La Chica Que No Seguía Las Reglas

Capítulo 24

La mañana siguiente trajo un cielo despejado y un aire fresco que se colaba por las ventanas de la cabaña. Elena se despertó antes que Gabriel, algo inusual, y decidió aprovechar la tranquilidad. Se puso suéter, calcetines gruesos y fue a la cocina a preparar café.

Mientras el aroma invadía la pequeña cabaña, miró a través de la ventana. La naturaleza parecía un cuadro perfecto después de la tormenta: el césped aún mojado, las hojas brillando y las gotas de agua resbalando de las ramas de los árboles. Respiró hondo, agradecida por aquel momento de calma.

No pasó mucho tiempo antes de que Gabriel apareciera en la puerta de la cocina, todavía desaliñado, con el cabello algo revuelto y una mirada menos fría de lo habitual. Parecía más… humano.

—¿Ya estás despierta? —preguntó él con voz ronca, acomodándose en una silla.

—Me gusta disfrutar de las mañanas tranquilas —respondió Elena, sirviéndole una taza de café—. Es cuando todo parece más simple.

Gabriel tomó la taza con un asentimiento de agradecimiento, aunque no dijo nada. Observó el vapor subir del café y se quedó pensativo por un momento. Elena lo estudió en silencio, preguntándose qué estaría pasando por su mente.

—He estado pensando en lo que dijiste ayer —murmuró finalmente.

—¿Ah, sí? —respondió Elena, curiosa, sentándose frente a él—. ¿Qué parte?

—Sobre perder el control —admitió Gabriel, mirando su taza—. Creo que nunca lo había considerado. Para mí, todo lo que no puedo controlar es una amenaza. Es algo que debe solucionarse.

Elena lo observó con atención, sintiendo que por primera vez estaba dejando ver una grieta en esa armadura perfecta que siempre llevaba.

—¿Y ahora qué piensas? —preguntó ella suavemente.

Gabriel exhaló, como si las palabras le costaran más de lo que debería. —No lo sé. Tal vez estoy cansado de pelear contra todo. Tal vez… hay partes de la vida que no necesitan ser resueltas.

Elena sonrió con ternura, apoyando el mentón en su mano. —¿Ves? No es tan malo dejar ir las cosas de vez en cuando.

—Supongo que no —respondió él, mirándola a los ojos por un instante—. Pero no es fácil para mí.

—No tiene que serlo —dijo Elena, inclinándose ligeramente hacia él—. Nadie espera que cambies de un día para otro. Lo importante es que lo intentes.

Por alguna razón, las palabras de Elena lo reconfortaron más de lo que imaginaba. Había pasado años rodeado de personas que solo le decían lo que quería escuchar, que nunca cuestionaban sus decisiones o sus métodos. Pero Elena era diferente. Ella lo desafiaba sin imponerse. Le daba respuestas que no pedía pero que, de algún modo, necesitaba.

—¿Qué haces cuando tienes miedo? —preguntó de pronto, sin levantar la mirada.

La pregunta tomó por sorpresa a Elena, pero no tardó en responder. —Lo enfrento. No significa que deje de tener miedo, pero trato de seguir adelante. La mayoría de las veces, cuando cruzas esa barrera, te das cuenta de que no era tan malo como pensabas.

—¿Y si sí lo es? —insistió Gabriel, con una sombra de duda en su voz.

—Entonces aprendes a vivir con ello —respondió Elena, encogiéndose de hombros—. No todo tiene solución, pero eso no significa que no puedas seguir adelante.

Gabriel se quedó en silencio, procesando cada palabra. Era como si Elena hablara un idioma completamente desconocido para él, pero que, poco a poco, comenzaba a entender.

—Gracias —dijo finalmente, con voz baja.

—¿Por qué?

—Por… ser así. Por decir lo que piensas. No estoy acostumbrado a eso.

Elena sonrió, divertida. —Eso no habla muy bien de las personas con las que te rodeas, ¿eh?

—Supongo que no —admitió Gabriel, soltando una leve sonrisa, una de las pocas que había visto Elena desde que lo conoció.

Por un momento, la atmósfera se sintió más ligera, como si algo en Gabriel hubiera cedido, aunque fuera un poco. Elena sintió un calor agradable en el pecho al verlo así, relajado, menos rígido. Había algo hermoso en descubrir que incluso el hombre más imponente podía tener momentos de vulnerabilidad.

—¿Qué te parece si hoy damos un paseo? —propuso ella, rompiendo el silencio.

—¿Un paseo? —Gabriel arqueó una ceja—. ¿Por dónde?

—Por el bosque. La tormenta ya pasó, y el aire está fresco. Es perfecto para despejar la mente.

—No soy exactamente un tipo de aire libre, Elena.

—Bueno, Gabriel —respondió ella con una sonrisa traviesa—, será la primera vez para todo. Vamos, no te arrepentirás.

Gabriel la miró con resignación, pero no podía negar que la idea de salir un poco no le parecía tan terrible como solía pensar.

—Está bien —aceptó finalmente—. Pero no prometo disfrutarlo.

Elena sonrió de oreja a oreja. —No te preocupes. Lo harás.

El bosque estaba tranquilo, y los rayos de sol se filtraban entre las ramas, creando sombras danzantes en el suelo. Gabriel caminaba con las manos en los bolsillos, ligeramente incómodo, mientras Elena avanzaba con una energía contagiosa.

—No está tan mal, ¿verdad? —preguntó ella, mirándolo de reojo.

—Es… diferente —respondió él, aunque no quiso admitir que realmente lo estaba disfrutando.

—¿Sabes lo que me encanta de lugares como este? —dijo Elena, deteniéndose y girándose hacia él.

—¿Qué cosa?

—Que no importa lo caótica que sea tu vida, aquí todo sigue igual. Los árboles, el viento, los sonidos de los pájaros… Es como si la naturaleza te recordara que hay cosas que no necesitan cambiar.

Gabriel miró a su alrededor, permitiendo que las palabras de Elena calaran más profundo de lo que esperaba. Había pasado tanto tiempo en oficinas, en reuniones interminables y ciudades ruidosas que había olvidado lo que se sentía estar en un lugar tan puro.

—Supongo que tienes razón —admitió en voz baja.

Elena sonrió, satisfecha. —¿Ves? Te lo dije. A veces, solo necesitas detenerte un poco y mirar a tu alrededor.

Continuaron caminando en silencio, pero esta vez, Gabriel no se sintió incómodo. Por el contrario, la presencia de Elena lo hacía sentir extrañamente en paz. Como si, por primera vez en años, no tuviera que demostrar nada a nadie.

Mientras regresaban a la cabaña, Gabriel miró a Elena de reojo. Había algo en ella, en su manera de ver el mundo, que lo desarmaba sin que se diera cuenta.

Tal vez, pensó él, perder el control no era tan terrible después de todo.