Ivonne Bellarose, una joven con el don —o maldición— de ver las auras, busca una vida tranquila tras la muerte de su madre. Se muda a un remoto pueblo en el bosque de Northumberland, donde comparte piso con Violeta, una bruja con un pasado doloroso.
Su intento de llevar una vida pacífica se desmorona al conocer a Jarlen Blade y Claus Northam, dos hombres lobo que despiertab su interes por la magia, alianzas rotas y oscuros secretos que su madre intentó proteger.
Mientras espíritus vengativos la acechan y un peligroso hechicero, Jerico Carrion, se acerca, Ivonne deberá enfrentar la verdad sobre su pasado y el poder que lleva dentro… antes de que la oscuridad lo consuma todo.
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Capítulo 23
El ambiente era tenso, el peso de las miradas clavadas en ella le erizaba la piel, pero lo que más incomodaba a Ivonne no eran los ojos curiosos, sino las auras cargadas de desaprobación que la envolvían. Las percibía como un zumbido sordo en el aire, un amasijo de emociones que la presionaban como un manto invisible. Algunas eran frías y punzantes, como agujas de hielo, mientras que otras ardían con un desprecio sofocante. Los colores se entremezclaban en una danza opaca: grises, rojos oscuros, tonos fangosos que transmitían rechazo y desconfianza. Ivonne cerró los ojos un instante, intentando apartarlas, pero los murmullos silenciosos de las auras seguían vibrando a su alrededor, envolviéndola con una hostilidad que solo ella podía sentir.
"¿Esta es la enviada de los dioses para guiar a nuestra manada?" "Estamos condenados" "Su olor es antinatural casi repugnante" "Elizabeth dijo que su familiar es el espíritu de una mujer lobo, Inaceptable"
Las voces flotaban como susurros apenas audibles, pero su don las hacía tan claras como si se las hubiesen dicho al oído. Ivonne suspiró resignada, pensando en lo hermosa que había sido la mañana hasta ese instante.
Había decidido acompañar a Jarlen al área más poblada de la manada. El lugar era hermoso a simple vista, con edificios rústicos de piedra y madera entrelazados con la naturaleza, como si el bosque se hubiese moldeado para darles cobijo. Jarlen le había prometido que, después de resolver algunos asuntos en el edificio central —lo más parecido a un ayuntamiento—, la llevaría a ver la escuela y la biblioteca del pueblo.
Pero toda emoción inicial se había evaporado en cuanto cruzaron las puertas del edificio.
Los líderes de la manada la miraban como si fuese una intrusa, con semblantes pétreos y ojos que brillaban con una severidad latente. Hombres y mujeres de edades diversas, algunos con cicatrices que contaban historias de batallas pasadas, otros con cabellos grises y barbas bien cuidadas. La mayoría vestía prendas oscuras, de cuero y lino, adornadas con insignias que denotaban su rango. Sus posturas eran rígidas, brazos cruzados o manos apoyadas en la empuñadura de dagas decorativas, como si el simple hecho de estar allí los obligara a mantenerse alerta. Elizabeth estaba entre ellos y la miraba con cierto desdén, pero Ivonne había notado algo mas en su aura compasión. Como si se apiadara de lo que estaba pasando.
Ivonne había tomado la mano de Jarlen en busca de seguridad, y él, al notar su nerviosismo, había optado por llevarla directo a su oficina. No habían llegado muy lejos cuando un hombre mayor, con el rostro con cicatrices y cabello negro con mechones grises. Observo con ojos astutos a Ivonne con una mezcla de curiosidad y desdén, y al notar cómo Jarlen sostenía su mano, asumió al instante lo que era.
—Así que esta es el alma gemela del Alfa,—Dijo — A todos en el consejo nos gustaría conocerla mi señora,— su voz rasposa y cargada de degrado hizo a Ivonne fruncir el seño, como si la sola idea le resultara ofensiva.
Jarlen apretó su mano y suspiró y luego de unos minutos ambos se encontraban en la sala principal.
Y así habían llegado a aquella sala sofocante, donde la línea entre un recibimiento cordial y un interrogatorio se desdibujaba con facilidad. El aire denso pesaba sobre la piel como si cada respiración fuera un esfuerzo. El leve aroma a cuero viejo y madera húmeda se mezclaba con la ceniza que flotaba desde la chimenea. La tensión era palpable, casi eléctrica, y el calor que se acumulaba en la habitación se adhería a la piel como una capa invisible que aumentaba la incomodidad. Más que conocer a la futura compañera del alfa, parecía que buscaban descubrir si era digna de su lugar. O peor aún, si era una amenaza.
Jarlen en su trono apretaba los puños, los nudillos pálidos por la tensión. Ella estaba a su lado, tan cerca que podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo... pero la distancia emocional entre ambos se hacía abismal. La mirada de Jarlen permanecía fija en los ancianos, su mandíbula apretada, como si contuviera las palabras que realmente quería decir.
Ivonne deseaba que la tocara. Solo un roce, un susurro de apoyo... pero él permanecía inmóvil, atrapado en la jaula de su propia autoridad.
La ausencia de ese simple contacto la hacía sentirse más sola que nunca.
Se veía tan distante... ¿o era la tensión lo que lo mantenía lejos?
Pero entonces lo sintió.
Un cambio sutil, casi imperceptible, en el aire que los rodeaba. El de manera tranquila volteó a mirarla.
Los ojos de Jarlen brillaron por una fracción de segundo, destellos de rojo intenso que quemaron la oscuridad de su mirada. Un parpadeo... y volvieron a ser negros.
Su lobo.
Aquel que rugía bajo la superficie, contenido solo por cadenas invisibles. Su energía la envolvió como un escudo, silenciosa y feroz. Nadie más lo notó. Solo ella. Mientras el aun mantenía aquella mascara de seriedad que el consejo obligaba a portar.
Ivonne se aferró a esa señal como si fuera lo único que la sostenía en pie.
Jarlen volvió la mirada hasta el consejo. Mientras el peso de las miradas la aplastaba, las auras murmuraban a su alrededor con juicios afilados.
Ivonne se obligó a mantener la cabeza alta, aunque por dentro deseaba ser invisible. Las voces en su cabeza, esas auras que murmuraban juicios crueles, se mezclaban con el eco de las preguntas lanzadas al aire, apenas disfrazadas de cortesía.
—Le pedimos disculpas de antemano, mi señora, pero nos tomamos la libertad de investigar un poco sobre usted —dijo Cesar Walker con esa sonrisa venenosa—. Ya que no se nos habían dado detalles. Averiguamos por medio de algunas fuentes que su madre era una bruja... y su padrastro, un humano. Si no es mucha molestia... ¿nos podría decir quién era su padre real? ¿Humano... o mago? Esto si usted lo sabe.
La burla estaba ahí, disfrazada con cortesía.
Ivonne tragó saliva, sintiendo la presión en el pecho. Su instinto era encogerse. Esconderse.
Pero entonces el gruñido bajo vibró desde el trono. Apenas audible.
Su corazón dio un vuelco.
Jarlen no la miraba, no decía nada...
Pero estaba defendiéndola.
La jaula de su deber lo mantenía inmóvil. Su lobo no.
Imaginó que Jarlen no les había contado nada. Pero sobre todo. Sería sincera.
—Mago —respondió con voz firme, aunque sus dedos temblaban, lo que hizo que cerrara sus puños.
Al instante, las auras se agitaron, como una brisa oscura revolviendo las emociones del lugar.
"¿Qué se supone que es ella... mestiza?... impura?..."
—¿Y qué hay de su familiar? —intervino otro hombre, con la voz profunda y cortante como el filo de una navaja—. Dicen que es un espíritu, pero las manadas no aceptan muertos entre los vivos. ¿Acaso usted hizo daño a alguien para conseguir a una mujer lobo como familiar?
Ivonne miró a Elizabeth, quien la observaba con seriedad, y sintió una punzada de rabia recorrerle el pecho, pero la enterró tan rápido como llegó. No podía perder el control. No ahora.
—Mi familiar es Rosa Williams, antigua sirvienta de la casa de los Blade, y ella eligió permanecer a mi lado —dijo, obligando a su voz a sonar firme—. No he lastimado a nadie, ni obligado a nadie. Fue por voluntad.
El murmullo se hizo más fuerte.
"Una aberración que somete a las almas de nuestros antiguos miembros..." "Nunca será una de los nuestros..."
Ivonne bajó la mirada, sintiendo cómo su corazón martillaba contra sus costillas.
Jarlen apretaba los puños con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Su lobo rugía bajo la piel, exigiendo salir y arrancarle la lengua a cualquiera que se atreviera a hablar así de su pareja destinada. Pero sabía que si intervenía ahora solo empeoraría las cosas.
Entonces, un hombre cercano a Claus se movió lentamente hasta el frente, rompiendo el semicírculo. Su aura era pesada, como una tormenta a punto de desatarse. Su nombre era Daniele Northam, que guardaba cierto parecido con Claus.
—Basta —dijo con voz grave—. Si es el alma destinada del Alfa, entonces es nuestra futura líder. Nos guste o no.
Las protestas se ahogaron al instante, aunque las auras seguían vibrando con desprecio.
Ivonne se aferró a esas palabras como a un ancla, pero la calma duró poco.
—Pero... —la voz de Elizabeth rompió el ambiente— eso no significa que vayamos a aceptarla con los brazos abiertos. Menos si es alguien que no conoce nuestra manada.
Ivonne sintió cómo la ira le quemaba la garganta, amarga y familiar. Sabía que este no era su mundo... y probablemente nunca lo sería. Pero lo que no sabían ellos era que Ivonne Bellarose había nacido para sobrevivir a lugares donde no la querían.
Durante un instante, el peso de las miradas amenazó con aplastarla. No era la primera vez que la hacían sentir como si no perteneciera... pero esta vez dolía más. Porque ahora sí quería pertenecer. Porque ahora sí tenía algo que perder.
Podía dejarse romper... o podía usar esas grietas para dejar salir la furia que había aprendido a esconder toda su vida.
Apretó los dientes, dejando que las palabras le resbalaran por la piel, tal como había hecho siempre.
—Puedo ganarme mi lugar como pareja de Jarlen —dijo con voz suave, aunque cada palabra vibraba con una fuerza peligrosa—. Solo necesito que me den la oportunidad.
El silencio cayó sobre la sala como una tormenta contenida.
Jarlen dejó escapar una risa baja, casi peligrosa, mientras sus ojos carmesí se posaban en los ancianos.
—¿Escucharon eso? —dijo con una sonrisa oscura—. Mi destinada no necesita su aprobación... solo una oportunidad.
Ivonne sintió el calor de su mano sobre la suya, firme, sólido... su única certeza en aquel nido de lobos.
Y aunque el desprecio seguía colgado en el aire, por primera vez desde que había llegado... Ivonne no se sintió completamente sola.
El aire fresco y el aroma a tierra húmeda acompañaban el sonido de las risas infantiles que flotaban por el patio de la escuela. Ivonne caminaba junto a Jarlen, su mano aún entrelazada con la de él, aunque su mente seguía atrapada en la tensa reunión con el consejo.
Los niños corrían entre los árboles, algunos trepaban ramas con agilidad sobrenatural, otros practicaban peleas con palos de madera y unos pocos simplemente jugaban con piedras o bolas de trapo. La mayoría compartía las mismas características: cabello negro como la noche y ojos oscuros, casi abismales, lo que le hizo entender por qué la manada se llamaba Darkwolf.
—¿Son todos... lobos? —preguntó en voz baja, rompiendo el silencio que había crecido entre ellos.
Jarlen la miró de reojo con una media sonrisa, como si hubiera estado esperando la pregunta.
—La mayoría. Aquí solo estudian los hijos de la manada... —Hizo una pausa, observando a un pequeño niño de cabello rubio y ojos grises que intentaba atrapar una mariposa. Su cuerpo era más delgado que el de los demás niños y parecía frágil—. Pero de vez en cuando nacen humanos entre nosotros o algunos lobos que no pueden transformarse.
Ivonne frunció el ceño, su mente hilando pensamientos con rapidez.
—¿Humanos? ¿Entonces no todos los hombres lobo pueden transformarse?
Jarlen negó lentamente.
—No. La mayoría de los que nacen como omegas son lobos sin transformación, pero lo compensan con habilidades sobrenaturales. Los genes de la manada Darkwolf son muy dominantes. Casi todos los cachorros nacen siendo hombres lobo... aunque rara vez... nacen humanos. A veces tu pareja es humana y... solo pasa.
Ivonne sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Violeta le había enseñado que el poder y la fuerza en el mundo mágico lo eran todo. Aquellos nacidos de personas con poder siendo normales eran considerados errores, cargas, a veces incluso maldiciones.
—¿Y qué pasa con ellos en la manada? Ya... sabes, con los humanos —preguntó con voz suave, aunque ya intuía la respuesta.
Jarlen desvió la mirada hacia el niño de ojos grises y cabello dorado.
—No se les maltrata, podrían ser la pareja de un lobo... —dijo con voz calma—. Pero en otras manadas no son considerados miembros y son sirvientes. Crecen, viven entre nosotros... pero nunca pertenecen del todo.
Ivonne apretó los labios, sintiendo el nudo en su estómago hacerse más pesado.
—Es cruel —susurró sin pensar, con los ojos clavados en los pequeños.
Jarlen se detuvo de golpe, obligándola a girarse hacia él.
—Es la ley de algunas manadas —respondió con dureza, aunque sus ojos negros estaban cargados de un cansancio que ella empezaba a reconocer en él—. No es justo, por eso desde el liderazgo de mi padre se decidió no maltratarlos. Eso no va con nuestra manada y yo lo sostengo.
Ivonne sintió una chispa de orgullo arder en su pecho al escuchar esas palabras.
—No todo lo antiguo merece ser preservado —dijo Jarlen con una mirada distante.
Los niños siguieron jugando, ajenos al peso de aquel intercambio.
Ivonne bajó la mirada hacia el niño de ojos grises, que ahora observaba a Jarlen con una mezcla de miedo y admiración.
—Alfa —dijo el pequeño, inclinando la cabeza al cruzar miradas con Jarlen.
—Hey, amiguito. Te dije que no hicieras eso conmigo, ¿recuerdas?
—Me dijo que le llamara Jarlen y que no tenía que inclinarme —la voz del niño sonó suave y temblorosa.
Ivonne sonrió enternecida.
—¿Cómo te llamas? —preguntó, agachándose para estar a su altura.
—Eliot —respondió con orgullo.
Ivonne acarició su hermosa y dorada cabellera risada.
—Un placer conocerte, Eliot. Mi nombre es Ivonne y aún no soy la esposa de Jarlen.
—¿Pero se van a casar? —preguntó con inocencia.
Jarlen soltó una carcajada sonora.
—Por supuesto que lo haremos, y cuando lo haga, te traeremos pastel —dijo con una sonrisa traviesa.
El niño rió antes de que la maestra lo llamara junto a los demás para una sesión de lectura en la biblioteca.
Ivonne se quedó junto a la puerta de la pequeña biblioteca, con los brazos cruzados sobre su pecho, fingiendo que solo estaba ahí como espectadora... aunque por dentro se sentía más fuera de lugar que nunca.
Los niños revoloteaban entre cojines y libros, con esa energía caótica que solo tienen los que aún no conocen el peso del rechazo. Algunos eran cachorros, otros híbridos, incluso había uno o dos humanos... pero ninguno parecía preocuparse por las diferencias. Solo eran niños.
Así debería haber sido siempre el mundo, pensó.
Jarlen se sentó frente a ellos con un libro entre las manos, su voz profunda envolviendo la sala como una caricia invisible.
Ivonne no sabía qué esperaba... pero lo que vio le apretó el pecho.
El alfa, el hombre que podía arrancar gargantas con los dientes si era necesario... les leía con una ternura que nunca había mostrado ni siquiera con ella.
A mitad del cuento, una niña de cabello negro y ojos marrones se acercó con sigilo, sujetando una cuerda deshilachada entre las manos. Se detuvo a medio camino, mordiéndose el labio, como si tratara de decidir si era seguro o no.
Ivonne se quedó quieta.
La niña la miró de reojo... luego le tendió la cuerda.
—Es mi pulsera de la suerte —susurró—. Para que no estés sola y como regalo para la novia del alfa.
Ivonne parpadeó, como si no entendiera qué estaba pasando. Con dedos temblorosos, tomó la cuerda y se la enrolló alrededor de la muñeca.
—Gracias...
—Me llamo Nia —dijo la niña, con una sonrisa tímida antes de volver con los demás.
Ivonne se quedó con la pulsera en la muñeca, sintiéndola más pesada que cualquier joya.
De pronto, Eliot quien parecía no querer quedarse atrás, se acercó con una hoja doblada en cuatro. Se la metió en la mano sin decir nada y salió corriendo de vuelta al círculo. Cuando Ivonne la abrió, descubrió un dibujo hecho con lápices de colores... era ella, con el cabello revuelto y una corona torpe sobre la cabeza.
Ivonne sintió que la garganta se le apretaba.
Los niños no la conocían.
No sabían nada de ella.
Pero aún así... la estaban adoptando.
Cuando Jarlen terminó de leer, uno de los niños más pequeños levantó la mano con la seriedad de quien está a punto de hacer la pregunta más importante del día.
—¿Y la señorita no lee cuentos?
Ivonne se quedó congelada.
Algunas miradas se giraron hacia ella... pero no había burla ni juicio en sus ojos, solo curiosidad.
—Ivonne es tímida —dijo Jarlen, con una chispa divertida en la voz—. Pero si se lo piden con mucha educación... puede que mañana les lea algo.
—¡Por favor, Ivonne! —gritaron varios a la vez.
Ivonne tragó saliva.
Quería decir que no.
Quería decir que no sabía hacerlo... que nunca había leído en voz alta para nadie...
Pero las palabras se le quedaron atrapadas en la garganta.
—Está bien —murmuró—. Mañana.
El pequeño sonrió con suficiencia como si hubiera recibido un regalo
Algunos se acercaron después de la lectura, pidiéndole que les ayudara a elegir cuentos para llevarse a casa. Otros le mostraban dibujos o le preguntaban cosas tontas como cuántos años tenía o si alguna vez había visto un unicornio.
Ivonne no se dio cuenta de lo que estaba pasando hasta que una de las maestras se acercó para despedirse con una sonrisa suave.
—Los niños suelen saber quién necesita pertenecer antes que los adultos.
Ivonne solo pudo asentir, con la garganta hecha un nudo.
Cuando la tarde comenzó a teñirse con los tonos dorados del atardecer, Jarlen se despidió con una promesa.
—Mañana les leerá Ivonne.
La pulsera de Nia seguía apretada en su muñeca.
Los niños aplaudieron como si acabara de aceptar el desafío más grande del mundo.
—Tienes buen corazón —murmuró mientras se alejaban de la escuela, sus dedos entrelazándose con los de ella de manera automática.
Jarlen le dedicó una sonrisa cansada, pero auténtica. Por un instante, sus ojos negros parecieron oscurecerse aún más, como si alguna emoción más profunda luchara por salir a la superficie. Sus dedos apretaron los de Ivonne con suavidad, un gesto casi imperceptible, pero cargado de significado.
—Un líder sin corazón no es más que un tirano.
Ella no pudo evitar sonreír, sintiendo que aquella frase se grababa en su alma. El calor de su mano, aunque efímero, quedó marcado como una promesa silenciosa... una que quizás ninguno de los dos se atrevía a nombrar todavía.