Marina Holler era terrible como ama de llaves de la hacienda Belluci. Tanto que se enfrentaba a ser despedida tras solo dos semanas. Desesperada por mantener su empleo, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para convencer a su guapo jefe de que le diera otra oportunidad. Alessandro Belluci no podía creer que su nueva ama de llaves fuera tan inepta. Tenía que irse, y rápido. Pero despedir a la bella Marina, que tenía a su cargo a dos niños, arruinaría su reputación. Así que Alessandro decidió instalarla al alcance de sus ojos, y tal vez de sus manos…
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Capítulo 7
–Soy Marina Holler –alzó la barbilla e intentó aparentar cierta calma–. Su nueva ama de llaves, señor Belluci. Lo siento, no lo esperábamos –se disculpó con rigidez.
Él miró los confusos ojos azules y luego bajó la mirada a la mano que le ofrecía. La ignoró.
–Yo diría que es mi ex ama de llaves. Puede que haya conseguido embaucar a Lewis...
–¡No he embaucado a nadie! –replicó Marina con enfado, atónita por el insulto.
–Entonces, solo puedo suponer que se acuesta con él, porque no se me ocurre otra razón por la que Lewis pudiera haber contratado a alguien tan inadecuado para este puesto. Y no pierda el tiempo agitando las pestañas, porque no soy Lewis. Disfruto con un buen cuerpo y... –escrutó su rostro con cinismo– una cara medianamente bonita, pero en lo que respecta a mis empleados prefiero marcar bien los límites. Evita pérdidas de tiempo, confusiones y litigios.
Marina ya lo odiaba a mitad de su discurso. Sus ojos azules se ensancharon con horror al ver que se iba. Atenazada por el pánico, corrió hacia él y agarró su brazo.
–¡No puede despedirme!
Él arqueó una ceja y miró su mano.
Marina lo soltó y se mordió el labio inferior.
–Es decir, claro que puede, pero no lo haga... –tragó saliva. Incapaz de enfrentarse a su mirada, bajó la cabeza–. Por favor –añadió con un deje desesperado en el tono de su voz.
Había veces en las que una persona tenía que tragarse el orgullo y esa era una de ellas. Si hubiera estado sola, le habría dicho dónde podía meterse su maldito empleo. De hecho, si estuviera sola, ni siquiera estaría haciendo ese trabajo.
Pero ya no lo estaba. Incluso si pudiera encontrar algún empleo en la localidad, que permitiera a los gemelos seguir asistiendo al mismo colegio, Marina no podría pagar un alquiler en la zona. Y cualquier banco se habría reído de ella si pretendiera comprar una vivienda.
Los precios estaban inflados porque muchos ricos se habían trasladado a la zona por la buena reputación de la escuela estatal. Loren y David siempre habían bromeado sobre la fortuna que valía su adorable casita con techo de paja; por desgracia, los deudores de su cuñado se la habían quedado junto con todo lo demás.
–Necesito este empleo, señor Belluci –dijo ella, retorciéndose las manos con ansiedad ante la idea de quedarse sin empleo y sin casa.
Él la miró sin la menor compasión.
–Tendría que haber pensando en eso antes de convertir mi hogar en un circo. A no ser que todo esto sea culpa de otra persona...
Marina ni siquiera se planteó escurrir el bulto. «Tú te has metido en esto, Marina, ahora tendrás que salir: arrástrate, suplica, o lo que haga falta».
–No, soy la única responsable.
–¿Y ni siquiera va a compartir los beneficios de este pequeño negocio?
–¿Me está llamando...? –Marina controló su enfado y bajó la cabeza–. No gano dinero con esto. ¡Nadie lo hace!
–¿No? –él arqueó una ceja escéptica.
–Todo el dinero es para una buena causa.
–Por favor, ahórrese el melodrama. Los he oído todos. Y no malgaste el aliento apelando a mi espíritu comunitario. No tengo.
Marina, pensando que tampoco tenía corazón, intentó mantener bajo control la desesperación y el pánico que la atenazaban.
–Sé que he sobrepasado los límites de mi autoridad, pero no pensé que un desayuno benéfico pudiera hacer daño a nadie.
–¿Un desayuno? –las cejas negras casi alcanzaron la verticalidad.
–Lo sé. Se me fue de las manos –admitió, roja como la grana–. Pero estaban tan entusiasmados y... –alzó los ojos, suplicante– la causa era tan buena que me resultaba difícil decir que no.
–Siempre es por una buena causa –farfulló, irritado. Si esa mujer creía que iba a reaccionar a una combinación de chantaje emocional y enormes ojos azules, estaba muy equivocada.
Marina tuvo que morderse el labio para no reaccionar. Si quería humildad, la tendría.
–No lo esperábamos.
–He sido un desconsiderado por no anunciar mi llegada –el sarcasmo de su voz hizo que ella enrojeciera aún más–. ¿Qué parte de su papel como responsable del buen funcionamiento de esta propiedad creía estar cumpliendo cuando la convirtió en una feria barata?
–Pensé... bueno, la verdad... Ya he dicho que se me fue de las manos, pero usted no suele estar.
–Así que se trataba de aprovechar mi ausencia. Curiosa forma de justificarse, señorita Holler.
–Necesito este empleo –no le gustaba suplicar, pero no tenía otra opción–. De verdad. Si me da otra oportunidad, no se arrepentirá.
–Como he dicho, eso tendría que haberlo pensado antes –encogió los anchos hombros. Tras estudiar el pálido rostro, sintió un pinchazo de algo parecido a la compasión–. ¿Tiene experiencia como ama de llaves?
–No –admitió ella, incapaz de mentir.
–Creo que sería mejor no indagar en por qué a mi secretario le pareció bien ofrecerle el empleo.
–Sabía que lo necesitaba.
La respuesta provocó una risa seca e incrédula. De hecho, sintió pena por su secretario. Si su actuación en la entrevista había sido tan buena como la que le estaba dando a él, no le habría sorprendido que le ofreciera más que un empleo.
Iba a tener más que palabras con Lewis.
–Si falta algo valioso cuando haga inventario, tendrá noticias mías. Cuento con que haya dejado su apartamento mañana a mediodía.
Marina dejó escapar una risita histérica. Aparte de ponerse de rodillas, que podría hacerle gracia sin cambiar su opinión, no sabía que hacer. No tenía destrezas, nada que ofrecer. Lo desesperado de su situación cayó sobre ella como un nubarrón. Su única opción era apelar a la caridad de sus amistades. Decidió hacer un último intento.
–Por favor, señor Belluci.
–Sus lágrimas son muy emotivas, pero no las desperdicie conmigo –apretó los labios.
Ella lo miró con ojos húmedos. Sin nada que perder, podía decirle lo que pensaba en realidad
–¡Es usted un monstruo!
Él se encogió de hombros. A su modo de ver, mejor ser un monstruo que un estúpido.
Marina, con la cabeza bien alta, fue hacia la puerta. Estaba tan cegada por las lágrimas que casi chocó con el párroco.
–¡Vaya! –exclamó él, poniéndole las manos sobre los hombros para equilibrarla–. Marina, querida, te estábamos buscando –se volvía para incluir en la conversación a la mujer que estaba a su lado con una niña en silla de ruedas cuando vio a Alessandro . Su rostro bonachón esbozó una amplia sonrisa al reconocerlo.
–Señor Belluci, no sabría cómo expresar lo agradecidos que estamos todos nosotros.
Alessandro que había visto al hombre en otra ocasión, aceptó su gratitud ladeando la cabeza.
–¿Han acabado ya con el nuevo tejado?
–¿El nuevo tejado? O, sí, eso es maravilloso, pero me refiero a lo de hoy. Reconforta el corazón ver a toda la comunidad unida por una causa.
Marina, mientras observaba al odioso millonario ocultar su confusión tras una máscara de arrogancia, pensó que él no tenía corazón. Tal vez no fuera una máscara, sino su ser real: frío, cruel, vengativo y odioso.
–Señor Belluci, gracias. Anna, este es el señor Belluci, cielo. Ven a darle las gracias.
Sorprendido por el abrazo de la llorosa mujer, Alessandro se quedó rígido, con los brazos caídos. Sin percibir su incomodidad, Cleo, sollozando sobre su pecho, le dijo lo maravilloso que era…