Cicatrices de la Mafia: Amor y Perdón

Los pasillos de la mansión exhalaban un clima leve desde la noche anterior. Paola andaba por los jardines sonriendo, con los hijos corriendo alrededor y Emílio siempre cerca, atento a cada detalle.

Pérla, observando desde lejos, cerraba los puños con tanta fuerza que las uñas llegaban a marcar la piel. A cada risa de la hermana, a cada mirada apasionada de Emílio para Paola, su rabia aumentaba.

— "Ella siempre fue así..." — murmuró, casi escupiendo las palabras. — "La buenita, la elegida, la que todos protegen. ¡Esa vida debería ser mía! ¡Esa mansión, ese hombre, ese poder... todo era para ser mío! Pero mi hermanita perfecta me robó eso."

Los ojos de Pérla brillaban de envidia. En el fondo, no veía a Emílio como hombre, sino como un trofeo. Y en aquella mente conturbada, comenzaba a nacer una idea sombría: si Paola fuese destruida, nada la impediría ocupar su lugar, ni que para eso tuviese que matar a su propia hermana.

Lo que Pérla no sabía era que estaba siendo observada.

Al final del corredor, discretamente, una joven de apariencia simple, vestida como empleada de la mansión, limpiaba estanterías sin prestar atención. Pero sus ojos estaban fijos en cada gesto y cada palabra de la gemela envidiosa.

Esa joven no era solo una funcionaria: era una espía de confianza de Emílio, infiltrada justamente para vigilar a Pérla.

Ella registraba cada detalle, lista para reportar.

Anna:

— Como puede, una hermana bueno gentil con Paola, tener una hermana gemela, envidiosa podrida y mala con esa pérla, ella hasta se cree lista, ella solo no sabe que el dom Emílio es Ariel más voraz de toda Italia, y esa cobra va a arrepentirse.

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Mientras tanto, en la sala principal de la mansión, Dário Barbieri — brazo derecho y sombra inseparable de Emílio — revisaba informes de cargamentos.

Al levantar los ojos, casi dejó caer los papeles.

Sentada en el sofá, distraída con un libro, estaba Katrina. Los cabellos sueltos caían sobre los hombros, y había una elegancia natural en su postura. Dário sintió el corazón disparar de una forma que nunca había experimentado. Él, el hombre frío de los negocios, súbitamente parecía un muchacho sin control de sí mismo.

“Necesito tener a esa mujer…” — pensó, luchando para disimular.

Pero no disimuló lo suficiente.

De repente, oyó detrás de sí la voz divertida de Emílio:

— “Cierra la boca, Dário, sino una mosca va a entrar.”

Dário se atragantó, tosiendo, y luego soltó una risa sin gracia.

— “Dom… yo solo… estaba pensando en la carga. Atrasada, y el comprador ya está reclamando. Necesitamos conversar sobre eso.”

Emílio alzó una ceja, pero no insistió. Apenas dio una media sonrisa, como quien sabía más de lo que decía.

Katrina, que observó todo de lejos, no contuvo una sonrisa cómplice.

Su corazón latía acelerado, y las piernas parecieron flaquear cuando los ojos de Dário cruzaron los suyos. Había algo en aquel hombre — la fuerza, el respeto, la intensidad — que la dejaba sin aire.

Y allí, sin que nadie percibiese, nacía una llama nueva.

Un amor inesperado, pero poderoso, estaba a punto de florecer: el de Dário y Katrina.