Cathanna creció creyendo que su destino era convertirse en la esposa perfecta y una madre ejemplar. Pero todo cambió cuando ellas llegaron… Brujas que la reclamaban como suya. Porque Cathanna no era solo la hija de un importante miembro del consejo real, sino la clave para un regreso que el reino nunca creyó posible.
Arrancada de su hogar, fue llevada al castillo de los Cazadores, donde entrenaban a los guerreros más letales de todo el reino, para mantenerla lejos de aquellas mujeres. Pero la verdad no tardó en alcanzarla.
Cuando comprendió la razón por la que las brujas querían incendiar el reino hasta sus cimientos, dejó de verlas como monstruos. No eran crueles por capricho. Había un motivo detrás de su furia. Y ahora, ella también quería hacer temblar la tierra bajo sus pies, desafiando todo lo que crecía.
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CAPÍTULO TRES: LA CASA DE LAS MUÑECAS
El sonido de la campana marcó el final del día. La mesa estaba dispuesta con orden. Frente a ella, su madre mantenía el porte impecable, mientras que su hermano mayor y su hermano menor cenaban en silencio a cada costado. A su lado, sus abuelos paternos la observaban de vez en cuando, con esa mirada que pesaba más que cualquier palabra. Sus tíos ocupaban el otro costado de la mesa, junto con sus hijas menores. Y los demás miembros, hombres y mujeres con los que pocas veces hablaba.
—Cathanna es la mayor de las mujeres ahora —comenzó su abuelo Efraím, con esa mirada filosa —. Debe seguir el mismo destino que sus primas. Anne, ¿cuándo planeas casarla? Su juventud se perderá si no te apresuras. Ningún hombre la querrá después.
Anne sonrió, mostrando su perfecta dentadura. Era una mujer que, con su melena larga y ondulada, irradiaba una belleza difícil de ignorar. Pocas eran las personas que no sentían atracción por ella, pues su mirada sensual y calculadora, recorría cada cuerpo como un depredador a su presa.
—No te preocupes por eso, Efraím —habló con una voz aterciopelada, envolvente, como si cada sílaba estuviera hecha para ser escuchada de cerca—. Estuve hablando con mi señor esposo sobre ese tema y hemos decidido que su mejor opción será el hijo del ministro de delitos civiles.
Cathanna se atragantó con la comida. Tosió, llevándose la mano a la garganta, pero nadie pareció reaccionar. Sus ojos se clavaron en su madre con incredulidad, buscando alguna señal de que todo era una mala broma. Pero ella no le devolvió la mirada, ni siquiera le concedió un instante de duda.
Sabía que el matrimonio llegaría tarde o temprano, pero jamás pensó que sería tan pronto. Apenas estaba saliendo de los diecinueve años, aún atrapada entre la sensación de ser una niña y la presión de convertirse en una mujer hecha y derecha a los ojos de los demás.
Casarse significaba una sola cosa: hijos. Y aunque la idea de ser madre no la aterraba—de hecho, en lo más profundo de su ser, la amaba—, no quería esa responsabilidad tan joven. No todavía.
—Hace poco volvimos a tener contacto —continuo con una sonrisa orgullosa en los labios—. Es un hombre muy apuesto, y estoy segura de que sus hijos heredarán tanto la belleza de mi Cathanna como la de él.
—Pero, ¿y la propuesta de matrimonio? —preguntó Noraila, con un tono arisco en la voz—. Sabes que eso debe hacerse cuanto antes. Ninguna mujer en esta familia se ha casado después de los diecinueve. Cathanna está a pocos meses de cumplir años. No puedes arruinar la tradición de esa manera.
—Será en unas semanas. En este momento, él se encuentra en Ángeles, pero volverá en unos días. Y podremos planear cómo será todo.
—Bueno, lo que importa realmente es que cuando se case, debe hacer lo posible por quedar embarazada —mencionó Dalia, su otra tía, con ese tono condescendiente—. La fertilidad de una mujer es como una vela en medio de una tempestad; en cualquier momento puede apagarse. Y entre más rápido le des hijos a tu esposo, más aseguras tu lugar en su casa.
—¿No sería nuestra casa? —se atrevió a hablar Cathanna por primera vez —. Si vamos a entrar en matrimonio, debemos compartir cosas.
—Podría decir que has leído mucha ficción últimamente —dijo Anne —. Nada es realmente de nosotras, cariño. Tampoco lo necesitamos. Solo debemos atender el hogar si no hay quien lo haga por nosotras. Las cosas de tu esposo serán tuyas, solo cuando él muera.
—Eso es tan injusto —susurro, llevando su mirada a la comida.
—¿Por qué sería injusto? —preguntó su abuela, una mujer canosa de cabello corto —. ¿Para qué quieres tú una casa? Ni siquiera sabrías cómo llevar las riendas de una.
—Porque nunca me lo han enseñado —su voz tembló, pero no bajo la mirada —. Si lo hicieran, sería diferente. Podría hacer más cosas que solo sentarme y ser bonita.
—No hace falta que te enseñemos nada —dijo Efraím —. No eres un hombre para tomar esos lugares. Recuerda el tuyo. Debes comportarte como una mujer y no como una marimacha.
Cathanna abrió la boca, ofendida. Quería contradecirlo, decirle que estaba equivocado. Pero se mantuvo callada, porque solo recibiría malos comentarios hacia ella.
La cena concluyó minutos después. Cathanna se levantó de última, como siempre, cuando todos se habían marchado. Sus pasos eran lentos, casi pesados, mientras se dirigía a su dormitorio. Al entrar, cerró la puerta detrás con un leve suspiro y se dejó caer en el suave banco, deslizando sus manos sobre la madera tallada del tocador.
Llevó su vista al espejo ovalado, mirando una imagen impecable: la piel tersa y sin imperfecciones, los labios pintados en un tono apenas rosado, los ojos enmarcados con sombras sutiles que la hacían lucir más como una niña de quince que como una mujer que dentro de poco cumplirá veinte.
No había salido de casa, no habían llegado visitas que pudieran juzgar su apariencia, pero, aun así, debía mantenerse de una mujer hermosa. Siempre. Las pecas, los lunares, cualquier rastro de su ser, todo debía ser cubierto. Borrado. Como si fuera la mayor imperfección existente en la tierra.
Ella era tan hermosa, sin nada en su rostro, sin esas cosas que borraran su esencia, pero las críticas, esas que la hacían sentir pequeña en un mundo de gigantes, la obligaban a odiar su verdadero ser.
La puerta no tardó en abrirse. Celanina entró sin necesidad de pedir permiso, como lo hacía siempre. La mujer, pese a su edad, conservaba un físico que podría considerarse atractivo, aunque no como las otras mujeres del castillo, aquellas que parecían talladas por la misma perfección impuesta por aquellos que odiaban verlas al natural. Porque ahí, lo que era natural, era malo. Y si una mujer no era hermosa, no era nada.
Dejó que Celanina le recogiera el cabello con una liga, con la misma frialdad con la que lo hacía todos los días. Poco a poco comenzó a quitarle la base, dejando ver su piel real, esa que le habían enseñado a no amar como la piel falsa. Esa que debía odiar, asquear, no dejar ver a nadie que no fueran las doncellas que todos los días la maquillaban.
—Escuche que te casaras.
—Podría decirse que sí… aunque no estoy segura —respondió, girando distraídamente un labial entre los dedos—. Acabo de enterarme de que mis padres ya han elegido a mi prometido. Pensé que sería Sir Friedrich, el conde, o incluso el hijo de Lady Penélope… pero es alguien a quien ni siquiera conozco.
Celanina elevo una de sus cejas, quitando las joyas que adornaban el cuello de Cathanna.
—Eso es muy bueno. Deberías estar encantada.
—Por supuesto que lo estoy —sonrió, mostrando sus hoyuelos —. Solo estoy asombrada de que no me lo comunicaran desde el primer momento. Aun sabiendo como es mi madre, guardaba la esperanza de estar presente cuando esa decisión se tomará.
—Un matrimonio es una bendición. —Detuvo las manos en sus hombros —. Siempre debes ser fiel a tu esposo. Sírvele como es debido. Y, sobre todo, nunca lo desobedezcas. Podrías terminar como yo, sin una pierna.
Celanine usaba un bastón mágico, aunque rara vez lo mostraba. No le gustaba que los demás notaran su dificultad para caminar, incluso si nadie se percatara de aquello porque permanecía oculta bajo los pomposos vestidos que vestía a diario.
—Eso es horrible —dijo con un sabor amargo en la garganta —. No logro entender como han normalizado tanto maltrato hacías nosotras por cosas sin relevancia.
—Es normal cuando las mujeres desobedecen —dijo con dureza—. Lo sabrás cuando te vayas a vivir con tu esposo. Puede que sea más gentil que el mío, señorita.
—¿Por qué te has casado con aquel hombre si no puede brindarte fortuna? —Dejó sus manos quietas, mirándola a través del espejo.
—Porque lo amaba. Me cautivo con sus bellas palabras y su toque, cuyo tacto podría asemejarse al de pétalo de una flor —sonrió con tristeza —. No me arrepiento de unirme en matrimonio con él, aunque no me haya dado riquezas. Porque cuando hay amor, no importa lo demás.
Cathanna arqueó una ceja, incrédula ante lo que escuchaba. Para ella, el dinero lo era todo, y si alguien no podía ofrecerle el mismo nivel de vida que tenía en su familia, simplemente no era digno de estar a su lado. En su linaje, la riqueza siempre había sido la prioridad, hasta el punto de solo unirse con otras familias adineradas.
—El amor no puede darte todo —dijo Cathanna —. Se necesita dinero para comprar joyas, zapatos, vestidos enormes. ¿Cómo podrías obtener todo eso si tu esposo no tiene una fortuna de monedas de oro?
—No me interesa nada de eso, señorita. El amor es lo más importante.
—Pero si ese amor terminará matándola, no es amor.
—Te falta mucho por conocer.
—Eso me ha dicho toda mi vida —soltó una risa —. Al parecer, nunca conoceré lo suficiente como para poder opinar.
Pocos segundos después, la puerta se abrió nuevamente, permitiendo que cinco mujeres se adentraran. Todas eran bellas, pero había una que sobresalía, pues su belleza era llamativa como las flores en plena primavera. Pero lo que más le fascinaba a Cathanna, era su olor. Azahar. Desde el momento en que llegó al castillo, su fragancia la envolvió con una intensidad inusual. Era extraño, porque nunca antes había percibido el aroma de alguien de esa manera. Solo con ella.
—Azlieh, no te tardes mucho con la señorita —le dijo Celanina —. Recuerda que debe ir con su tutora en unos minutos.
Azlieh asintió y se acercó a Cathanna, recogió la mitad de su melena en una trenza, que luego convirtió en un moño, asegurándolo con un palillo adornado con una horquilla ornamentada. De él pendían finas cadenas decoradas con cuentas cristalinas, que se balanceaban suavemente con cada movimiento. El resto de su cabello cayó liso sobre su espalda.
Desde que era niña, los palillos la habían fascinado. Recordaba la primera vez que los vio: su padre la llevó al castillo, y una mujer de otro reino llevaba un elegante peinado adornado con ellos. Quedó tan encantada que le rogó a su padre que le comprara varios. Desde entonces, se convirtieron en su accesorio favorito. Se sentía incompleta cuando no los llevaba.
Los guardias abrieron las puertas en cuanto llegó a las grandes puertas. Afuera, la luna brillaba con intensidad. El jardín estaba exuberante, como siempre. Varias fuentes de aguas cristalinas adornaban el paisaje, y las mariposas azules revoloteaban alrededor. Eran sus favoritas, tanto por su color vibrante como por la forma singular de sus alas.
Las hojas sonaban bajo sus pies mientras se dirigía al Valle de Lila, donde tenía, como cada noche, entrenamiento de aire, del cual era bendecida, también poseía el fuego, pero este último nunca lo había mencionado. Era por miedo. No era común que personas como ellas, tuvieran más de un don. No quería arriesgarse a descubrir lo que sucedería si llegara a los oídos de los curiosos.
Desenvainó la espada, cuya magia le permitiría reducirse al tamaño de una simple daga, lo que hacía más fácil llevarla consigo siempre. Comenzó a practicar. No era el mejor espadachín ni en sueños, pero su padre insistía en que debía entrenar, que debía aprender a utilizar una, como si de ello dependiera algo más que su destreza.
Quizás lo hacía por honor, por tradición, pues su familia tenía generaciones siendo grandes guerreros cuyas sangres llenaban el campo de batalla… o simplemente porque esperaba que algún día estuviera preparada para algo que aún no comprendía del todo. Era raro porque hasta hace unos meses ni siquiera le dejaba tocar una.
Detrás de ella, apareció Taris, una maestra de aire.
—¿Por qué no estás entrenando para controlar el aire?
Cathanna se giró hacia ella, bajado la espada.
—Ya sabes como es mi padre, Taris.
—Tus clases de control del aire son tu prioridad en este momento.
—¿Empezamos entonces?
No podía darse el lujo de ser la única en su familia que no pudiera contrariar su don. Su madre no poseía magia, pero eso no la hacía menos fuerte; su padre era un hechicero muy poderoso; su hermano Xaren era un jinete y un Elementista de fuego; y su hermano Cedrix estaba aprendiendo magia para ser como su padre. Dentro de unos meses comienza sus lecciones en la escuela de hechicería Florium.
—No es solo mover el aire, Cathanna —dijo Taris, arreglando sus brazos—. Es escucharlo. Sentirlo. Dejar que fluya a través de ti. Es tu aliado, no algo que solo usas y ya.
Cathanna arrugó el rostro, mientras Taris posicionaba sus brazos, como se describía en los libros de Elementistas de aire, que estaban encima de la mesa de piedra a unos pasos.
Su respiración era tranquila, pero dentro de su cuerpo, su corazón latía con impaciencia. Respiro con calma, sintiendo la paz fluir por sus venas, y el viento respondió. Elevó sus manos con la ayuda de Taris, y una ráfaga de aire espiral comenzó a formarse a su alrededor, levantó las hojas secas y remolinos de polvo.
—Lo estás haciendo bien, Cathanna, pero debes tener más control. No es una tormenta lo que buscas, sino precisión. Mantén la calma. Respira profundo. Nadie te está presionando.
Cathanna apretó los dientes y trató de moldear el aire. La ráfaga se suavizó, transformándose en un flujo constante que giraba como si estuviera en un baile real. Entonces, con un leve movimiento de dedos, la dirigió hacia delante, donde Taris se encontraba viendo con seriedad.
Con un chasquido de muñeca, elevo la corriente hacia arriba, antes que Taris la destruyera. Se movía con fuerza, aparentando tener vida propia. Cathanna sonrió, orgullosa de sí misma por el avance. Pensaba que no lo lograría.
—Mucho mejor, Cathanna. Pero aún falta. —Se acercó a ella—. El viento no es solo una de las fuerzas que rige al mundo, es voluntad. Cuando empieces a entenderlo como lo harías con una persona herida, no tendrás que darle órdenes. Él sabrá lo que quieres y solo lo hará.
—Lo tendré en cuenta. —Hizo una reverencia —. De verdad aprecio mucho tu ayuda, Taris. Mis inseguridades, respeto al don están desapareciendo con el paso de las semanas.
—Vamos a continuar —sonrió, dejando ver sus dientes —. Llego el momento de enseñarte Levitación.
Cathanna elevo sus cejas, sorprendida y emocionada.
—Pensé que sería en unas horas semanas.
—Considero que es un buen momento. —Avanzo a la mesa con ella detrás —. Podrías unir las dos técnicas. Eso te hará poderosa en caso de caídas, y por supuesto, ataques.
Cathanna se sentó frente a ella, tomando uno de los libros que le brindo, los cuales tenían bocetos de las técnicas, junto a su historia. Taris comenzó la explicación, y aunque al principio fue difícil, poco a poco logro entender.