Anastasia Volkova, una joven de 24 años de una distinguida familia de la alta sociedad rusa vive en un mundo de lujos y privilegios. Su vida da un giro inesperado cuando la mala gestión empresarial de su padre lleva a la familia a tener grandes pérdidas. Desesperado y sin escrúpulos, su padre hace un trato con Nikolái Ivanov, el implacable jefe de la mafia de Moscú, entregando a su hija como garantía para saldar sus deudas.
Nikolái Ivanov es un hombre serio, frío y orgulloso, cuya vida gira en torno al poder y el control. Su hermano menor, Dmitri Ivanov, es su contraparte: detallista, relajado y más accesible. Juntos, gobiernan el submundo criminal de la ciudad con mano de hierro. Atrapada en este oscuro mundo, Anastasia se enfrenta a una realidad que nunca había imaginado.
A medida que se adapta a su nueva vida en la mansión de los Ivanov, Anastasia debe navegar entre la crueldad de Nikolái y la inesperada bondad de Dmitri.
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capitulo 4: Marcada como suya
Día cinco.
Ya no sabía qué era peor: el silencio constante o la forma en que todo el personal evitaba mirarme a los ojos.
Cinco días desde que crucé esas puertas. Desde que mi vida se convirtió en un acuerdo firmado con sangre ajena. Desde que aprendí que aquí no se pedía permiso, solo se obedecía… y se sobrevivía.
Me encontraba sentada frente al ventanal de mi habitación, con una taza de café entre las manos. No sabía ni qué hora era. Aquí el tiempo no pasaba como en el resto del mundo.
—Toc, toc.
Dos golpes suaves.
La misma mujer de siempre, de mirada pétrea —Inna, como me enteré que se llamaba— llegó a mi puerta Esta vez no traía una carpeta, sino una caja rectangular en las manos, forrada en terciopelo oscuro.
—El señor Ivanov desea que te prepares. está noche lo acompañarás al evento —dijo, dejando la caja sobre la cama.
—¿Evento de qué tipo?
Ella me miró un segundo. No respondió. Solo señaló la caja.
—Esto es para ti. Lo eligió personalmente.
Cuando se fue, cerró la puerta sin hacer ruido, como siempre.
Caminé hacia la caja con pasos lentos. La abrí.
Y por un instante, me quedé sin aliento.
Era un vestido. Negro, elegante. Ceñido en la cintura, escote sutil, largo. Con una abertura en la pierna. La tela caía como agua entre los dedos. Era hermoso. Inútil negarlo.
Me arreglé en silencio. Dejé que mi cabello cayera suelto, me maquillé apenas lo justo, y cuando me vi en el espejo… me vi distinta.
No era la chica que le suplico a su padre hace cinco días atrás.
Era una mujer que aprendía a caminar sobre una cuerda floja, rodeada de lobos.
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A las siete en punto, bajé las escaleras.
Nikolái estaba ahí. Esperándome en el vestíbulo. debo admitir que se veía realmente guapo. Traje negro, corbata oscura, manos en los bolsillos. Serio.
Cuando me vio bajar las escaleras, no dijo una sola palabra.
Solo me miró.
Lento.
Como si con la vista me desvistiera. Como si ya supiera que ese vestido había nacido para mí.
—¿Va a seguir observando o…? —empecé a decir, pero me detuve.
No era una queja. Ni una burla.
Era solo... necesidad de romper el aire denso entre nosotros.
Él caminó hacia mí sin apuro. Se detuvo tan cerca que pude oler su perfume. Madera, ámbar, algo imposible de nombrar.
Su mano rozó mi cintura. Ligeramente.
—Cualquier otra mujer con ese vestido parecería una provocación —susurró—. Tú pareces una amenaza.
Mi pecho subió y bajó lento.
—No sabía que te gustaban las amenazas —le dije, sin apartar la mirada.
—No me gustan —respondió con una sonrisa leve—. me obsesionan.
Tragué saliva.
Él alzó una ceja y me ofreció el brazo.
Salimos de la mansión. Una limusina negra nos esperaba. Me abrió la puerta él mismo. Y durante el trayecto, no cruzamos ni una palabra.
Pero el silencio… ya no me incomodaba tanto como antes.
Al llegar Entramos al salón principal.
Era un evento de élite.
Círculos discretos de hombres trajeados hablando en voz baja. Mujeres de vestidos elegantes, relojes caros, sonrisas medidas. Todo el lugar olía a dinero, a poder... y a peligro.
La decoración era minimalista: mesas redondas, copas de cristal, una barra elegante con bebidas servidas por hombres que no parecían simples camareros. No había risas. Solo conversaciones que sabías que no podías interrumpir.
Y todos, absolutamente todos, sabían quién era Nikolái Ivanov.
Se notaba en los silencios cuando pasábamos. En las miradas que se desviaban. En las palabras que se tragaban.
Yo lo sentía.
Él no hablaba. Solo caminaba con seguridad. Llevaba una copa en la mano, y su otra mano… descansaba en mi espalda baja.
La temperatura de la habitación cambió cuando nos acercamos a un grupo en el centro del salón. Cuatro hombres, dos mujeres, y todos con ese aire de quienes mueven piezas desde las sombras.
Uno de ellos alzó su copa en señal de saludo.
—Ivanov. Se te extrañó el mes pasado.
Nikolái sonrió apenas. Esa sonrisa que no dice nada, pero tampoco lo permite todo.
—No había nada interesante ese mes —respondió con calma.
El hombre soltó una pequeña risa. Luego desvió la mirada hacia mí.
—Y quien es tu hermosa acompañante.
El ambiente se tensó un poco. Nadie dijo nada. Pero yo sentí el peso del momento.
—¿No vas a presentarnos? —preguntó otro, con esa sonrisa de zorro que me dio asco de inmediato.
Nikolái dio un sorbo lento a su copa. Luego me tomó del mentón, con un gesto suave pero firme, obligándome a girar apenas el rostro hacia él.
Sus ojos se clavaron en los míos.
—No tengo que presentar lo que ya tiene dueño.
No lo dijo en voz alta. Lo dijo cerca. Bajo. Íntimo. Solo para mí… pero lo suficientemente claro para que todos lo escucharan.
Y el silencio que se hizo después de eso… fue brutal.
Y no hubo más preguntas.
El grupo entendió. Cambiaron de tema.
Y yo… sentí que se me erizaba la piel.
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Unas horas más tarde, ya entendía la dinámica de aquel lugar: todos aparentaban educación, pero cada palabra era una trampa. Cada sonrisa escondía algo. Un interés. Una amenaza. Una provocación.
Me separé un paso de Nikolái cuando él se giró para hablar con un hombre de rostro cuadrado, traje oscuro y acento pesado. No parecía del tipo que sonreía nunca. Su conversación era en inglés, pausada, cargada de nombres que no reconocía y cifras que no podía seguir.
Me limité a observar la sala.
Sombras que se deslizaban entre grupos cerrados de poder. Todo bajo esa falsa calma que solo tienen los hombres que acostumbran matar con elegancia.
—Interesante compañía, tiene el señor Ivanov hoy —dijo una voz detrás de mí, a mi izquierda. No lo vi venir.
Me giré despacio.
Un hombre alto, de unos cuarenta, rostro anguloso y sonrisa torcida. No tenía ese aire pulcro del resto. Llevaba el saco abierto, la camisa desabotonada hasta el pecho, y una cadena gruesa colgando en su cuello. Su mirada recorrió mi cuerpo como si estuviera inspeccionando mercancía.
—¿Y tú cómo te llamas, princesa?
No respondí.
Solo lo miré.
No bajé la mirada. Pero tampoco sonreí.
—¿No hablas? —insistió, dando un paso más cerca—. Qué raro. Una cara como la tuya no debería estar callada.
—Aléjate —dije, bajito, sin perder la compostura.
—¿Perdón? —respondió con fingida sorpresa—. Solo intento ser amable.
La voz de Nikolái cortó el aire como un disparo silencioso.
—Pável—dijo desde atrás del hombre, sin levantar la voz—. Te doy tres segundos para alejarte de ella.
Pável sonrió. Pero no se movió.
—Vamos, Nikolái… solo estoy conversando. ¿Desde cuándo hablar es delito?
El silencio en la sala fue inmediato. La tensión se propagó como una grieta invisible. Todos fingían no mirar, pero lo hacían.
Nikolái avanzó con calma.
Su mano me rodeó la cintura con naturalidad, como si hubiera estado ahí desde el principio. No me miró. Solo se colocó entre Pável y yo.
—No te lo repetiré. Aléjate.
La sonrisa de Pável se quebró un poco. Dio un paso atrás, pero dejó una frase en el aire:
—Siempre tan territorial. Te estás ablandando, Ivanov.
Nikolái se inclinó apenas hacia él. Su voz fue un susurro, pero lo escuchamos todos.
—Tú sabes lo que pasa cuando alguien toca lo que no debe. No creo que quieras ser el ejemplo de esta noche.
Pável forzó una sonrisa tensa. Y se fue.
No sin antes lanzarme una última mirada… que me dio náuseas.
Cuando se alejó, Nikolái me sostuvo por la cintura un segundo más. Luego me miró de reojo.
—No te alejes de mí esta noche.
Lo miré. Su voz fue tan suave que cualquiera pensaría que me estaba diciendo algo íntimo. Pero no lo era.
Era una advertencia.
—¿Por qué? —pregunté sin desafío, solo con curiosidad.
—Porque aquí hay hombres que no conocen el significado de la palabra “límite”. Y tú… no estás en condiciones de enfrentarlos.
Asentí. Entendía perfectamente lo que estaba diciendo. Y aunque odiaba sentir que necesitaba protección… con Nikolái, ese tipo de protección no se sentía como una jaula. Se sentía como una cerca eléctrica que mantenía alejadas a las bestias.