Arim Dan Kim Gwon, un poderoso CEO viudo, vive encerrado en una rutina fría desde la muerte de su esposa. Solo su pequeña hija logra arrancarle sonrisas. Todo cambia cuando, durante una visita al Acuario Nacional, ocurre un accidente que casi le arrebata lo único que ama. En el agua, un desconocido salva primero a su hija… y luego a él mismo, incapaz de nadar. Ese hombre es Dixon Ho Woo Bin, un joven biólogo marino que oculta más de lo que muestra.
Un rescate bajo el agua, una mirada cargada de algo que ninguno quiere admitir, y una atracción que ambos intentan negar. Pero el destino insiste: los cruza una y otra vez, hasta que una noche de Halloween, tras máscaras y frente al mar, sus corazones vuelven a reconocerse sin saberlo.
Arim ignora que la mujer misteriosa que lo cautiva es la misma persona que lo rescató. Dixon, por su parte, no imagina que el hombre que lo estremece es aquel al que arrancó del agua.
Ahora deberán decidir si siguen ocultándose… o si se atreven a dejar que el amor, como los latidos bajo el agua, hable por ellos.
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El almuerzo del reencuentro.
El reloj marcaba las cinco y media de la mañana. Las flores estaban intactas y la bolsa con la comida que nunca tocaron. Arim se incorporó despacio, con una sonrisa que no recordaba haber tenido desde hacía años.
Miró a Dixon, todavía dormido a su lado, con el cabello despeinado y una expresión tranquila, serena, como si el mundo entero se hubiera quedado en pausa solo para ellos. La sábana no cubría bien su trasero rosadito de tantas embestidas de horas atrás.
—Qué tonto… —murmuró con una ternura que lo sorprendió—. Mírate nada más, tan inofensivo frente a un lobo con hambre de ti y yo creyendo que ya no podía enamorarme.
Se pasó una mano por el cabello, suspirando, y giró para levantarse, pero apenas sus piés tocaron el suelo, sintió unos brazos rodeándole la cintura.
—¿A dónde crees que vas tan temprano? —preguntó Dixon con voz adormilada, abrazándolo por la espalda.
Arim se detuvo y sonrió sin mirarlo.
—Debo irme antes de que alguien entre. No quiero causarte problemas.
—Nadie llega al acuario antes de las ocho —murmuró Dixon, acercándose más, con el rostro escondido en su espalda—. Duerme un poco más. No seas terco.
Arim soltó una risa suave y se dejó caer de nuevo sobre la cama.
—Está bien… pero solo un rato.
—¿Eres tan madrugador? Oh mierda, hiciste un verdadero desastre en mi cuerpo, mira cómo terminamos. Me duele la espalda. ¿tú me limpiaste? —bromeó Dixon, trepándose encima de él entre risas.
Arim lo miró con una mezcla de amor y diversión. Sintió algo duro presionar su estómago.
—¿Piensas provocarme otra vez? No creo que tu cuerpo aguante tanta locura, así que no me tientes porque si empiezo no voy a parar y te va a doler todo, no solo tú espalda. Me costó mucho sacarte todo mi semen y creo que aún quedan residuos así que tómalo con calma o te dolerá el estómago, mi delfín travieso.
—No te estoy provocando —respondió Dixon, rozando su nariz con la de él—. Solo te estoy dando cariño… y atención. No es mi culpa que mi cuerpo reaccione con solo ver tu espalda.
Arim lo abrazó, hundiendo el rostro en su cuello.
—Cuidado con darme demasiada atención, podría acostumbrarme y no dejarte ir—susurró.
Dixon rió bajito.
—Ya es muy tarde para eso.
El silencio volvió a envolverlos, esta vez lleno de calma. Afuera, el canto de las gaviotas se mezclaba con el murmullo lejano del mar. Arim cerró los ojos y lo sostuvo más fuerte disfrutando su tranquilidad.
—Te invito a comer con Sakura más tarde —dijo con voz baja—, ella te extraña mucho.
Dixon lo miró, con el corazón latiéndole tan rápido que apenas pudo hablar.
—Entonces es un acuerdo. Sacaré tiempo a la hora del almuerzo—respondió simplemente, acariciándole la mejilla—. En la noche...¿quieres volver aquí?
Arim, sin pensarlo, lo besó otra vez, despacio, con esa mezcla de deseo y ternura que solo existe cuando dos personas se aman sin reservas. El amanecer los encontró así, entrelazados, sin pensar en el mañana, dejando que el sol los descubriera como si fueran la primera historia de amor sobre la Tierra.
Unas horas después se estaban despidiendo.
—Te veo más tarde. Te envío la dirección.
—De acuerdo ve con cuidado. Le das un abrazo y un beso a la niña.
—Lo haré. Se emocionará cuando le hable de ti.
—Eso espero porque la extraño un montón.
Se despiden con beso y un abrazo con todo el dolor de su alma.
Pasado el medio día, el sol de Tahití se movía al oeste iluminando con fuerza sobre la terraza del pequeño restaurante junto al puerto. El aire olía a mar, a pescado fresco, mariscos y a las flores que colgaban en guirnaldas sobre los ventanales. Dixon llegó con el corazón acelerado. Había recibido el mensaje de confirmación de Arim esa mañana:
> “Almuerzo a las una. Ya está todo listo. Te envío la dirección. Sakura está ansiosa por verte”
Solo eso, y ya se había pasado media mañana nervioso.
Cuando llegó, vio a Arim sentado en una mesa del fondo, con Sakura frente a él. La niña movía las piernas, impaciente, dándole golpecitos al borde de la silla. En cuanto lo vio aparecer, sus ojitos brillaron como dos faros.
—¡Dixon! —gritó levantándose de golpe—. ¡Dixon, viniste!
La mitad del restaurante se giró, pero a nadie pareció importarle. La niña corrió a abrazarlo con una fuerza que lo desarmó.
—¡Oye, pequeña! —dijo él riendo, agachándose para abrazarla—. ¿Así saludas a todos o soy especial?
—Eres especial —respondió ella, muy seria—. Papá dijo que si llegabas temprano te dejaría elegir mi postre.
Arim sonrió desde su asiento, con esa calma suya que mezclaba elegancia y picardía.
—Buenos días, Dixon. —Sus ojos se encontraron un instante y fue como si el resto del mundo se desdibujara—. ¿Te gusta tener tanto poder sobre mi hija?
—No lo niego —bromeó Dixon, sentándose frente a ellos—. Pero prometo usarlo con responsabilidad.
Sakura lo miraba como si fuera su héroe favorito. Dixon le toma la mano por debajo de la mesa a Arim y luego lo suelta lentamente y posa su atención en la niña.
—Te extrañé —le dijo sin rodeos—. ¡Hace una semana entera que no te veía!
—Sí, eso fue mucho tiempo —contestó Dixon, sonriendo—. ¿Qué tal tu nueva maestra?
Sakura se acomodó con seriedad, tomando su jugo con ambas manos.
—Es buena, pero no sabe dibujar tortugas. Yo le dije que tú sí sabes, porque hiciste una en la arena.
Arim intervino, divertido:
—También le contó que tú hablas con los delfines, Dixon.
—¿Ah, sí? —Dixon arqueó una ceja—. Entonces voy a tener que saludarlos de tu parte cuando vuelva al acuario.
—Diles que Sakura está estudiando mucho —dijo la niña con solemnidad—. Que aprendí a sumar y a restar, pero no me gustan los números grandes. Son aburridos.
Arim rió bajito.
—Ya te dije que los números son importantes, princesa.
—No tanto como los colores —replicó ella, haciendo puchero.
—Toda una actriz—intervino Dixon, alzando las manos en señal de rendición—. Estoy totalmente de acuerdo con Sakura.
Arim lo miró con los ojos entrecerrados, fingiendo indignación.
—¿Así que ahora hacen equipo contra mí?
—Depende —dijo Dixon, riendo—. ¿Hay postre para el equipo ganador?
—Traidor —susurró Arim con una sonrisa.
La comida llegó: arroz con piña, pescado a la parrilla y ensalada tropical. Sakura comía con entusiasmo mientras contaba historias sin parar: sobre una niña nueva en sus clases, sobre cómo su maestra hablaba francés con acento extraño, sobre el gato del vecino que la seguía hasta la playa.
Dixon escuchaba encantado, y Arim lo miraba más que a su plato. Cada vez que Dixon reía, el corazón de Arim parecía apretarse un poco más.
—¿Y tú, Dixon? —preguntó Sakura entre bocados—. ¿Qué hiciste esta semana?
—Trabajar mucho, y pensar en ti —respondió él con ternura—. Los delfines también te extrañaron, ¿sabes?
—¿En serio? —sus ojitos se abrieron con asombro—. ¿Me recuerdan?
—Claro que sí. Preguntaban por la niña que les hacía burbujas.
Sakura sonrió tan grande que casi se le cayó el tenedor.
—¡Papá! ¡Quiero ir a verlos otra vez!
Arim asintió.
—Pronto, Sakura. Prometo llevarte.
—¿De verdad? —preguntó ella.
—De verdad —confirmó Arim, lanzando una mirada cómplice a Dixon.
El almuerzo se llenó de risas, anécdotas y pequeñas bromas. Dixon se sentía extrañamente completo, como si encajara en ese lugar, en esa mesa, entre padre e hija. Era una sensación nueva, cálida, casi peligrosa.
Cuando el reloj marcó las dos y media, el restaurante empezó a llenarse más. Gente entrando, camareros apurados, niños corriendo entre las mesas. Arim revisó su reloj y suspiró.
—Tenemos que irnos, princesa. Papá tiene una reunión en media hora.
Sakura frunció los labios.
—Pero quiero quedarme con Dixon.
—Ya habrá otro día —dijo Arim, levantándose y poniéndole el sombrero—. No te pongas triste.
La niña bajó la cabeza un segundo, pero Dixon se agachó y le susurró:
—Prometo que te enseñaré a hablar con los delfines cuando vengas al acuario, ¿trato hecho?
Sakura levantó la vista, encantada.
—¡Trato hecho! —dijo, y le dio un abrazo enorme que casi lo tira al suelo.
Arim observó la escena con una sonrisa tranquila. Cuando la niña se separó, él extendió una mano hacia Dixon. No dijo nada. No podía, no debía. Pero su gesto bastó.
Entre la multitud, los dos hombres se miraron un instante. Dixon entrelazó sus dedos con los de Arim y apretó suavemente. Fue un contacto breve, disimulado, pero cargado de todo lo que no podían decir en público.
—Gracias por venir —murmuró Arim, casi al oído.
—Gracias por invitarme —respondió Dixon, con voz baja.
Sakura ya los esperaba unos pasos adelante, con una flor en la mano. Arim soltó despacio la mano de Dixon, como si no quisiera hacerlo, y se inclinó para abrazarlo rápido, una despedida que olía a amor y deseo.
—Nos vemos pronto, ¿sí? —dijo él.
—Sí —contestó Dixon, con una sonrisa que temblaba un poco—. Cuídense los dos.
Sakura le agitó la mano.
—¡Adiós, Dixon! ¡No te olvides de los delfines!
—Jamás —respondió él, riendo.
Los vio alejarse entre la gente: el paso firme de Arim, la pequeña Sakura saltando a su lado. Y aunque el restaurante volvió a llenarse de ruido, de voces, de platos que chocaban, Dixon se quedó allí unos segundos más, saboreando el silencio que solo dejan los buenos momentos.
Sabía que no debía acostumbrarse, pero ya era tarde.
Una parte de su corazón se había ido caminando con ellos.