Todos los años, en otoño, un alma humana desaparece del internado. Este año, ella llegó para quedarse.
Annabelle Drayton es enviada a estudiar al Instituto St. Elric tras una tragedia familiar. Ubicado en una antigua abadía sobre un acantilado, rodeado de bosques y niebla perpetua, el lugar parece congelado en el tiempo.
Lo que no sabe es que algunos de los alumnos no envejecen. No respiran. No sueñan. Y cada uno de ellos guarda un pacto sellado hace siglos: nunca acercarse demasiado a los humanos.
Théodore Ravencourt, el más enigmático entre ellos, ha seguido esa regla por más de cien años. Hasta ahora.
Annabelle no es como las demás. Hay algo en su sangre, en sus sueños, en su presencia, que lo arrastra hacia la vida… y hacia el peligro.
Pero cuando ella comienza a desenterrar verdades prohibidas, descubre que ser amada por un inmortal no es un privilegio… sino una sentencia.
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🩸Capítulo 24 – La Sangre que Llama
“Toda huida es también una forma de buscar. Pero hay cosas que, al llamarte por tu nombre verdadero, te obligan a regresar.”
Théodore no dormía.
No podía.
La noche había adquirido ese espesor de las pesadillas sin rostro, donde el aire pesa y los recuerdos no obedecen al tiempo. Desde su ventana, el internado parecía otro: la torre de los vitrales encendida con fuego azul, los pasillos bajo vigilancia invisible, el jardín devorado por sombras.
Y sin embargo, no era el mundo el que había cambiado. Era él.
Desde que Annabelle tocó el Fragmento final, Théodore sintió cómo algo dentro suyo se partía. Como una raíz expuesta al aire. Un corte preciso, quirúrgico.
Ya no era libre de elegir.
Porque la Sangre lo llamaba.
Y el llamado era suyo.
Se cubrió el rostro con ambas manos. No lloraba. No sabía cómo. Solo apretaba los párpados esperando que el temblor del alma cesara.
Pero no lo hizo.
—Vas a tener que elegir, Théodore.
La voz lo sacó del ensimismamiento. No era un sueño. Era él.
El Fundador.
Estaba en su habitación como si siempre hubiese estado allí. Con la calma de una tormenta que se ha vuelto humana.
—Tú no eres parte del Consejo.
—Y tú no eres solo un Eterno. Lo sabes —replicó el Fundador—. Lo has sabido desde que ella dijo tu nombre en voz baja.
Théodore se puso de pie.
—¿Qué quieres de mí?
El Fundador no sonrió.
—Que completes lo que empezó hace siglos. Que tomes tu lugar junto a ella… o que la destruyas.
Silencio.
—¿Crees que me importa tu juego de sangre? ¿Tus profecías?
—Creo que te importa Annabelle. Y eso basta para que te conviertas en peligroso. O en útil.
Théodore apretó los puños.
El Fundador se acercó, sin prisa, y le susurró algo al oído. Algo que hizo que sus rodillas fallaran, que su visión se partiera, que su pecho se abriera en un vacío insoportable.
Cuando alzó la vista, el Fundador ya no estaba.
Y en su lugar… solo quedaba una palabra escrita sobre el espejo:
“Recuerda.”
Recordó.
El altar.
La sangre.
Los juramentos.
Recordó quién había sido antes de nacer. El ritual en el que su alma fue sellada en un cuerpo humano, la herencia que había renegado, la voz que había aprendido a silenciar:
la del Primogénito de los Eternos.
Él.
No era simplemente un Eterno.
Era el Primer Vínculo.
Y eso lo convertía en llave.
Théodore descendió por los pasillos vacíos hasta llegar al gran salón. Nadie lo detuvo. Todos sabían que esa noche no se regía por normas humanas.
La sala aún ardía con ecos de la ceremonia. El colgante de Annabelle brillaba como un faro.
Ella estaba sola en el centro.
De pie.
Firme.
Sus ojos se encontraron.
Ella no retrocedió.
Él tampoco.
—Viniste —dijo ella.
—No podía hacer otra cosa.
Silencio.
—¿Sabes lo que eres? —preguntó Annabelle, con la voz rota y hermosa.
—Ahora sí. ¿Y tú?
Ella alzó el colgante.
—Soy la que reúne… pero no sé si soy la que decide.
Él dio un paso.
—Entonces decidamos juntos.
Los vitrales temblaron.
El Fundador apareció entre las sombras, seguido del Consejo. No había amenaza en su mirada, solo expectativa. Como si todo estuviera escrito, y ellos solo esperaran que los actores cumplieran su rol.
—¿Estás dispuesto, Théodore?
—Sí.
—¿Estás dispuesta, Annabelle?
—Sí.
Y entonces, el Fundador alzó ambas manos.
—Que así sea.
El suelo se abrió bajo sus pies.
Una luz antigua, viva, surgió desde las grietas. No blanca. No dorada. Sino roja. Roja como el origen. Roja como la sangre que los unía.
Ambos fueron elevados por la fuerza invisible del pacto.
Los Fragmentos se encendieron.
Las marcas antiguas en sus pieles despertaron.
La conexión se hizo total.
Durante un segundo —uno solo— vieron todo.
Todas sus vidas pasadas.
Todas las memorias del linaje.
El primer beso.
La primera traición.
La primera muerte.
La promesa que los había unido… y que ahora los liberaba.
Cuando tocaron el suelo otra vez, ya no eran los mismos.
Annabelle respiraba como si hubiera renacido.
Théodore, como si al fin estuviera en casa.
Y entonces la voz del Fundador cambió.
—Ahora que están completos… deben elegir.
Ambos alzaron la vista.
—¿El pacto… o el fin?
Annabelle entrecerró los ojos.
—¿Y si elegimos otra cosa?
Théodore asintió.
—¿Y si el final no tiene que ser la muerte?
El Fundador enmudeció.
Por un instante, incluso él pareció humano.
Vulnerable.
Y entonces lo comprendieron.
El pacto no había sido hecho para contener poder.
Sino para ocultar una verdad más profunda.
Y ellos… acababan de desenterrarla.