En un matrimonio desgastado por el machismo y la intromisión de su suegra, Lara Herrera vive atrapada entre el amor que alguna vez sintió por Orlando Montes y la amargura de los años. Su hija Rashel, una niña de seis años, es su único rayo de luz en un hogar lleno de tensiones. Pero todo cambia trágicamente cuando un descuido termina en la pérdida de Rashel, una tragedia que lleva a Lara a enfrentarse a su dolor, su culpa y a la decisión de romper con una vida de sufrimiento para buscar su redención y sanar sus heridas.
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Amargura y desolación.
El lunes por la mañana llegó con un cielo gris y nublado que reflejaba el ánimo de Lara. Los días habían pasado lentamente desde aquel sábado, pero el dolor y la humillación seguían frescos en su mente y en su cuerpo. Su mejilla aún mostraba un leve moretón, y aunque lo cubría con maquillaje, no podía ocultárselo a sí misma. En su interior, una voz que había aprendido a ignorar durante años comenzaba a gritar con fuerza.
Se levantó temprano para preparar el desayuno y alistar a Rashel para la escuela. La pequeña, con sus trenzas recién hechas y su uniforme impecable, mantenía una sonrisa inocente, pero sus ojos la traicionaban. Había algo diferente en ella: una mirada que Lara reconoció como miedo.
—¿Dormiste bien, mi amor? preguntó Lara mientras le servía un vaso de leche.
Rashel asintió con la cabeza, pero no respondió. Masticaba su pan tostado en silencio, mirando fijamente la mesa. Lara se arrodilló junto a ella y le acarició el rostro con suavidad.
—Rashel, ¿estás bien? ¿Pasa algo que quieras contarme?
La niña levantó la vista, y por un momento pareció que iba a hablar, pero luego negó con la cabeza.
—No, mamá. Todo está bien.
Lara supo que no era cierto, pero no quiso presionarla.
Orlando, por su parte, salió de la habitación con su habitual semblante frío. Ni siquiera miró a Lara mientras tomaba una taza de café y se dirigía hacia la puerta.
—Voy a llegar tarde esta noche. Tengo mucho trabajo dijo sin emoción, como si estuviera informando a una desconocida.
—Está bien respondió Lara, aunque sabía que no era cierto. Las veces que Orlando decía esas palabras, solía regresar a casa con olor a alcohol y perfume barato.
Cuando se cerró la puerta detrás de él, la tensión en la casa pareció disiparse un poco. Lara se dio cuenta de que ese era el único momento del día en el que podía respirar con tranquilidad: cuando Orlando no estaba.
Después de dejar a Rashel en la escuela, Lara caminó lentamente hacia el mercado. La rutina diaria la mantenía ocupada, pero en su mente no dejaba de darle vueltas a la misma pregunta: ¿Cuánto tiempo más podré soportar esto?
Al pasar frente a un pequeño parque, vio a un grupo de madres sentadas en una banca, riendo y conversando mientras sus hijos jugaban. Lara se detuvo un momento para observarlas. Parecían felices, ligeras, libres de las cadenas invisibles que la aprisionaban a ella. Una punzada de envidia le atravesó el pecho, pero también algo más: anhelo.
—¿Y si pudiera tener eso? susurró para sí misma, dejando que la pregunta flotara en el aire.
Al regresar a casa, la encontró en completo silencio. Ese silencio, que antes le resultaba reconfortante, ahora era opresivo. Se sentó en el borde de la cama y miró su reflejo en el espejo del tocador.
—¿En qué me he convertido? preguntó en voz alta, esperando una respuesta que nunca llegaría.
Recordó su juventud, los sueños que alguna vez tuvo, y cómo todo había cambiado cuando conoció a Orlando. En ese momento, lo había visto como el hombre que le daría estabilidad y amor, pero ahora se daba cuenta de que había confundido seguridad con control.
Mientras acariciaba la marca en su mejilla, un pensamiento inquietante cruzó por su mente: Si no hago algo, Rashel crecerá creyendo que esto es normal.
Cuando llegó la hora de recoger a su hija de la escuela, Lara sintió un renovado sentido de propósito. Estaba decidida a hacer algo, aunque aún no sabía qué. Mientras esperaban juntas el autobús, Rashel la miró de reojo.
—Mamá, ¿por qué a veces estás triste? preguntó la niña de repente.
Lara se quedó sin palabras.
—No estoy triste, mi amor. Es solo que… hay días difíciles.
Rashel frunció el ceño, como si no estuviera del todo convencida, pero no insistió. En su pequeña mente, había comenzado a atar cabos, aunque no entendía completamente lo que ocurría.
Esa noche, Orlando llegó tarde, como lo había advertido. Su camisa estaba arrugada, y su aliento confirmaba las sospechas de Lara. Él se dejó caer en el sofá sin dirigirle una sola palabra, encendiendo la televisión como si el resto de la casa no existiera.
Lara lo observó desde la cocina, sintiendo una mezcla de rabia e impotencia. Pero esta vez, esa rabia no la paralizó. Algo dentro de ella había cambiado.
Se dirigió al cuarto de Rashel para asegurarse de que la niña estuviera dormida. La encontró abrazando su osito de peluche, con una expresión de paz que contrastaba con la tormenta en el resto de la casa. Lara se inclinó y la besó en la frente.
—Te prometo que todo va a estar bien, mi amor susurró.
Al cerrar la puerta del cuarto, Lara tomó una decisión. Sabía que no sería fácil, pero había llegado el momento de recuperar el control de su vida, no solo por ella, sino por Rashel.
felicitaciones autora!!!
Me conmovió hasta las lágrimas, la sentí, la viví y sin dudas la disfruté ... Gracias por compartirla...
FELICITACIONES 👏👏👏👏