Hilos De Un Pasado

Sabía lo que estaba haciendo, sabía lo que venía a continuación, y no podía esperar más. Sin embargo, el coche finalmente se detuvo. Habíamos llegado a mi chalet privado, una cabaña en las afueras de la ciudad que habíamos convertido en nuestro refugio secreto. El conductor, sin hacer ruido, salió del auto y se retiró discretamente, dándonos el espacio que tanto necesitábamos. Nadie más podía ver a Eileen en ese estado, nadie más podía compartir lo que solo nosotros compartíamos.

Entramos en la cabaña, y en cuanto cerramos la puerta, supe que no iba a aguantar mucho más. La deposité suavemente en el sofá, uno de nuestros lugares favoritos, justo frente al enorme ventanal que daba al bosque. Desde allí, podíamos ver la naturaleza en todo su esplendor, pero lo que más me gustaba de ese lugar era la sensación de aislamiento, de privacidad absoluta. Nadie nos molestaría aquí. Nadie sabría lo que estábamos a punto de hacer, excepto nosotros.

La luz tenue del atardecer se filtraba a través de las cortinas, bañando la habitación con un resplandor dorado. Me tomé un momento para admirar a Eileen, acostada en el sofá, sus mejillas sonrojadas y sus labios hinchados por nuestros besos. El deseo en sus ojos me llamaba, me invitaba a perderme en ella una vez más. Me acerqué lentamente, como si el tiempo se detuviera a nuestro alrededor, y me arrodillé frente a ella, recorriendo su cuerpo con mis manos, disfrutando de cada curva, de cada reacción que provocaba en ella.

—James... —susurró entre jadeos, su voz cargada de deseo.

No necesitaba más que eso. Mi boca encontró su piel, mientras mis manos deslizaban suavemente su ropa, revelando cada centímetro de su cuerpo que ya conocía a la perfección pero que nunca dejaba de admirar. El fuego que había comenzado en el ascensor ahora ardía sin control, y sabía que esa noche sería una más en la que nos perderíamos el uno en el otro, como tantas veces antes, como tantas veces después.

La cabaña se convirtió en nuestro refugio, en el lugar donde el tiempo no importaba y donde el mundo exterior dejaba de existir. La pasión que nos consumía no tenía límites, y mientras la noche caía sobre el bosque, nosotros nos sumergíamos en ese torbellino de emociones, deseos y amor inextinguible que siempre nos había unido.

Pasar mis dedos lentamente por su piel era un deleite que no podía describir con palabras. Cada centímetro de su cuerpo era un terreno que había recorrido mil veces, pero nunca dejaba de sorprenderme. Cada pequeño gemido que escapaba de sus labios resonaba como una melodía perfecta, cada sonido encendía algo primitivo dentro de mí. Eileen, mi esposa, mi mujer, era la única capaz de hacerme perder el control de esa manera, de llevarme al borde de la desesperación con solo una mirada, una caricia, o el susurro de mi nombre.

Su piel, cálida y suave, era una obra maestra. Mis dedos rozaban suavemente las cicatrices que el embarazo había dejado en su abdomen, esas marcas que, lejos de deslucirla, solo la hacían más hermosa ante mis ojos. Había entregado su cuerpo por el fruto de nuestro amor, y esas cicatrices eran el recordatorio de que ella había traído vida a este mundo, a nuestras vidas. Para mí, esas marcas eran como las pinceladas de un pintor maestro sobre un lienzo divino. Cada una de ellas, cada pliegue, me hablaba de sacrificio, de fuerza y de un amor que iba más allá de lo físico.