En los últimos estertores del Reino Nazarí de Granada, cuando el esplendor andalusí comenzaba a desvanecerse ante el avance implacable de los Reyes Católicos, se tejió una historia olvidada por el tiempo, pero viva en las piedras de la Alhambra.
Isabel de Solís, hija de un noble castellano, nunca imaginó que la guerra la arrebataría de su hogar para convertirla en prisionera en el corazón del mundo musulmán. Secuestrada por soldados nazaríes y llevada a la Alhambra, se convirtió en esclava de una princesa que la humillaba y despreciaba por su origen cristiano. Vista como una extranjera, una infiel y una mujer sin valor, Isabel vivió sus días bajo la sombra del miedo, cubierta por velos que no solo ocultaban su rostro, sino también su libertad.
Pero todo cambió el día en que los ojos del sultán Muley Hacén se posaron sobre ella.
Conocido por su poder, su temperamento y su lucha contra los cristianos, Muley Hacén vio en Isabel algo más que una cautiva. La belleza de la joven,
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Capitulo 5
Después de dos años… aún seguía aquí.
Había aprendido a caminar por los pasillos del poder con paso firme, aunque por dentro mis pies sangraran. Vivía en Dar al-Layali, la residencia que el sultán Muley me había regalado en mis primeros meses en la corte. La llamé así, “la morada de las noches”, porque fue en ese lugar donde soñé por primera vez con tener un destino distinto, donde me sentí libre en medio del encierro, y donde finalmente fui madre.
Allí todo era mío y nada era mío. Había jardines de naranjos, fuentes que susurraban versos del Corán, tapices traídos de Damasco, y muros donde las sombras bailaban cuando la luna ascendía. Pero lo que hacía de aquella residencia un hogar… era ella.
Mi hija.
Mi pedacito de cielo.
Había nacido tras largos meses de incertidumbre, de miedos y miradas maliciosas de aquellas que deseaban mi caída. Su nacimiento fue como una victoria personal sobre todas.
Tenía la piel trigueña, como si el sol de Granada se hubiese escondido en su cuerpecito.
Y sus ojos… oh, esos ojos. Eran claros, tan profundos como un río sereno. Cuando los abría, sentía que el universo se detenía a contemplarla conmigo.
Durante tres días, la felicidad me envolvió por completo.
Dormía poco, solo por observarla.
Le hablaba en voz baja, le susurraba versos, le cantaba canciones que mi madre alguna vez me había enseñado.
La mecía entre mis brazos, me la ponía al pecho, y agradecía a Allah por su vida.
Pero el tercer día… algo cambió.
Mi niña no lloró al amanecer.
No abrió los ojitos.
No buscó mi pecho con su boca diminuta como lo hacía siempre.
Su cuerpecito estaba tibio aún… pero callado.
Tan callado.
Como si se hubiese marchado mientras dormía, sin siquiera despedirse.
Me quedé paralizada.
No grité.
No lloré al principio.
La sostuve como si pudiera devolverle el aliento.
Le rogué, le imploré.
Sentía que me arrancaban el alma de a poco.
Cuando los médicos llegaron, solo inclinaron la cabeza.
Dijeron palabras que no recuerdo.
Solo entendí una cosa: mi hija había muerto.
Y en mi desesperación, en mi dolor inhumano, solo pensé en una persona: Aixa.
La culpé.
En mi corazón destrozado, supe que su odio hacia mí era tan profundo, que sería capaz de cualquier cosa.
Me había despreciado desde el primer día, me había humillado frente a otras mujeres, me había llamado extranjera, impostora, hechicera.
¿Y si realmente había hecho algo? ¿Y si había ordenado envenenar la leche, el aire, mis ropas, algo, cualquier cosa?
Jamás lo pude comprobar.
Pero mi instinto de madre ardía como una antorcha encendida: ella me había quitado a mi hija.
Durante días no hablé con nadie.
No comí.
No permití que me cambiaran de ropa.
No me moví de mi lecho, salvo para llorar en el diván donde había dormido con ella en brazos.
Guardé su mantita durante una semana entera, hasta que no soporté más y la arrojé al fuego de los baños.
El olor a su piel me perseguía.
Y yo me hundía.
El sultán llegó al anochecer del cuarto día.
No dijo una palabra.
Solo se sentó a mi lado y tomó mi mano.
Al mirar a nuestra hija, aún en su cuna, su rostro se volvió de piedra.
Sus ojos, tan acostumbrados a la severidad del mando, se nublaron.
Y por primera vez, vi en él odio puro.
No hacia mí, sino hacia Aixa.
Desde ese momento, algo en él cambió.
El poco afecto que aún guardaba por su otra esposa desapareció como la bruma al amanecer.
Ya no la miraba, no la escuchaba, no la nombraba.
Su ira era sorda, pero cortante.
Mandó doblar las medidas de seguridad en mis aposentos.
Prohibió el acceso a ciertas criadas.
Y por las noches… se quedaba conmigo.
No hablábamos mucho.
A veces solo nos mirábamos.
Compartíamos el mismo dolor.
Él también la había perdido.
El pueblo no supo nada.
Las murmuraciones fueron pocas y tenues.
Solo las mujeres del harén supieron que algo había ocurrido.
Algunas se alegraron, lo sentí.
Otras lloraron en silencio conmigo.
Pero desde entonces… nada fue igual.
Mi alegría se había marchitado.
Mi cuerpo seguía vivo, pero mi alma tenía una grieta que nunca cerraría del todo.
Y aunque seguía siendo la favorita del sultán, la dama de Dar al-Layali, la envidia de muchas y la protectora de otras…
yo me sentía solo una madre rota.
A veces me sorprendo tocando mi vientre, como si aún pudiese sentirla.
Como si la vida me debiera otra oportunidad.
Como si alguna vez el destino quisiera devolverme a mi hija.
Y en cada noche que pasa, cuando el viento sopla entre los árboles del jardín, cierro los ojos y escucho…
escucho un llanto lejano.
Y me permito, solo por un instante, creer que sigue conmigo.
El entierro de una princesa nazarí
La niña había nacido en el segundo mes de la primavera, cuando los almendros ya florecían sobre la Vega de Granada y el aire olía a azahar. Su nacimiento fue registrado por los escribas del palacio en los archivos del Diwan al-Sultani, bajo el nombre de Aminah al-Zahra bint Muley, “la luminosa y confiada, hija del sultán”. Era costumbre que a las hijas del sultán se les otorgaran nombres con significados puros, vinculados a la fe, la belleza y la esperanza.
El anuncio de su nacimiento fue acompañado por el repique de las nuba, los tambores reales, y por tres días de celebraciones silenciosas en el harem, pues aún era frágil y había que protegerla de la envidia y el mal de ojo. Los faqih hicieron oraciones de protección, y las sirvientas colgaron hilos rojos y amuletos de plata en su cuna.
Pero su vida fue breve.
Y cuando su cuerpecito dejó de respirar, Granada entera se cubrió de un manto de luto.
El entierro se realizó siguiendo las costumbres de la dinastía nazarí, cuidadosas, sagradas, íntimas. Las mujeres del harén, encabezadas por Zoraida, lavaron su cuerpecito con agua de rosas y lo envolvieron en tres paños blancos, perfumados con ámbar y almizcle, como dictaba la tradición. A cada nudo de la mortaja se le añadió una oración del Corán.
La niña fue enterrada en los Jardines de la Sabika, muy cerca de la Alhambra, donde reposaban los hijos reales que no habían alcanzado la adolescencia. Allí, entre cipreses y fuentes silenciosas, se encontraba una pequeña maqbara (cementerio) destinada a los príncipes y princesas de corta vida.
Se le dio sepultura al amanecer, cuando la luz era más pura. El imam de la mezquita mayor de la Alhambra dirigió el salat al-janazah (la oración fúnebre), en la que participaron solo el sultán Muley, su visir, y los más altos dignatarios. Las mujeres observaron desde lo alto, entre los arcos del mirador del harem.
Zoraida no lloró ese día. Estaba vestida de blanco, como señal de duelo piadoso, y sus ojos secos parecían de piedra.
La herida era más profunda que las lágrimas.
El pueblo fue informado por los pregoneros de la medina esa misma mañana. Se declaró tres días de luto oficial, y las actividades festivas fueron suspendidas temporalmente. Los vendedores cerraron sus puestos en el zoco, las fuentes fueron cubiertas con telas negras, y en las mezquitas se repitieron oraciones por el alma de la pequeña princesa Aminah al-Zahra.
Aquel año, Granada había celebrado con alegría la tradicional fiesta del Nacimiento del Profeta (Mawlid al-Nabawi) en el mes de Rabi al-Awwal. Se habían iluminado las torres de la Alhambra con candiles de aceite y se ofrecieron dulces a los niños. También se había conmemorado con gran fervor el Día de la Batalla de Alarcos, una fecha recordada por los soldados y ancianos del sultanato, con desfiles militares y narraciones públicas de las glorias pasadas.
Pero tras la muerte de la hija del sultán, todos esos recuerdos festivos se apagaron como antorchas bajo la lluvia.
Por orden del sultán Muley, se mandó construir una pequeña qubba (mausoleo) sobre su tumba. Blanca, con cúpula de azulejos verdes y una estrella tallada en mármol sobre la entrada. En el interior, un versículo del Corán fue inscrito en yeso dorado:
“A Allah pertenecemos y a Él hemos de volver.”
Los poetas de la corte compusieron elegías. Una de ellas decía:
> “Era la luna en un cuna,
pero el cielo la quiso de vuelta.
Ni la Alhambra pudo retenerla,
ni el llanto de su madre impedirlo.”
Con el paso de los años, muchos dirían que fue la princesa que solo vivió tres amaneceres, pero cuya muerte cambió el curso del palacio. Porque desde entonces, Muley se endureció. Se volvió más reservado, más temido. Y Aixa… fue apartada aún más del poder.
Pero Zoraida, la madre que había perdido a su niña, seguiría visitando aquella tumba cada jueves.
A veces dejaba flores de almendro.
Otras, simplemente susurraba cuentos al viento, como si aún pudiera dormirla con palabras.
Las memorias de Zoraida: Festividades del Reino de Granada entre 1471 y 1474 🌙
(Desde mi llegada a la Alhambra hasta el año en que nació mi hija)
Yo soy Zoraida, hija de la luna del desierto, esposa del sultán Muley Hasan. Antes de que la maternidad transformara mi cuerpo y mi alma, fui testigo de los más sagrados rituales y celebraciones que embellecían la vida en Granada.
Llegué al reino en otoño de 1471, y desde entonces, cada estación me enseñó una tradición, un perfume, una música diferente. Aún conservo en mi memoria cada festividad que viví, como si aún escuchara los tambores en las torres de la Alhambra y sintiera el incienso danzar entre mis velos.
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✨ Año 1471: El Año de la Llegada
Llegué cuando las hojas del otoño caían doradas sobre los patios del Generalife. Granada se preparaba para una estación más tranquila, pero aun así, mis primeros pasos en el palacio fueron acompañados de festividades menores y rituales íntimos.
Eid al-Adha (Fiesta del Sacrificio) — aprox. septiembre 1471: Fue la primera gran celebración que presencié. El sultán ofreció sacrificios de corderos en los patios del Albaicín. Yo, aún nueva, observaba desde detrás de una cortina de seda mientras los hombres oraban en la mezquita mayor. El pueblo comía y danzaba al ritmo de laúdes y tambores, y las mujeres me ofrecían dulces con miel y almendras para darme la bienvenida.
Mawlid al-Nabawi (Nacimiento del Profeta) — aprox. noviembre: Se celebró con gran devoción. En los salones se recitaban versos del Corán en voz baja, acompañados de incienso de mirra. Yo no entendía todo, pero la belleza del momento me conmovió. Me vestí de blanco, en señal de pureza, y aprendí a inclinarme con humildad durante la oración.
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✨ Año 1472: El Año de la Belleza
Ese año me fui adaptando. Granada me conocía y yo empezaba a caminar con más seguridad por los jardines y los pasillos dorados del palacio.
Ramadán — marzo-abril 1472 aprox.: Fue mi primer ayuno completo como consorte. Los días eran largos, pero las noches se volvían mágicas. Las luces de la Alhambra parecían estrellas descendidas del cielo. Muley rompía el ayuno conmigo, dándome el primer dátil con sus propias manos. Después, banquetes: arroz con canela, cordero con almendras, y dulces de agua de rosas.
Eid al-Fitr (Fiesta de la ruptura del ayuno) — al final de Ramadán: Se liberaban presos, se perdonaban deudas y se abrían las puertas de los jardines para que el pueblo entrara a celebrar. Recibí tantos regalos de las mujeres del harén, telas, collares, perfumes...
Festival de las Flores (Primavera): Aunque no era religioso, era tradicional. Se celebraba en abril. Granada se llenaba de pétalos. Las mujeres salían al río Darro, lanzaban flores al agua y pedían protección para sus futuros hijos.
Eid al-Adha — verano, aprox. agosto 1472: Esta vez, ya con más confianza, asistí al sacrificio desde la galería de mujeres. Me cubrí con un velo bordado en oro. Oré por fertilidad. Ese fue el año en que Muley comenzó a hablar de hijos.
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✨ Año 1473: El Año de la Promesa
Granada brillaba como nunca. Mis noches con Muley eran intensas, y aunque Aixa me odiaba, el pueblo comenzaba a amarme. Yo entregaba limosnas, visitaba mezquitas discretamente y apoyaba la caridad en los barrios pobres.
Año nuevo islámico / Muharram — enero 1473: Se celebró con silencio piadoso y ayuno. Muley me explicó la historia del profeta y su lucha por la verdad. Esa noche, recé sola en mi cámara con la luna asomando por la celosía.
Ashura (10° día de Muharram): Fue un día especial para ayunar y orar. Repartimos pan y leche en los barrios humildes de la ciudad. Sentí una conexión espiritual muy fuerte.
Ramadán y Eid al-Fitr — marzo-abril: Este Ramadán fue distinto. Sentía mi cuerpo cambiar. La gente murmuraba que yo estaba bendecida. Durante la oración del Eid, el imán me bendijo con una mirada que no olvidaré jamás.
Festival del Naranjo en Flor (Primavera) — abril-mayo: El palacio se cubría con guirnaldas de azahar. Las mujeres del harén escribían deseos en cintas de seda y los colgaban en los árboles. El mío: “Que una niña nazca con mis ojos y su corazón sea de Granada”.
Eid al-Adha — junio-julio: En ese sacrificio, Muley me regaló una pulsera con el nombre “Nur”, “luz”, como una premonición.
Mawlid al-Nabawi — noviembre: Sentí ya los primeros movimientos en mi vientre. El profeta fue recordado en canciones suaves, y los jardines se llenaron de lámparas. Yo caminé lentamente, acariciando mi embarazo con una sonrisa.
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✨ Inicio del 1474: El Año de la Esperanza
Aún no había llegado la primavera, pero el aire ya traía aroma de cambio. Yo caminaba más despacio, mis vestidos eran más holgados y los médicos del palacio ya habían preparado todo para el parto.
Año nuevo islámico (enero): Esta vez no ayuné, por orden médica. Pero recé profundamente por la salud de mi hija.
Ashura (febrero): Me arrodillé frente a la fuente del patio de los leones y lloré de emoción. Sentía cerca a mi niña.
Festival de la Primavera (marzo): Fue la celebración más delicada. Las flores cubrían los suelos de los patios. Las mujeres danzaban en honor a la fertilidad. El pueblo ya esperaba mi parto como el nacimiento de una princesa de luz.
Mi hija nacería semanas después, al despertar completo de la primavera.