CICATRICES DEL ALMA.
El sonido de la lluvia golpeaba las ventanas del coche mientras avanzaba por el camino sinuoso que llevaba a la mansión. Los árboles, altos y sombríos, se alineaban a los costados del sendero, sus ramas desnudas extendiéndose como dedos esqueléticos hacia el cielo gris. Claudia ajustó el retrovisor, observando su reflejo por un instante. El cansancio se había instalado en su rostro, pero lo que más resaltaba eran las cicatrices invisibles que llevaba en su interior, esas que la habían acompañado desde el día en que su mundo se desmoronó.
La mansión apareció entre la niebla, una estructura imponente que se erguía con un aire de abandono. Las ventanas oscuras eran como ojos vacíos que la observaban desde lo alto. La casa había pertenecido a su abuela, una mujer que Claudia apenas recordaba, pero de la que había heredado mucho más que este lugar: una historia llena de secretos que estaban por desenterrarse.
Detuvo el coche frente a la puerta principal y respiró hondo. Había pasado tanto tiempo huyendo de su pasado, intentando enterrar los recuerdos, pero aquí, en esta casa, todo parecía a punto de resurgir. ¿Había sido un error venir aquí? Quizá. Pero algo dentro de ella, una necesidad silenciosa de encontrar respuestas, la había traído hasta este punto.
Al abrir la puerta, un aire frío y denso la envolvió. El olor a madera vieja y humedad invadió sus sentidos. A pesar del evidente abandono, había algo en la casa que parecía... vivo. Las paredes susurraban historias que ella aún no comprendía, pero que pronto empezarían a revelarse.
Mientras recorría el vestíbulo, las sombras parecían alargarse a su alrededor. Cerró los ojos por un momento, intentando acallar el ruido en su mente. Sabía que, más allá de los fantasmas que pudiera encontrar en esta casa, los más aterradores estaban dentro de ella.
Con un suspiro, encendió las luces y se preparó para desenterrar lo que la había llevado hasta allí.
Claudia dejó sus maletas en el suelo, pero su mirada permaneció fija en el gran ventanal del vestíbulo. Desde allí, se divisaba el bosque que rodeaba la mansión, una marea oscura de árboles agitados por el viento. Una sensación de aislamiento la invadió, pero no de una forma desconocida. Estaba acostumbrada a esa soledad. Había aprendido a vivir con ella.
Decidió explorar la casa antes de instalarse. Cada paso resonaba en el suelo de madera, y el eco le daba la impresión de que no estaba sola. Las habitaciones, aunque vacías, estaban cargadas de una energía inquietante. Cada mueble cubierto por sábanas parecía contener historias que se negaban a ser contadas. Las paredes, desgastadas por el tiempo, habían sido testigos de secretos mucho más oscuros de lo que ella podía imaginar.
Entró en lo que parecía ser el salón principal, una habitación amplia y sombría, dominada por una chimenea de piedra ennegrecida. Sobre la repisa, un reloj antiguo descansaba en silencio, detenido en una hora indescifrable. Claudia no pudo evitar sentir una punzada de curiosidad y nostalgia al verlo. Recordaba ese reloj de su infancia, cuando su abuela solía sentarse junto a la chimenea, mirándolo como si esperara que el tiempo volviera atrás.
Se acercó al reloj, pasando los dedos sobre la madera desgastada. Un escalofrío recorrió su espalda, y por un segundo, sintió que alguien la observaba. Se giró bruscamente, pero la habitación seguía vacía. Su respiración se aceleró, y una sensación familiar de ansiedad comenzó a apoderarse de ella. Cerró los ojos y apretó los puños, intentando calmar su mente. “Solo estás cansada”, se dijo a sí misma. Pero la mansión parecía querer decirle algo, algo que estaba enterrado en sus paredes.
Un sonido suave, casi imperceptible, la sacó de sus pensamientos. Venía de la planta superior. Claudia se quedó inmóvil, escuchando con atención. El sonido se repitió: un crujido, como si alguien caminara lentamente por el piso de arriba. Su corazón latía con fuerza. No había nadie más en la casa, o al menos eso creía. Agarró una vela de la chimenea, encendiéndola con las manos temblorosas, y subió las escaleras.
Cada escalón crujía bajo su peso, amplificando el silencio. Al llegar al pasillo superior, notó que la puerta de una de las habitaciones estaba entreabierta. Una corriente de aire frío se escapaba de su interior. Claudia avanzó despacio, sosteniendo la vela frente a ella. La luz temblorosa apenas iluminaba el camino.
Empujó la puerta con suavidad, revelando un dormitorio antiguo. Las cortinas raídas se mecían ligeramente con la brisa, y una silla junto a la ventana se balanceaba levemente, como si alguien acabara de levantarse de ella. El aire se sentía pesado, denso, como si la habitación misma respirara. El instinto le gritaba que saliera corriendo, pero algo la mantenía allí, inmóvil, observando.
De repente, un susurro. Su nombre, pronunciado con suavidad, apenas un murmullo en el viento. “Claudia…” La vela titiló, y su corazón se detuvo por un segundo. Volvió a escuchar, pero esta vez solo reinaba el silencio. Retrocedió lentamente, sin apartar la vista de la silla que seguía meciéndose. Cerró la puerta tras de sí con el corazón martilleando en su pecho.
De vuelta en el vestíbulo, trató de tranquilizarse. No podía negar lo que había escuchado. Algo, o alguien, estaba en esa casa. Y no importaba cuánto quisiera ignorarlo, no estaba allí por casualidad.
La mansión había esperado su llegada.
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