritarme palabras que habrían atravesado mi pecho como una daga, pero en ese momento solo quería irme. Las lágrimas se acumularon en mis ojos, intenté soltarme, más su agarre era estable, casi antinatural.

Entonces su cara empezó a distorsionarse. Su piel se movía, como si algo culebreara por debajo. Sus rasgos se deshicieron hasta que, frente a mí, solo quedó mi abuelo, gritándome igual que aquella noche, y mi pecho comenzó a subir y bajar frenéticamente. El maldito miedo me comprimió la garganta. Sabía lo que vendría después. Sabía lo que podía hacerme. Me solté de un tirón y eché a correr, sin pensar a dónde. Solo necesitaba esconderme de sus manos, de su voz, de su sombra.

Me haría daño.

Como antes.

Me dolería todo el cuerpo.

No quería sentir eso.

No otra vez.

Me metí bajo un arbusto, abrazando mis piernas contra el pecho, presa de la asquerosa desesperación. Las lágrimas me corrían con violencia por el rostro. Cerré los ojos con fuerza, negando una y otra vez, como si ese movimiento pudiera borrar su presencia. Pero incluso así, juraría haber sentido su respiración muy cerca, justo detrás de mí.

Me llevé ambas manos al rostro para limpiar las lágrimas, mientras una risa extraña salía de mi garganta, pero era inútil; seguían bajando cada vez más, como una maldita cascada sin fin. Quise golpear algo, cualquier cosa, solo para arrancarme lo que sentía por dentro.

Lo odiaba. Odiaba tanto a ese maldito hombre. Odiaba verlo bien mientras yo… mientras yo deseaba morirme solo para no tener que recordar sus manos sobre mi piel. Lo odiaba como nunca creí poder odiar a alguien. Lo odiaba porque se llevó una parte de mí que había cuidado con tanto esfuerzo. Lo odiaba porque me destrozó la vida.

Y odiaba aún más el hecho de no poder decir nada, porque hacerlo… sería mi maldito final. Mi sepulcro. Y no… no quería morir. O tal vez sí. Tal vez debería hacerlo. Tal vez debería hablar, gritar a los cielos de Valtheria lo que me hizo él, sabiendo que eso terminaría con este tormento de una vez por todas, aunque eso significara que yo…

Me abracé a mí misma, mirando al suelo mientras lloraba, pero el agua no tardó en arremeter con más fuerza, haciendo que mis lágrimas se perdieran. Sentía mucho frío, estaba tiritando, pero no me importaba nada. Y así pasé otros minutos, o quizá fueron horas, ya no tenía percepción del tiempo. Me acomodé mejor, frunciendo los labios, y en ese momento, alguien se paró delante de mis ojos. Levanté el rostro despacio y me encontré con la mirada tierna de Selene sobre mí.

La lluvia había mojado su largo vestido azul de lino, y sus rizos, que se encontraban envueltos en un pañuelo rojo, habían sido arruinados. Pero a ella parecía no importarle estar bajo la lluvia, mirándome a mí, mientras yo solo quería desaparecer de su mirada.

—Señorita Cathanna, ¿qué hace aquí? —comenzó, sin apartar su mirada de mis ojos—. Podría enfermarse. Venga, vamos adentro.

Quise responder, ordenarle que me dejara sola, pero las palabras no salieron de mi boca. Me quedé en completo silencio. Sentí un enorme dolor en el pecho que me hizo bajar la mirada, escondiéndola entre mis piernas cubiertas por ese vestido rojo. Me dolía tanto que sentía que me iba a morir. Me dolía tanto que no podía respirar bien, y cuando pensé que caería en un abismo, sus manos me sostuvieron. No levanté la mirada, no quería hacerlo; no lo hice cuando ella me ayudó a ponerme de pie, como si yo fuera un cristal que no deseaba romper. Tampoco la miré cuando me ayudó a caminar hacia el castillo, despacio, con paciencia, como si no le importara mojarse.

Nos adentramos en el castillo, donde, para mi suerte, no había nadie. Subimos las escaleras hasta llegar a mi alcoba. Me ayudó a sentarme en el banco frente al tocador y fue a mi clóset, de donde sacó un pijama negro que dejó a mi lado. Me regaló una sonrisa y se puso detrás de mí, comenzando a peinar mi cabello rizado con suavidad. Pensé que lo dejaría liso, como se lo pedía Celanina, pero no lo hizo.

Asentí cuando me indicó que entrara al baño. Ella me acompañó, caminando detrás de mí, preparó la tina con agua a temperatura ambiente y me ayudó a deshacerme de la capa oscura. No quería que me tocara. Tenía mucho miedo, y ella pareció entenderlo, porque solo deshizo los nudos del corsé y salió, dándome privacidad.

Me metí en la tina, cerrando los ojos, y el contraste con el agua caliente me hizo soltar un suspiro tembloroso. Comencé a enjabonarme y, tras unos minutos, salí envuelta en la bata de seda. Selene estaba de pie frente a la ventana, con los brazos cruzados. Cuando sintió mi presencia en la habitación, giró la cabeza, sonriendo.

Tragué saliva, caminé hasta el tocador y me senté. Ella no tardó en acercarse y me extendió el pijama. La miré, confundida, pero me levanté, tomándolo, y ella se dio la vuelta. Me puse la ropa rápido y volví a sentarme en el banco, con la vista fija en el espejo. Selene tomó un peine y lo pasó otra vez por mi cabello con suavidad. Luego, comenzó a hacerme dos trenzas, las cuales amarró con dos listones.

—Te agradezco —susurré, bajando la mirada.

—¿Necesita algo de beber para mitigar el frío?

Negué, sin alzar la mirada.

—¿Está segura, señorita Cathanna?

—Estoy bien —murmuré, intentando mantener la compostura mientras mis dedos se enredaban entre sí—. No siento frío, Selene.

Levanté la mirada, y mis ojos se encontraron con los suyos. Esa sonrisa pintada en su pálido rostro… era tan suave, tan distinta a todo lo que había vivido ese día, que me mandó intensos corrientazos por todas partes. Me ofreció la mano. Dudé apenas un instante, pero mi cuerpo la aceptó antes de que mi mente terminara de formular la excusa perfecta para esquivarla, y su rostro se relajó bastante.

Ella me guió hasta la cama con una delicadeza que casi me hizo olvidar el mundo exterior, la sangre, esa alcoba, los gritos, mi abuelo… Me metí entre las sábanas, sintiendo esa maldita opresión que rodeaba mi corazón, creciendo, como un volcán a punto de erupcionar, no de miedo, sino por una necesidad extraña. Quería decirle que se quedara. Que se acostara junto a mí y no se fuera. No necesitaba que me tocara, ni que me abrazara, ni que me protegiera de nada. Solo codiciaba que su presencia ahuyentara el peso de todo lo que había sentido.

Nuevamente, tragué saliva, sin dejar de mirarla. Esas palabras flotaban entre mi lengua y mis dientes, pero no conocieron mi alcoba. Me limité a observarla, con la esperanza de que lo entendiera sin tener que decirlo… porque con ella, por primera vez, no temía ser vista. Pero sí temía que se fuera. Que me soltara, solo para dejarme derrumbar.

—Ya está lista para descansar, señorita Cathanna —susurró, sacándome de mis pensamientos—. ¿Desea que apague todas las luces?

No podía pedirle eso. No cuando mi cabeza era un torbellino de cosas. Asentí, desviando la mirada, y ella apagó las luces. Pero cuando se dirigió a la puerta, la miré y, cerrando los ojos, pronuncié:

—Quédate conmigo, Selene.

Ella se detuvo en seco, girando la cabeza hacia mí. Gracias a las luces del pasillo, pude notar la confusión en su rostro.

—¿Disculpe? —Su voz salió baja, como un susurro.

—No tengo sueño aún —dije, sentándome en la cama con la espalda apoyada en el gran respaldo—. Podemos hablar mientras me llega. Puedo prestarte ropa, y puedes usar mi baño para cambiarte.

—Señorita Cathanna, no creo que sea prudente. Una simple sirvienta como yo no debería compartir la habitación con usted.

—Por favor, Selene. Solo será un rato… por favor.

—Solo un momento. —Sonrió, cerrando la puerta.

—Te lo agradezco, Selene. —Suspiré, tranquila.

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