Con la muerte de su padre, Alecxis se convirtió en el nuevo duque a una edad temprana. A pesar de su juventud, demostró una madurez y una determinación que sorprendieron a muchos. Asumió sus nuevas responsabilidades con seriedad y dedicación, trabajando incansablemente para mantener el legado de su familia y servir a su comunidad.
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¿quien es esa mujer ?
Alexcis respiraba con dificultad. El eco de la voz del dios retumbaba en sus sienes. El cofre temblaba, y la máscara se elevaba lentamente como si obedeciera a un mandato invisible.
Con manos temblorosas, casi contra su voluntad, la tomó y se la colocó sobre el rostro.
El mundo explotó en un estallido de dolor y oscuridad.
La marca ardió como fuego líquido bajo su piel. La risa del Dios de la Muerte llenó la sala, grave, infinita, como un trueno que no cesaba:
—¡Así es, portador! Déjate consumir. Mira lo que nace del vacío.
Las sombras se agitaron como olas en un mar tempestuoso. Del centro del salón brotó una explosión oscura, un pulso que lanzó a Valerius y Radko contra los muros y obligó a Melanie a cubrirse los ojos con un brazo.
Cuando la penumbra se disipó, algo estaba allí.
Una figura femenina emergía lentamente del resplandor sombrío. Su piel era blanca como la luna, perfecta, y no llevaba vestidura estaba completamente desnuda, con sus senos al aire no había nada que ocultara su cuerpo. Su cabellera negra se extendía como un río alrededor de ella, flotando en el aire, y sus ojos… eran un abismo brillante, mezcla de dulzura y amenaza.
Melanie dio un paso atrás, apretando con fuerza la empuñadura de su espada.
—¿Qué… es esto?
El dios se inclinó sobre Alexcis, cuya respiración se entrecortaba tras la máscara.
—Un regalo… o una condena.
La mujer abrió los labios lentamente, como si despertara de un sueño milenario. Su voz fue suave, melodiosa, pero cargada de un magnetismo hipnótico:
—Al fin… libre.
Alexcis sintió un tirón en su pecho, como si la máscara y ella estuvieran ligados. Cada latido suyo era respondido por la presencia de aquella mujer.
Melanie lo miraba, pálida, como si reconociera en esa aparición algo profundamente peligroso.
—Alexcis, ¡no la escuches! Esa cosa no pertenece a este mundo.
Pero el dios rió otra vez, y la sala tembló con su eco:
—Ella es la encarnación de tu deseo y de tu condena. Tu camino hacia el traidor comienza con ella.
La mujer lo miró directamente, con esos ojos insondables, y dio un paso hacia él, desnuda, pero sin rastro de vergüenza.
—Mi señor… ¿me reconocerás? —susurró.
Alexcis tragó saliva, incapaz de apartar la vista. Algo en su interior le decía que ya la había visto antes, en sueños, en sus visiones… como si hubiera esperado toda su vida este instante.
El dios extendió su risa, oscura y triunfal:
—Dime, Alexcis… ¿acaso puedes resistirla?
La mujer avanzó lentamente entre los ecos de la risa del dios. Cada paso suyo hacía vibrar el suelo, como si el mismo mundo temblara bajo su presencia.
Alexcis, con la máscara ardiendo sobre su rostro, no pudo retroceder. Su cuerpo estaba inmóvil, atrapado entre el magnetismo de esa criatura y el peso de la marca.
La mujer se inclinó apenas, sus labios acercándose a los de él con una lentitud calculada.
—Mi señor… —susurró, antes de posar un beso suave, oscuro y helado sobre su boca.
El contacto atravesó a Alexcis como un relámpago. No era un beso humano: era una unión de energías, un sello que ataba su alma a la de esa extraña aparición.
—¡No! —la voz de Melanie quebró el instante como un cristal que se rompe.
Sus ojos, normalmente tan serenos, estaban ardiendo de furia y celos.
Avanzó con paso firme y empujó con violencia a la mujer, que apenas retrocedió un paso, aunque sus labios esbozaron una sonrisa enigmática.
—¡Salgase, maldita zorra! —gritó Melanie, incapaz de ocultar la rabia en su voz.
El salón entero tembló ante ese estallido de emoción. Valerius y Radko se miraron entre sí, sorprendidos, sin atreverse a intervenir.
La mujer volteó lentamente hacia Melanie. Su expresión seguía serena, pero en sus ojos brillaba un fuego antiguo.
—Oh… así que esta es tu guardiana, Alexcis. Qué adorable. —Sonrió con un aire de superioridad venenosa—. Pero no temas, cristalina, yo no vengo a arrebatarte lo tuyo.
Melanie apretó los dientes, alzando su espada cristalina hacia el pecho de la recién llegada.
—¡No eres bienvenida aquí!
La mujer inclinó la cabeza, casi divertida, y luego volvió la mirada a Alexcis, ignorando la hoja a centímetros de su piel desnuda.
—¿Vas a dejar que ella me insulte así, mi señor?
Alexcis sintió el pecho arder con la marca, la máscara susurrándole voces contradictorias. Una parte de él quería apartar a esa mujer… pero otra, más oscura, lo mantenía atraído hacia ella como un imán.
El Dios de la Muerte estalló en carcajadas, su voz estremeciendo los muros:
—¡Maravilloso! Tu deseo y tu deber se enfrentan frente a tus ojos. ¡El juego apenas comienza!
Melanie retrocedió medio paso, pero no bajó la espada. Su mirada estaba cargada de furia, sí, pero también de dolor.
—Alexcis… —dijo con la voz quebrada, aunque firme—. ¿De verdad vas a dejar que esta… esta cosa… te controle?
El silencio se cargó de tensión. El dios esperaba, regodeándose. La mujer sonreía, segura de su poder. Y Melanie… Melanie temblaba de rabia y celos, pero también de miedo a perder al hombre en quien había confiado su vida.
Melanie apretó los dientes, levantando su espada de cristal y apuntándola directo al corazón desnudo de la recién llegada.
—¡No vuelvas a tocarlo!
El aire se volvió denso, cargado de energía. Los muros parecían contener la respiración.
La mujer no apartó la mirada de Alexcis.
—¿Y bien, mi señor? ¿A quién eliges?
Alexcis intentó hablar, pero la voz se le quebró. La máscara ardía como un hierro al rojo vivo, clavándose en su piel, la marca del dios resplandecía bajo ella, y cada latido era un suplicio. Quería gritar, quería arrancársela… pero estaba paralizado.
Melanie lo observaba, con lágrimas furiosas en los ojos, incapaz de contener el dolor que le atravesaba el pecho.
—¡Respóndeme, Alexcis! —su voz se quebró entre el amor, los celos y la rabia.
Pero él no respondió.
No podía.
El Dios de la Muerte estalló en una carcajada que hizo temblar las piedras del salón.
—¡Magnífico! ¡Que se ahogue en su dilema! ¡Que se pudra en la indecisión!
El eco resonaba como un trueno eterno.
Alexcis quedó allí, inmóvil, atrapado entre los ojos oscuros y tentadores de la mujer… y la espada temblorosa de Melanie, que lo defendía incluso de sí mismo.
La elección, sin embargo, aún no llegaba.