Lo llamaban la flor del imperio. Tan perfecto, tan puro, tan irremediablemente suyo.
No era libre. No lo había sido desde que sus ojos cruzaron con los del emperador. Él lo llamo "La Flor del Imperio" y desde entonces no volvió a caminar solo.
Rodeado de lujos, pero encadenado al deseo de un hombre que confundía amor con poder, belleza con pertenencia.
—Eres mío— susurró —. Mi flor. Mi único tesoro y nadie roba lo que es del Emperador.
NovelToon tiene autorización de Anonymous (S.D) para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Raices de Cristal
Eirian
Desperté con el cuerpo entumecido y los ojos ardiendo. No recordaba cuándo me había quedado dormido, solo que en algún momento los guardias me arrancaron del trono como si fuera una marioneta sin alma y me devolvieron a la torre.
Todo estaba en silencio. Las joyas seguían colgando de mi cuello, pesadas como grilletes. El vestido aún olía a perfume imperial.
Y entonces, la puerta se abrió.
Él entró.
—¿Te ha gustado tu lugar entre las estrellas, mi flor? —preguntó el emperador, acercándose con la tranquilidad de quien se cree amado. Acarició mi rostro, como si yo le perteneciera.
No respondí. No me moví. Solo lo miré, con una mezcla de rabia y tristeza.
—¿No vas a agradecerme? —su voz bajó, rozando lo peligroso.
—Me gustaría ver una sonrisa en tu rostro como agradecimiento.
Mi corazón latía con fuerza, pero mi voz fue firme.
—Ojalá me hubiera marchitado antes de florecer para ti.
Sus ojos se entornaron. Lo había golpeado donde más dolía: su vanidad. Su necesidad de poseer algo hermoso y obediente.
Durante unos segundos, no dijo nada. El aire se tensó como una cuerda a punto de romperse.
Entonces sonrió.
Una sonrisa que no prometía ternura.
Una sonrisa que prometía guerra.
—Parece que mi flor aún tiene espinas —susurró, dándose la vuelta.
Y mientras salía, una certeza crecía dentro de mí: no iba a sobrevivir siendo su flor.
Tenía que convertirme en algo más.
Las sirvientas me vistieron en silencio. Esta vez, el vestido era aún más delicado, casi translúcido, con bordados dorados que brillaban como fuego bajo la luz de las velas. No dije nada mientras me colocaban las joyas, mientras ajustaban los brazaletes en mis muñecas como si fueran cadenas.
No luché.
No aún.
Fui escoltado por los mismos guardias que me habían llevado al salón. No me ataron, pero sus pasos firmes a mis espaldas me decían que la libertad era solo una ilusión.
Las puertas de sus aposentos se abrieron.
El emperador estaba sentado junto a una chimenea encendida, con una copa en la mano. Su túnica de noche, oscura y suelta, no ocultaba del todo la arrogancia con la que me miraba.
—Mi flor ha venido a perfumar mi noche —dijo con una sonrisa perezosa—. Ven, acércate.
No me moví.
Él alzó una ceja.
—¿Aún estás molesto? Pensé que la silla de cristal te habría enseñado algo de obediencia.
—Tal vez me enseñó a soportar —repliqué en voz baja, pero lo bastante claro para que me oyera.
El emperador se levantó. Caminó lentamente hacia mí, como si cazara. Al llegar a mí, alzó una mano… y por un segundo pensé que iba a golpearme.
Pero solo acarició mi mejilla.
—Eres fuego envuelto en seda —murmuró—. Podría quemarme contigo, y aún así querría más.
Me tomó del mentón, obligándome a mirarlo.
—Tarde o temprano, mi flor, sabrás que nadie puede resistirse a mí por siempre.
Lo solté con un manotazo. No fue fuerte, pero fue suficiente para que se alejara un paso.
Por dentro, temblaba.
Pero algo había cambiado.
Yo no era el mismo que había sido arrastrado por la multitud.
Ahora quería luchar.
Y si no podía escapar aún… empezaría a aprender cómo vencerlo desde adentro.
La habitación estaba en penumbra. Solo el crepitar del fuego iluminaba los contornos de su rostro, delineando la sombra peligrosa de su sonrisa. El emperador me observaba como un pintor que contempla su obra más preciada.
—Eres más hermoso cuando estás enfadado —murmuró, acercándose a paso lento—. La rabia te da un brillo especial.
Mi respiración se volvió pesada. Había algo venenoso en la forma en que me hablaba, como si cada palabra buscara enredarse en mi piel.
—No soy tuyo —dije, sin convicción.
Porque mi cuerpo no sabía si quería huir… o quedarse
—No aún —respondió, y sus dedos rozaron mi brazo, tan lentamente que me pareció una provocación. Se inclinó, sus labios, cerca de mi oído—. Pero lo serás.
Sus manos no eran rudas, pero tampoco suaves. Sabía exactamente cómo tocar, cómo presionar donde más se sentía.
Quise apartarlo. Pero cuando sus labios se deslizaron por mi cuello, mi cuerpo me traicionó. Cerré los ojos, por un instante.
Un instante que bastó para que su presencia se apoderara de mí por completo.
Y aún así… mi alma resistía.
Sus labios buscaron los míos, y cuando me besó, lo hizo con la fuerza de alguien que no estaba dispuesto a soltarme jamás.
El fuego de la chimenea fue el único testigo de lo que ocurrió después.
Sus labios rozaron los míos con una lentitud calculada. No fue un beso robado, fue una invasión dulce y peligrosa. Uno de esos que no buscan permiso… pero se disfrazan de ternura.
—¿Por qué tiemblas, mi flor? —susurró contra mis labios.
—No estoy temblando… —mentí.
Él sonrió, y su mano se deslizó por mi cintura, acariciando con una mezcla de devoción y dominio. No sabía si quería consolarme o romperme. Tal vez ambas.
—Puedo sentir cada una de tus dudas —sus dedos subieron por mi pecho, por la línea del vestido que me cubría aún—. Pero también puedo sentir cómo tu cuerpo no miente.
Me odié por no poder negarlo.
Me empujó con delicadeza hacia la cama, y en un instante estuve debajo de él. El fuego proyectaba sombras en su rostro, dándole un aire casi mitológico, como si no fuera humano, sino una criatura forjada por el poder y la obsesión.
Sus manos no dejaban de tocarme. Cada caricia era una afirmación: te tengo, te quiero, te haré mío.
Nuestros labios volvieron a encontrarse, más intensos esta vez. Yo debía rechazarlo, pero no lo hice. No entonces. No en ese momento en que mi mente se dividía entre el miedo y la necesidad de ser tocado como si importara.
Su cuerpo cubría el mío. Mi respiración se mezclaba con la suya. El mundo se redujo a ese instante, a ese contacto, a ese deseo tóxico que empezaba a desdibujar mis límites.
Y mientras sus caricias se volvían más profundas, solo una idea me atravesó como un rayo:
Si voy a sobrevivir a esto… tendré que jugar su juego mejor que él.
Desperté solo.
La habitación estaba envuelta en un silencio espeso, casi irreal, como si el mundo se hubiese detenido mientras yo dormía. La luz de la mañana se filtraba entre las cortinas pesadas, proyectando líneas doradas sobre la cama desordenada.
El frío me hizo estremecer. Estaba completamente desnudo.
Las sábanas, revueltas, olían a perfume imperial. Mi cuerpo dolía, pero no como quien ha sido lastimado, sino como quien ha sido reclamado.
Me incorporé lentamente, sintiendo cada músculo tenso, cada parte de mí marcada por lo ocurrido. Al mirar mi reflejo en el gran espejo dorado de la habitación, lo confirmé.
Había besos en mi cuello. Mordidas en mis clavículas. Rastrojos de deseo pintados como una firma.
Me llevé una mano al pecho, como si pudiera arrancarme la noche de encima, como si pudiera quitarme su tacto de la piel.
No lloré. Ya no.
Lo que sentía era otra cosa.
Vacío. Confusión. Rabia envuelta en seda.
¿Quién era ahora?
La puerta crujió al abrirse y una sirvienta entró con la mirada baja. Llevaba una bandeja con comida y una túnica limpia.
—Buenos días, señor… —murmuró sin atreverse a alzar la vista—. El emperador desea que se vista. Ha pedido su presencia en los jardines al mediodía.
No respondí. Solo asentí.
Y mientras la sirvienta dejaba la ropa sobre la cama y se marchaba en silencio, me di cuenta de algo:
El emperador no solo estaba desnudando mi cuerpo. Estaba desarmando mi voluntad, capa por capa.
Pero aún no había ganado.
No del todo.
Los jardines imperiales no se parecían a nada que hubiera visto antes. Era como si alguien hubiera trasplantado un pedazo del cielo a la tierra, con flores imposibles que relucían como piedras preciosas bajo la luz del sol.
Caminé entre los setos con la túnica flotando a mis espaldas, sintiendo las miradas de los guardias clavadas en mi espalda. Al fondo, bajo un árbol de cristal tallado —una maravilla viva, con ramas transparentes que parecían hechas de hielo—, me esperaba él.
El emperador.
Vestía de blanco esta vez, como si la pureza le perteneciera.
—Llegaste —dijo sin voltear a verme, acariciando una flor pálida de pétalos perfectos—. Esta flor solo florece una vez cada siete años. Tiene raíces de cristal. Delicadas. Frágiles. Si se rompen… la flor muere.
Se volvió hacia mí, sonriendo con esa calma que me enfermaba.
—Como tú.
No dije nada.
Él se acercó, tomó mi rostro entre sus manos, y me miró con esa mezcla de adoración y posesión que tanto me repelía.
—Anoche fuiste mío. Cada parte de ti. Cada respiración. Y aunque aún te resistas, tus raíces ya están aquí, clavadas en esta tierra. En mí.
Sus dedos bajaron por mi cuello hasta el broche de la túnica.
—¿Sabes por qué te llamo mi flor? Porque las flores no necesitan entender. Solo necesitan crecer donde se les planta… y florecer para quien las cuida.
Me aparté, o lo intenté, pero su mano me sostuvo con firmeza.
—No eres prisionero, Eirian. Eres elegido. Yo te he elevado, ¿no lo ves? Todos los demás solo te veían como un simple plebeyo. Yo vi lo que podías llegar a ser.
—¿Una jaula dorada? —susurré.
—Un altar —respondió, con voz baja y peligrosa—. Y sobre él, crecerás. Te haré eterno.
Las palabras me helaron más que el mármol bajo mis pies.
Porque entendí que para él, yo no era un amante, ni un súbdito. Era un símbolo. Una flor perfecta. Un objeto de veneración y control.
Raíces de cristal.
Bellamente rotas.
Y si quería sobrevivir… tendría que aprender a florecer con espinas.