En el imponente Castillo de Lysandre, Elaria, una joven reina de 20 años, gobierna con determinación desde que la tragedia golpeó su familia. Tras la inesperada muerte de su madre años atrás, Elaria asumió el trono bajo la tutela de su padre, el rey Aldred. Aunque ha demostrado ser una líder firme y justa, su vida ha estado rodeada de aislamiento y deberes, lejos de los ojos curiosos del reino. Todo cambia cuando el rey decide abrir las puertas del castillo para un gran baile, invitando a familias nobles y plebeyas a una noche de celebración. Lo que parece un intento de reconciliarse con su pueblo pronto se convierte en caos, pues un grupo de infiltrados entra al castillo con la intención de robar las joyas de la corona. En medio de la confusión, Elaria se encuentra cara a cara con uno de los ladrones: un joven atractivo y enigmático cuyos ojos parecen revelar más secretos que intenciones maliciosas. Aunque debería detenerlo, algo en ella no lo hace.
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Capítulo 4
La oscuridad de mi habitación parecía más densa, como si supiera que algo inusual estaba ocurriendo. Al verlo salir de las sombras, mis pensamientos se agolparon con una mezcla de sorpresa, temor y... algo más que no quería admitir.
—¿Qué haces aquí todavía? —pregunté, intentando que mi voz sonara firme, aunque mi corazón latía como un tambor.
Él me lanzó una mirada frustrada, como si mi pregunta lo hubiera irritado.
—¿Por qué me diste la corona? —espetó, su voz más baja, pero llena de una extraña intensidad.
—No lo sé —respondí en un susurro, desviando la mirada.
—¿No lo sabes? —repitió, incrédulo. Sus ojos me examinaban, buscando una respuesta que yo misma no entendía.
Hice una pausa antes de preguntar, sintiendo que el aire entre nosotros se cargaba de tensión.
—¿Dónde está ahora?
—Mis compañeros ya se la llevaron —respondió, cruzando los brazos.
—¿Entonces qué haces aquí aún? —repliqué, dando un paso hacia él, incapaz de contener mi propia confusión.
Se acercó un poco más, y en su mirada había algo indescifrable, algo que me hizo contener el aliento.
—Vine por ti —dijo, como si fuera lo más natural del mundo.
Lo miré fijamente, sorprendida, antes de soltar una carcajada incrédula.
—Estás loco —respondí, intentando recuperar el control de la situación—. Mi padre me mataría. Además... ni siquiera te conozco.
Su sonrisa se curvó ligeramente, pero no se apartó.
—O sea, que si no fuera por tu padre, ¿sí te irías conmigo?
Negué rápidamente con la cabeza, sintiendo que sus palabras me acorralaban.
—No.
—Escuché un "no" —dijo, pero su tono y esa chispa traviesa en su mirada sugerían que no me creía del todo.
Antes de que pudiera replicar, me tomó de la cintura con una firmeza que me hizo retroceder un paso instintivamente.
—Oye, suéltame —dije, apartándolo con ambas manos. Mi rostro se encendió, tanto por el atrevimiento como por la cercanía.
—¿Qué pasa? —preguntó, su voz cargada de esa arrogancia que parecía formar parte de él.
Lo fulminé con la mirada, cruzándome de brazos.
—¿No sabes que todo eso va en contra de la realeza? —dije, intentando mantener mi tono autoritario—. Me has besado, y eso no se permite hasta que las personas están casadas. Y ahora me tocas como si fuera... como si fuera una prostituta.
Esperé que mis palabras lo desarmaran, que al menos mostrara un atisbo de arrepentimiento. Pero en lugar de eso, sonrió.
—Y aun así, te gusta.
Lo miré, atónita, sintiendo cómo mi rostro se encendía aún más.
—No te atrevas... —comencé, pero las palabras se quedaron en mi garganta, incapaz de encontrar una respuesta que lo desmintiera por completo.
Su sonrisa no desapareció, y sus ojos se clavaron en los míos, como si estuviera seguro de haber ganado.
—Por eso sigo aquí —dijo, dando un paso atrás con una tranquilidad exasperante—. Porque sé que regresaré por ti.
Me quedé inmóvil mientras él se deslizaba hacia la ventana, su silueta perdiéndose en la oscuridad. Por más que intentara negarlo, sus palabras se quedaron en mi mente, haciéndome cuestionar cosas que jamás pensé que haría.
El silencio volvió a apoderarse de la habitación tras su partida. Me quedé inmóvil frente a la ventana, con la mirada fija en la oscuridad, como si pudiera verlo desaparecer entre las sombras. Mi pecho subía y bajaba rápidamente, como si hubiera corrido un maratón, pero en realidad era el torbellino de emociones lo que me agotaba.
"¿Qué acaba de pasar?" pensé, llevándome una mano a la cintura donde aún podía sentir el calor de su toque.
Me giré y me acerqué al tocador, apoyando ambas manos sobre él mientras me miraba en el espejo. Mi reflejo mostraba un rostro confuso, con las mejillas aún sonrojadas y los labios ligeramente entreabiertos.
"Te gusta."
Su voz resonaba en mi mente como un eco que no podía callar. Negué con la cabeza, furiosa conmigo misma.
—No es verdad —murmuré, como si decirlo en voz alta pudiera hacerlo real.
Unos golpes suaves en la puerta me sobresaltaron, haciéndome girar rápidamente.
—Hija, ¿puedo pasar? —Era la voz de mi padre, firme, pero preocupada.
Me apresuré a recomponerme, ajustándome el vestido y asegurándome de que mi expresión no mostrara nada fuera de lo común.
—Sí, padre —respondí, tomando asiento en el borde de la cama.
La puerta se abrió lentamente, y mi padre entró con su porte habitual, esa mezcla de autoridad y protección que siempre lo caracterizaba. Su mirada recorrió la habitación como si buscara algo, o a alguien.
—¿Estás bien? —preguntó, acercándose.
—Sí, estoy bien —mentí, con una sonrisa que no llegó a mis ojos.
Él se sentó a mi lado, algo que rara vez hacía, y suspiró.
—Ya escapó de verdad, revisamos en todo el castillo.—dijo, cruzando los brazos—. Pero te prometo que no descansaremos hasta atraparlo.
Asentí, sin atreverme a mirarlo directamente.
—Gracias, padre.
Me observó en silencio, como si intentara leer algo en mi rostro.
—¿Por qué siento que hay algo más que no me estás contando?
Mi corazón dio un vuelco, pero mantuve la compostura.
—No hay nada más. Fue una noche aterrorizada, y estoy cansada.
Pareció aceptar mi respuesta, aunque no parecía completamente convencido.
—Descansa, hija. Mañana hablaremos más.
Se levantó y se dirigió hacia la puerta. Justo antes de salir, se giró una última vez.
—Ah, y mantén la puerta cerrada esta noche. No quiero más sorpresas.
—Sí, padre. —Asentí rápidamente, sintiendo cómo el calor subía a mis mejillas.
Cuando se fue, me recosté en la cama y cerré los ojos, intentando ordenar mis pensamientos. Pero cada vez que lo hacía, la imagen de esos ojos intensos y esa sonrisa burlona regresaban a mi mente, más claros que nunca.
"¿Por qué estoy pensando en él? ¿Por qué no puedo olvidarlo?"
Esa noche, aunque mi habitación estaba en calma, mi mente era un completo caos.
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