Melisa Thompson, una joven enfermera de buen corazón, encuentra a un hombre herido en el camino y decide cuidarlo. Al despertar, él no recuerda nada, ni siquiera su propio nombre, por lo que Melisa lo llama Alexander Thompson. Con el tiempo, ambos desarrollan un amor profundo, pero justo cuando ella está lista para contarle que espera un hijo suyo, Alexander desaparece sin dejar rastro. ¿Quién es realmente aquel hombre? ¿Volverá por ella y su bebé? Entre recuerdos perdidos y sentimientos encontrados, Melisa deberá enfrentarse al misterio de su amado y a la verdad que cambiará sus vida.
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Un comienzo (caótico)
A medida que avanzaba la tarde, me sentía cada vez peor. El resfriado me estaba afectando mucho, así que le pedí a una compañera que me remplazara. "No puedo seguir, me siento fatal", le dije. Ni siquiera fui a ver a Alexander; en lugar de eso, me dirigía a mi casa. Sin embargo, la fiebre no dejaba de subir, así que decidí visitar a mi amiga doctora, Alicia.
Alicia me revisó y me recetó unos analgésicos. Luego, con una sonrisa, me dio una noticia inesperada: El hombre desconocido está bien. No hay nada fuera de lo común, así que lo daremos de alta mañana.
Me alegra saber que Alexander está bien, respondí aliviada.
¿Alexander? ¿Así se llama?, preguntó Alicia, confundida.
Aclaro, no. Él aún no recuerda su nombre. Lo llamé así para no seguir refiriéndome a él como 'el desconocido' o 'el sin nombre', expliqué. Además, te cuento que estoy pensando en llevarlo a vivir a mi casa.
Alicia me miró con incredulidad. ¿Estás mal? ¿Cómo vas a meter a un desconocido en tu casa? Sería mejor que lo llevaras a una estación de policía y reportaras su caso.
"No, Alicia", respondí. Algo me dice que ese hombre está en peligro. Hasta que recupere la memoria, vivirá conmigo. Y si intenta pasarse de listo, mis ollas están esperando una cabeza que partir, dije riéndome.
Alicia no pudo evitar sonreír ante mi comentario, aunque aún se veía preocupada. Espero que sepas lo que haces, Melisa, dijo finalmente.
Confía en mí, le respondí antes de despedirme y salir de su consultorio.
El resfriado me tenía completamente derrotada. A pesar de haberme tomado las pastillas, mi cuerpo seguía sintiéndose como si un camión me hubiera pasado por encima.
No podía seguir así. Trabajar en esas condiciones no solo era un riesgo para mí, sino también para los pacientes. Así que, con resignación, tomé el teléfono y llamé al hospital para reportarme enferma que mañana no iba a poder ir a trabajar.
—¿Una semana de descanso? repetí con sorpresa cuando la supervisora me lo confirmó, quise protestar, pero luego recordé lo miserable que me sentía y suspiré.
—Está bien, gracias.
Colgué el teléfono y me dejé caer en el sofá.
—Pinche resfriado… murmuré con fastidio, acurrucándome bajo una manta.
Pero no podía descansar del todo. Tenía un nuevo "inquilino" al que debía llevar a casa.
Después de recoger a Alexander en el hospital, nos dirigimos a mi casa. Él no habló mucho en el camino, solo observaba la ciudad con expresión distante, como si esperara que alguna imagen le despertara la memoria. Pero nada.
Cuando llegamos, abrí la puerta y Michiru, mi gato, vino corriendo como siempre. Suavemente se frotó en mis piernas, reclamando su dosis de cariño.
—Hola, mi bebé hermoso, acariciándolo. ¿Listo para conocer a nuestro nuevo huésped?
Pero en cuanto Michiru puso los ojos en Alexander, su actitud cambió drásticamente. Su lomo se erizó, su cola se esponjó como un plumero y sus ojos verdes se clavaron en él con absoluto desdén.
Alexander, por su parte, lo miró con diversión.
—No me quiere, ¿verdad?
Antes de que pudiera responder, Michiru bufó y, sin previo aviso, le mordió el tobillo.
—¡Oye! Alexander se apartó de un salto. ¡¿Qué demonios le pasa a tu gato?!
Yo no pude evitar reírme.
—Parece que no eres bienvenido aquí dije entre carcajadas. Supongo que está defendiendo su territorio.
Michiru, aún indignado, se alejó con la cabeza en alto, como si acabara de ganar una batalla importante.
—Genial… mi primer enemigo en esta casa es un gato murmuró Alexander, masajeándose el tobillo.
—Te acostumbrarás le dije con una sonrisa. Ven, te enseñaré tu habitación.
Lo guié por el pasillo hasta la pequeña habitación de invitados.
—No es muy grande, pero es acogedora. Tiene todo lo necesario.
Alexander echó un vistazo.
—Está bien. Gracias por todo, Melisa.
—No hay problema respondí con un bostezo. Pero ahora, si me disculpas, necesito dormir. Me duele todo mi hermoso cuerpo.
Me despedí con una sonrisa cansada y me encerré en mi cuarto, desplomándome en la cama como un saco de papas.
Alexander se quedó en silencio, observando la puerta de Melisa. Podía notar que realmente no se sentía bien.
Miró a su alrededor. La casa era pequeña pero tenía un aire cálido y hogareño. La primera persona que le ofrecía ayuda desinteresadamente era también la primera que se enfermaba por hacerlo.
Suspiró.
—Supongo que debería hacer algo por ella…
El problema era que no tenía la más mínima idea de cómo cocinar.
Decidido, se dirigió a la cocina.
—Bien, ¿qué tan difícil puede ser hacer café?
Abrió una alacena, encontró café instantáneo y puso agua en una olla para calentarla en la estufa. Todo parecía ir bien… hasta que, por razones desconocidas, el agua empezó a quemarse.
Literalmente.
Humo comenzó a salir de la olla y en cuestión de segundos la cocina se llenó de un olor a quemado espantoso.
—¡Mierda! exclamó, sacándola del fuego con torpeza.
El desastre fue suficiente para despertar a Melisa de su profundo sueño.
En su estado de semiinconsciencia, lo primero que pensó fue que su casa estaba en llamas.
—¡¿Qué demonios está pasando?! gritó, tambaleándose fuera de su habitación, aún medio dormida.
Corrió a la cocina y se detuvo en seco al ver a Alexander de pie, con la olla humeante en las manos y una expresión de derrota.
—Lo intenté… dijo él con voz seria. Pero creo que quemé el agua.
Melisa lo miró, miró la olla, luego volvió a mirarlo a él.
Y estalló en carcajadas.
—¡No puede ser! ¿Cómo quemas agua? ¡Eso es un talento especial!
Alexander suspiró, resignado.
—Sí, bueno… Supuse que no podía ser tan difícil, pero aparentemente me equivoqué.
Melisa se secó las lágrimas de risa y negó con la cabeza.
—Sabes qué… olvídate de la cocina por hoy. Mejor pidamos comida a domicilio antes de que incendies mi casa de verdad.
Alexander asintió con la cabeza en silencio, sin oponer resistencia ni cuestionar
—Buena idea.
Mientras ella pedía la comida, él se apoyó en la encimera, observándola con detenimiento. A pesar de su evidente malestar, había encontrado la forma de reírse y hacer que él se sintiera un poco menos… ridículo.
Tal vez, después de todo, no era tan mala idea haberse quedado aquí.