El misterio y el esfuerzo por recordar lo que un día fué, es el impulso de vencer las contradicciones. La historia muestra el progreso en la relación entre Gabriel y Claudia, profundizando en sus emociones, temores y la forma en que ambos se conectan a través de sus vulnerabilidades. También resalta la importancia de la terapia y la comunicación, y cómo, a través de su relación, ambos están aprendiendo a reescribir sus vidas.
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TEPT.
Claudia retrocedió un paso, el aire se volvió espeso, cargado de tensión. La figura borrosa, casi etérea, permanecía inmóvil en la oscuridad, pero su presencia la envolvía, como una sombra persistente de su pasado. El terror comenzó a reptar por su cuerpo, paralizando sus músculos mientras su mente se ahogaba en recuerdos que había intentado enterrar.
El pánico la asaltó. Sintió que su respiración se volvía entrecortada, como si el aire le faltara. Las imágenes del accidente regresaron con fuerza. El coche derrapando en la carretera, los gritos de su hermana y el ruido seco del impacto. Todo había ocurrido en un abrir y cerrar de ojos, pero para Claudia, aquel instante seguía repitiéndose en bucles interminables, una y otra vez, cada noche en sus sueños.
El trastorno de estrés postraumático (TEPT) había marcado cada aspecto de su vida desde ese día. El miedo de volver a enfrentarse a su hermana, incluso en esa versión espectral, hizo que su cuerpo reaccionara como si estuviera en peligro real. Sus manos temblaron, y el sudor frío corría por su espalda. La vela oscilaba, su luz vacilante proyectaba sombras distorsionadas en las paredes. No puede ser real, se dijo, pero su mente no obedecía a la lógica. Cada fibra de su ser le gritaba que huya, pero sus pies estaban anclados en el suelo.
—No… no puede ser…—murmuró, apenas capaz de pronunciar las palabras.
El rostro de su hermana comenzó a tomar forma entre las sombras. No era el mismo rostro que recordaba en vida. Este estaba manchado de tristeza, de una oscuridad que la asfixiaba. El remordimiento que Claudia había cargado todos esos años, la culpa por no haber hecho más, por no haber sido capaz de salvarla, la consumía desde adentro. Su mente, ya frágil, se quebraba bajo el peso de esos sentimientos. Un dolor punzante se instaló en su pecho. El ataque de pánico se desataba.
Luchando por recuperar el control, Claudia apretó los ojos, tratando de respirar profundo, pero cada inhalación parecía insuficiente. Su terapeuta le había enseñado técnicas de respiración, pero en ese momento, nada parecía funcionar. El miedo a que su hermana la culpara desde el más allá era insoportable. Y lo peor era que, en el fondo, Claudia también se culpaba. No había superado esa culpa. No había podido perdonarse.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó en un susurro entrecortado.
La figura se desvaneció lentamente, dejándola sola con la oscuridad y el eco de sus propios pensamientos.
**
Horas más tarde, Claudia estaba sentada en la cocina, su cuerpo aún temblando ligeramente. Había logrado salir del sótano, pero el peso de la experiencia seguía oprimiéndola. Se sentía vacía, como si su energía vital hubiera sido drenada. Un vaso de agua entre sus manos temblorosas apenas la anclaba a la realidad. Se preguntaba si todo había sido una alucinación. Sus episodios de ansiedad y el estrés no tratado a menudo la hacían perder el contacto con la realidad, pero nunca había experimentado algo tan real.
La llegada de Gabriel, su enigmático vecino, rompió el silencio. Él entró en la cocina sin previo aviso, con su usual aire distante. Claudia no se sorprendió; en el corto tiempo que había vivido en la mansión, Gabriel parecía moverse como un espectro más en la casa, apareciendo en los momentos más inesperados.
—Te vi bajar al sótano, —dijo con su voz grave, observándola con una intensidad que la hizo sentirse desnuda. Sus ojos, oscuros y misteriosos, parecían atravesarla, como si pudiera ver los demonios que la acosaban por dentro.
Claudia levantó la vista hacia él, intentando recuperar la compostura. No quería que Gabriel la viera en ese estado vulnerable, pero la angustia estaba escrita en su rostro. Gabriel se sentó frente a ella, sin apartar la mirada. Sus propias cicatrices emocionales eran evidentes, aunque él siempre intentaba ocultarlas tras una máscara de frialdad. Había algo en su mirada que sugería que entendía, que podía ver más allá de las palabras.
—¿Qué viste ahí abajo? —preguntó, y su tono dejaba entrever que él ya sabía algo, que no era la primera vez que alguien tenía una experiencia extraña en esa casa.
Claudia tragó saliva, pero no respondió de inmediato. La duda se apoderó de ella. ¿Podía confiar en él? Sabía que Gabriel guardaba secretos, y aunque había una atracción innegable entre ellos, la desconfianza que sentía era igual de fuerte. Él era un hombre quebrado por su propio pasado, y aunque nunca había hablado abiertamente de ello, Claudia intuía que compartían algo en común: ambos estaban atrapados en sus propios infiernos personales.
—Mi hermana… —murmuró finalmente, su voz apenas audible—. La vi.
Los ojos de Gabriel se estrecharon ligeramente, pero no parecía sorprendido. En cambio, su mirada se suavizó un poco, y por un instante, Claudia percibió una especie de entendimiento silencioso.
—Esta casa… —comenzó él, su voz grave y baja—. Tiene una manera de sacar lo que escondemos más profundo dentro de nosotros.
Claudia lo observó atentamente, buscando alguna pista en su rostro. Gabriel había sido siempre reservado, pero en ese momento parecía estar a punto de abrirse.
—Tú también… —comenzó ella, midiendo sus palabras—. ¿Has visto algo?
Un silencio tenso se instaló entre ellos. Gabriel desvió la mirada hacia la ventana, donde la lluvia comenzaba a caer pesadamente. Tras unos segundos, asintió levemente, pero no dio detalles.
—Todos tenemos fantasmas, Claudia. —Fue todo lo que dijo antes de ponerse en pie.
Claudia se quedó inmóvil, preguntándose cuánto de lo que Gabriel decía era verdad, y cuánto de lo que no decía estaba enterrado tan profundamente como sus propios miedos.