Violeta Meil siempre tuvo todo: belleza, dinero y una vida perfecta.
Hija de una de las familias más ricas del país M, jamás imaginó que su destino cambiaría tan rápido.
Recién graduada, consigue un puesto en la poderosa empresa de los Sen, una dinastía de magnates tecnológicos. Allí conoce a Damien Sen, el frío y arrogante heredero que parece disfrutar haciéndole la vida imposible.
Pero cuando la familia Meil enfrenta una crisis económica, su padre decide sellar un compromiso arreglado con Damien.
Ella no lo ama.
Él tiene a otra.
Y sin embargo… el destino no entiende de contratos.
Entre lujo, secretos y corazones rotos, Violeta descubrirá que el verdadero poder no está en el dinero, sino en saber quién controla el juego del amor.
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“El día en que dejé de pertenecerme”
**Capítulo 20:**“El día en que dejé de pertenecerme”
(Desde la perspectiva de Violeta Meil)
El amanecer del día de mi boda llegó más silencioso de lo que imaginé.
No hubo rayos de sol entrando por mi ventana ni canto de aves como en los cuentos de princesas.
Solo un cielo gris, pesado, que parecía reflejar el torbellino que sentía dentro.
No dormí en toda la noche.
Las palabras de Damien seguían repitiéndose en mi cabeza una y otra vez como un eco imposible de apagar.
“Mientras estés casada conmigo, serás una ama de casa ejemplar. Y no quiero volver a verte causando escándalos. Si lo haces… hundiré a tu familia.”
El sonido de su voz todavía me retumbaba en los oídos.
No tuve el valor de contarle a Olivia todo lo que pasó en el restaurante.
Tampoco pude decirle que Damien le prohibió la entrada a la mansión… la mansión donde, a partir de hoy, se suponía que debía vivir con él.
No quería verla herida por algo que, en el fondo, era mi culpa por aceptar este matrimonio arreglado.
—¿Estás bien? —preguntó Olivia suavemente desde la puerta, con esa preocupación que siempre lograba leer en mis ojos, incluso cuando yo fingía sonreír.
—Sí —mentí—. Solo… un poco nerviosa.
Olivia entró a la habitación y se sentó junto a mí en la cama.
Su presencia siempre me calmaba, pero esta vez ni siquiera eso lograba alejar la sensación de estar atrapada en una jaula invisible.
—Es normal, Vi. Es el día de tu boda. —Me dedicó una sonrisa que no pude devolver—. Todo saldrá bien, ya lo verás.
Asentí, aunque sabía que nada de esto estaba bien.
El aire se sentía tan pesado que incluso respirar era difícil.
Pocos minutos después, las estilistas y maquillistas contratadas por mamá llegaron.
La habitación se llenó de perfumes, brochas, risas falsas y la tensión que yo intentaba disimular.
Me colocaron frente al espejo y comenzaron a trabajar.
Una de ellas alisó mi cabello mientras la otra trazaba con precisión cada detalle de mi maquillaje.
Yo solo observaba, como si estuviera viendo a otra persona reflejada.
El vestido blanco descansaba sobre el maniquí cerca de la ventana.
De encaje delicado, con un corset que parecía hecho para una reina… o una prisionera.
Cada hilo, cada piedra brillante, me recordaba la magnitud de la farsa que estaba a punto de protagonizar.
—Listo —dijo la maquillista, apartándose—. Estás perfecta.
Olivia, con los ojos brillosos, sacó su teléfono y me tomó una foto.
—Wow… estás hermosa, Vi.
Sonreí.
O lo intenté.
Pero la sonrisa no me llegó a los ojos.
Ni siquiera me alcanzó el alma.
—Gracias —susurré, evitando mirar demasiado tiempo mi reflejo.
Por dentro, sentía que la chica del espejo no era yo.
Era la versión que Damien y mi familia querían mostrarle al mundo: la novia perfecta, la futura esposa del poderoso Damien Sen.
—El auto está listo —me recordó Olivia en voz baja—. Y también… los boletos de avión al país Z.
Mi corazón dio un salto.
Lo había olvidado.
Era nuestro plan.
El plan.
Después de la boda, si todo salía mal, yo podría escapar… empezar de nuevo lejos de aquí.
—Gracias, Oli. Pero… ya es momento de ir a mi boda —dije con un nudo en la garganta.
Ella asintió, y por un instante, sus ojos parecieron brillar de lágrimas contenidas.
La abracé fuerte.
Como si supiera que ese abrazo sería el último antes de perder mi libertad.
Abajo, mis padres esperaban impacientes.
Mi madre, elegante como siempre, daba instrucciones a los guardias sobre cómo esquivar a la prensa.
Las cámaras ya estaban apostadas frente a la casa, los flashes listos para disparar.
Todo era un caos.
Gritos, reporteros, micrófonos que buscaban una declaración.
—No podemos salir por delante —dijo papá con firmeza—. Iremos por la parte trasera.
Y así lo hicimos. Salimos por la puerta del jardín, donde nos esperaba un auto negro discreto.
Desde la ventanilla trasera, pude ver el enjambre de periodistas en la entrada principal, gritando mi nombre como si fuera una celebridad… cuando en realidad me sentía una prisionera rumbo a su sentencia.
El trayecto hasta la iglesia fue un silencio incómodo.
Mamá hablaba de los arreglos, de los invitados, de la importancia de comportarme como una “Sen”.
Papá solo miraba por la ventana.
Yo me aferraba al ramo de flores blancas entre mis manos, repitiéndome mentalmente una y otra vez:
“Solo durará un año, Violeta. Solo un año. Después, todo terminará.”
Cuando el auto se detuvo frente a la iglesia, un escalofrío recorrió mi cuerpo.
Era majestuosa, bañada en luz dorada, con vitrales que reflejaban tonos azul y violeta.
La alfombra blanca se extendía hasta el altar, donde me esperaba él.
Damien.
Desde la distancia, su figura se alzaba imponente.
El traje perfectamente ajustado, su postura erguida, sus manos detrás de la espalda y esa mirada fría que parecía atravesarme.
Ni una sonrisa.
Ni una emoción.
El corazón me latía tan fuerte que temí que todos pudieran escucharlo.
Papá me ofreció su brazo.
—¿Lista?
—Sí… —respondí, aunque mis labios temblaban.
Cada paso por el pasillo se sentía eterno.
Las flores, los murmullos, las cámaras, todo se desdibujaba.
Solo podía pensar en lo que me esperaba: un matrimonio sin amor, una casa llena de silencios y un hombre que me despreciaba.
Cuando llegué al altar, Damien extendió su mano con rigidez.
La tomé, sintiendo el hielo en su piel.
El sacerdote comenzó a hablar, su voz resonando entre los muros de la iglesia, pero las palabras se perdían en el aire.
“Prometo amarte y respetarte…”
Mentiras.
“En la salud y en la enfermedad…”
Más mentiras.
Y entonces llegó el momento del beso.
Me quedé inmóvil, esperando que solo rozara mis labios por protocolo.
Pero Damien me tomó del mentón y me besó con rudeza.
Fue rápido, seco… una marca más de poder que de afecto.
Los aplausos estallaron, y mi corazón se hizo pedazos.
Después de la ceremonia religiosa, nos dirigimos al salón donde un ministro nos esperaba para firmar los documentos legales.
Dos firmas. Dos testigos.
Y en menos de diez minutos, mi vida ya no me pertenecía.
La recepción comenzó.
El lugar estaba adornado con luces cálidas, arreglos florales y una enorme mesa de banquete.
Todo parecía sacado de una revista de bodas… menos yo.
Sonreía porque tenía que hacerlo.
Saludaba a los invitados, posaba para las fotos, fingía felicidad.
Los pocos paparazzis invitados no dejaban de fotografiarnos.
Yo era el espectáculo del día.
Damien, mientras tanto, se limitaba a hablar con socios, inversores y familiares.
No me había invitado a bailar.
Ni una sola mirada amable.
Mis pies dolían, mi rostro ardía de tanto fingir sonrisas.
Y entonces, una voz familiar interrumpió mi agotamiento.
—¿Puedo tener este baile, señora Sen? —preguntó Uriel Shao, extendiendo su mano con una sonrisa encantadora.
Me quedé helada.
No sabía que estaba invitado.
—Uriel… —susurré—. No sabía que vendrías.
—Tu madre me invitó —respondió con tono ligero—. No podía rechazar una boda tan mediática.
Tomé su mano.
Quizá fue una mala decisión, pero necesitaba respirar.
Necesitaba recordar que aún existía el aire.
Bailamos al ritmo de una melodía lenta.
Sus ojos, amables pero penetrantes, me observaron con atención.
—No pareces muy feliz —dijo en voz baja.
Tragué saliva, intentando mantener la compostura.
—Estoy… muy contenta.
Uriel soltó una leve risa.
—Eres una pésima mentirosa. La felicidad no se finge, Violeta. Y la tuya no te llega a los ojos.
Sus palabras me desarmaron.
Por un instante, quise llorar.
Pero no pude.
La canción terminó, y él se alejó con una reverencia discreta, dejándome sola en medio del salón.
Me quedé quieta unos segundos, intentando recuperar el aliento, cuando una presencia fría se acercó por detrás.
Damien.
Me tomó del brazo con firmeza, obligándome a girar.
—Te advertí que no quería verte con otros hombres —susurró con voz baja, peligrosa.
—Solo bailé, Damien. Es mi boda… —dije intentando soltarme, pero él me atrajo hacia él con fuerza.
—No me importa. Y menos con Uriel. —Su mirada se endureció—. No volveré a repetirlo.
Antes de que pudiera responder, me besó.
No fue un beso dulce.
Fue una advertencia.
Una forma de dejar claro que, a partir de ese momento, yo le pertenecía.
Mis manos temblaron mientras la música seguía sonando, pero ya nada sonaba igual.
Ni las risas.
Ni los aplausos.
Ni el murmullo de los invitados.
Solo el eco de una verdad amarga.
Hoy no me casé con el amor de mi vida.
Me casé con el dueño de mi destino.