Katerina murió por salvar a una joven. No esperaba despertar en una historia que no era suya... con un destino aún más cruel.
Cuando abre los ojos, ya no está en su mundo. Ha reencarnado como Avery, una noble ignorada por su padre, despreciada por su hermana y condenada a morir junto a su madre en una historia que no escribió. Pero Katerina conoce ese final: lo leyó. Sabe quién mata, quién sobrevive… y quién sufre en silencio.
Solo que esta vez, ella no va a permitirlo.
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Capítulo 10
—Bueno, Nora, nos retiramos. Por favor, ve a comprar comida, y apenas tenga novedades me comunicaré contigo.
—Gracias, señorita Avery. No sabe cuánto necesitaba su ayuda. Muchas gracias.
Le dedico una sonrisa y nos preparamos para irnos.
De vuelta al mercado, centro mi atención en el tipo de comercio que predomina. Tal como imaginé. La pregunta es: ¿qué negocio podría establecer aquí? Algo innovador, diferente… llamativo.
De pronto siento la garganta seca. Conozco bien esta sensación.
¡Qué ganas de una cerveza!
¿En este mundo beberán alcohol? ¿O será más común el vino?
—Fania, ¿existe algo así como un bar o una cantina?
—¿Bar? No sé a qué se refiere, señorita... digo, Avery.
Me acerco a ella y le susurro al oído:
—Un lugar donde se pueda beber licor.
—¡Ah! —asintió con una sonrisa—. Sí, claro, pero… usted no bebe.
Le resto importancia con un gesto de la mano.
—Descuida... la vida es una sola, Fania. Hay que vivirla sin arrepentimientos.
La castaña mira a Eliana con asombro. Sin embargo, mi madre se encoge de hombros y dice:
—Espero que sepas lo que estás haciendo.
—Por supuesto, madre. Tranquilas.
—¿Quieres ir donde van los nobles o a un sitio más discreto?
—A donde no nos topemos con la nobleza. Estoy cansada de tanta chusma con joyas.
Fania frunce el ceño, pero entrelaza su brazo con el mío y comenzamos a caminar.
Doblamos por una calle, luego otra. Callejones desolados y oscuros.
Finalmente, tras varios minutos, nos detenemos frente a una puerta de madera envejecida.
—¿Es este el lugar? —pregunto, confundida. Imaginé algo más vistoso.
—Sí. Es una taberna. La más concurrida de este lado de la ciudad.
Asiento y avanzo para golpear. En menos de un minuto, la puerta se abre. Un chico enorme, con cara de highlander, nos observa de pies a cabeza. Fiero… pero guapo, el condenado.
—¿Qué necesitan?
—Entrar. Queremos entrar.
Sus cejas se alzan. Se ríe a carcajadas, sosteniéndose la barriga con las manos.
—¿Qué harían unas mujercitas nobles como ustedes en una taberna como esta?
Posiciono mis brazos en jarra a los costados.
—Beber. ¿Hay algún problema con eso? Tengo la edad suficiente y estoy en mi derecho de querer ingresar.
—La edad no importa. Me preocupa que sean mujeres y quieran entrar a un lugar lleno de hombres. ¿Creen que podrán soportarlo?
—Pruébanos —respondo, acercando mi rostro al suyo—. No somos como el resto. Somos diferentes. Muy diferentes.
Una sonrisa se dibuja en sus labios.
—De acuerdo. Entren, mis damas especiales. Pero sepan que estarán bajo su propia responsabilidad.
—¿Cuál es tu nombre?
—Liam.
—Gracias, Liam. Eres un sol.
Entro primera, seguida por mi madre y Fania.
El lugar tiene un aire rústico. Colores neutros y terrosos, paredes de piedra, una solitaria estufa de leña en un rincón. Mesas y sillas bien distribuidas entre columnas de madera. Arriba hay un segundo piso con numerosas puertas. ¿Será un espacio VIP? ¿O cuartos privados?
Me gusta… aunque las miradas de los hombres al vernos cruzar no me agradan. Lujuria, desdén, desprecio.
¡Qué se jodan! ¡Quiero una cerveza y nadie me lo va a impedir!
—Hija, mejor vámonos —susurra Eliana en mi oído.
—Solo un vaso y ya. Siéntense aquí —señalo una mesa alejada del bullicio.
No puedo evitar reír al ver sus caras de horror. Pensarán que estoy loca. Tal vez lo estoy.
Minutos después, un joven se acerca con amabilidad y pregunta qué deseamos. Pido lo que todos estén bebiendo, no importa qué sea. Fania pide agua, y mi madre, vino.
—¿De verdad, madre?
—Ay, hija, tu abuelo siempre bebía vino. No es algo desconocido para mí. Es más… ya quiero probarlo.
Fania y yo nos miramos. Estallamos en carcajadas.
—Me gusta. Me gusta que seas tú, madre. Sin restricciones, ni prejuicios.
—Gracias a ti, hija. Poco a poco… volveré a ser yo.
Nos sumimos en una conversación sobre lo que haremos cuando dejemos esta ciudad.
Nuestro pedido llega. Le doy un sorbo a mi vaso y… ¡Santo cielo! Es muy parecido a la cerveza de mi mundo, pero más oscura, con un ligero sabor a café.
—¡Me encanta! Fania, ¿quieres un poco?
—No… me da miedo que me guste y no pueda dejarla —dice, encogiéndose de hombros.
—Jajaja, eres tan tierna. Eso no pasará. Créeme, estamos muy lejos de eso.
—¿Está segura?
—Claro que sí.
—En ese caso… deme un poquito —toma el vaso y lo empina. Cierra los ojos con fuerza, como si bebiera veneno.
Muerdo mis labios para no reírme.
—Esto… ¡Esto está delicioso! —exclama sorprendida—. Pensé que sabría mal, que sería repugnante.
Ya no aguanto. Estallo en carcajadas.
—¿Y qué te hacía pensar eso?
—Los borrachos. Siempre olían a excremento. Apestaban a descomposición.
—Eso es porque están intoxicados. Pero eso no pasará con nosotras si bebemos con responsabilidad. ¿Quieres uno?
Ella asiente, sonriente.
Levanto la mano y el muchacho regresa. Pido una ronda para todas.
La atmósfera es pura alegría. Ya hemos olvidado que estamos en un lugar lleno de hombres. Incluso ellos parecen haberse olvidado de nosotras.
De pronto, oímos gritos desde el segundo piso.
Una puerta se abre de golpe. Un hombre es lanzado al pasillo, rueda por la escalera hasta estrellarse contra el suelo.
Mi madre grita de horror.
Dos sujetos lo levantan, cada uno de un brazo, mientras tres más lo golpean con furia en el estómago y el rostro.
Fania mira alrededor, esperando que alguien intervenga. Pero nadie se mueve. Están acostumbrados. No les importa.
—¡Dios mío! ¡Alguien, ayúdenlo! —grita Eliana, desesperada.
Busco a Liam con la mirada. Niega con la cabeza y la desvía.
Cobarde.
—¿Creíste que podrías robarnos en nuestras narices?
El joven sonríe con la boca ensangrentada.
—¡Ya mátame!
No. Eso fue lo peor que pudo decir.
—Primero te torturaré. Luego lanzaré tu cuerpo a los perros.
Mi madre, tan necia como valiente, corre hacia ellos.
—¡Por favor, ya no lo golpeen! ¡Le han destrozado el rostro! ¡Paren!
Sostiene el brazo de uno de los atacantes.
—¡Apártate, mujerzuela! —grita él, apartándola de un empujón y abofeteándola.