Los Moretti habían jurado dejar atrás la mafia. Pero una sola heredera bastó para que todo volviera a teñirse de sangre. Rechazada por su familia por ser hija del difunto Arthur Kesington, un psicopata que casi asesina a su madre. Anne Moretti aprendió desde pequeña a sobrevivir con veneno en la lengua y acero en el corazón. A los veinticinco años decide lo impensable: reactivar las rutas de narcotráfico que su abuelo y el resto de la familia enterraron. Con frialdad y estrategia, se convierte en la jefa de la mafia más joven y temida de Europa. Bella y letal, todos la conocen con un mismo nombre: La Serpiente. Al otro lado está Antonella Russo. Rescatada de un infierno en su adolescencia, una heredera marcada por un pasado trágico que oculta bajo una vida de lujos. Sus caminos se cruzan cuando las ambiciones de Anne amenazan con arrastrar al imperio que protege a Antonella. Entre las dos mujeres surge un juego peligroso de poder, desconfianza y obsesión. Entre ellas, Nathaniel Moretti deberá elegir entre la lealtad a su hermana y la atracción hacia una mujer cuya luz podría salvarlo… o condenarlo para siempre.
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Bianca Calderone
...NATHANIEL DEVERAUX ...
Me pasé una mano por el rostro, intentando mantener la compostura, pero la rabia me hervía bajo la piel.
Antonella… ¿quién demonios se creía? ¿Jugar conmigo de esa manera? Primero aceptando mi invitación, siguiéndome el juego, dejándome pensar que estaba dispuesta, y luego tirándome un balde de agua fría en plena cara. Nunca nadie había tenido la osadía de plantarme así. Era como si su voz todavía resonara dentro de mi cabeza, recordándome que no pensaba ser “mi zorra de la noche”.
Me reí con ironía. Qué ironía tan absurda: yo, que tenía a medio mundo persiguiéndome, me había dejado afectar por la voz de una mujer que con un solo “no” me rompió el ego en mil pedazos.
El teléfono vibró en mi bolsillo, sacándome del torbellino de pensamientos. Era Carter, mi asistente. Contesté de inmediato.
—¿Qué pasó? —mi tono salió más duro de lo que esperaba.
Del otro lado se escuchó un ligero titubeo.
—Señor Nathaniel… hay un problema.
Cerré los ojos y respiré hondo. Justo lo que me faltaba.
—Habla, Carter.
—Una mujer está en su residencia de Milán… está armando un escándalo.
Me incorporé en seco.
—¿Qué mujer?
Hubo una pausa.
—El señor Liam ya bajó a atenderla, pero… la mujer insiste en hablar con usted.
Mi mandíbula se tensó.
—Te pregunté quién es.
El silencio duró un par de segundos más hasta que escuché su nombre.
—Se llama Eliana.
Fruncí el ceño, sin procesar del todo.
—¿Eliana?
Carter carraspeó, como si supiera que no me haría gracia la aclaración.
—La bailarina de Infernó, el bistró en Francia que usted suele frecuentar.
Me quedé en silencio. Eliana… claro, cómo olvidarla. Una mujer con un talento que apenas superaba su obsesión por rodearse de hombres con poder. La recordaba demasiado bien.
—¿Quieres decirme que viajó hasta Milán? —mi voz sonó incrédula, cargada de fastidio.
—Exacto, señor. Llegó sin avisar. —Carter bajó un poco el tono—. Voy a averiguar exactamente qué le está diciendo a su padre.
Me llevé una mano al cabello, exasperado. La última persona que necesitaba cerca de Liam era Eliana. Si viajo desde Francia debe traer problemas.
—Más te vale que lo hagas rápido —gruñí, colgando antes de que pudiera añadir algo más.
La noche ya era un desastre, y al parecer apenas estaba empezando.
Pedí un whiskey doble en la barra del hotel, dejé unos billetes sobre el mármol y me acomodé en uno de los sillones de cuero oscuro. Necesitaba despejarme, bajar el nivel de rabia que Antonella me había dejado y procesar el circo que Carter acababa de describirme. Pero el silencio del bar era un espejismo: apenas probé el primer sorbo, el sonido de unos tacones resonó detrás de mí.
Me giré un poco y allí estaba. Bianca Calderone.
El mundo, a veces, parecía tener un humor de mierda.
Su cabello rubio caía en ondas perfectamente peinadas, como si el tiempo no hubiera pasado desde la última vez que la vi. Esa última vez… sangre, gritos, cristales rotos. El sabor metálico en mi boca y el ardor del plomo entrando en mi pierna.
—Vaya, vaya… —su voz sonó suave, casi burlona—. Nathaniel Deveraux . El rey de Mónaco esta noche.
Me recosté en el sillón, sin hacer el más mínimo esfuerzo por disimular el fastidio que me provocaba verla.
—Bianca. Qué sorpresa tan desagradable.
Sonrió como si le divirtiera mi desprecio.
—¿Así me tratas por venir a verte después de tanto tiempo?
—Lo último que recuerdo de ti —apoyé el vaso en la mesa de centro, clavando mis ojos en los suyos— es que me dejaste con un maldito agujero en la pierna.
Ella ladeó la cabeza, sin perder la sonrisa.
—Oh, ¿todavía guardas rencor por eso? No fue nada personal, Nathaniel. Sabes que siempre fuimos… intensos.
—Intensos es cuando discutes y tiras una copa al suelo. —Solté una risa seca—. No cuando tu novia te dispara y te deja incapacitado un mes entero.
La expresión de Bianca no cambió, aunque vi un brillo peligroso en sus ojos.
—Lo hice porque me llevaste al límite. Siempre fuiste un hombre que juega con fuego… y yo solo respondí con la misma moneda.
Incliné el cuerpo hacia adelante, acercándome apenas lo suficiente para que solo ella pudiera escucharme.
—¿Llevarte al límite fue que vieras hablando con otra mujer? No confundas el fuego con estupidez, Bianca. Tú cruzaste una línea, y lo sabes.
Ella soltó una risa seca, sin humor.
—¿Hablando? No me hagas reír, Nathaniel. Te mandé a seguir… y me enviaron pruebas de que te veías con esa zorra en España. ¿De verdad creíste que no me iba a enterar?
Sentí que la mandíbula se me tensaba, pero no le di el gusto de apartar la mirada.
—Nunca tuviste la capacidad de distinguir entre una amenaza real y tus propios celos enfermizos. Esa fue tu perdición.
Bianca alzó el mentón, con una sonrisa torcida.
—Y aun así, sigues aquí, frente a mí. Eso es lo que más me excita, Nathaniel… que por mucho que me odies, todavía no logras librarte de mí.
Ella se encogió de hombros, como si hablar de un disparo fuera tan trivial como discutir sobre un vestido.
—Y sin embargo, aquí estás. Vivo. Triunfando. Como si nada hubiera pasado. Quizás me deberías dar las gracias.
Me recosté de nuevo, tomando el vaso con calma para disimular las ganas de sacarla de mi vista.
—La única gracia es que no terminaste en prisión esa noche.
—Oh, Nathaniel… —se inclinó hacia mí, rozando el borde de mi hombro con la punta de sus dedos—. Algún día entenderás que yo no soy tu enemigo.
Me quedé mirándola, sin parpadear, con el recuerdo ardiente de esa bala en la pierna y el infierno que viví después.
—Para mí —dije con la voz baja, helada—, siempre lo serás.
El problema con Bianca era que conocía demasiado.
No solo al Nathaniel que sonreía para las cámaras y firmaba contratos millonarios, sino al otro. El que guardaba debajo de la piel, el que no dejaba ver ni a su propio padre.
Y ella sabía provocarlo.
Se inclinó más, su perfume caro mezclándose con el whiskey en mi vaso.
—Vamos, Nate. Sabes que esto entre nosotros nunca fue aburrido. ¿No extrañas eso?
La miré en silencio, dejando que creyera por un instante que aún podía jugar en mi terreno. Incliné la cabeza, una sonrisa ladeada pintándose en mis labios.
—Claro que lo extraño… —murmuré, acariciando el borde del vaso con mi dedo—. El caos. La adrenalina. La sensación de que podía estallar todo en cualquier momento.
Bianca sonrió, satisfecha, creyendo que me tenía.
—Entonces, ¿por qué sigues resistiéndote?
Me incliné hacia ella, tan cerca que mi voz fue un susurro malicioso contra su oído.
—Porque cuando disparaste… no solo perforaste mi pierna, Bianca. Me recordaste lo que eres. Una maldita loca disfrazada de niñita rica en busca de atención.
Su sonrisa se congeló, apenas un segundo. Después, esa chispa oscura brilló en sus ojos.
—Dios, olvide que a veces te comportabas como un imbecil cuando te lo proponías.
—Ah, pues…que bueno que te percate de esas cosas —Me aparté, recargándome en el sillón con una calma calculada, como si nada me afectara—. Espero que también te percates de recibir terapia.
Bianca se mordió el labio inferior, y esa reacción me lo confirmó: mi rechazo no la apagaba, la encendía.
—¿Y si dejamos el pasado atrás? —su voz bajó una nota, cargada de intención—. Podemos empezar de nuevo, Nate. Sin juegos… solo tú y yo, como antes.
Solté una carcajada breve, seca, que atrajo la mirada de un par de clientes al fondo del bar.
—¿Como antes? —alcé la copa y la vacié de un trago, sintiendo el ardor bajar por mi garganta—. ¿Quieres decir con los gritos, las rastreadas y tu dedo en el gatillo? No, Bianca. Ni por qué estuviera loco para repetir ese puto infierno.
Ella se acomodó en su asiento, cruzando las piernas con un gesto calculado, como si mi rechazo no la hubiera afectado en absoluto. Pero sus ojos, oscuros y brillantes, decían otra cosa: estaba más enganchada que nunca.
Y lo sabía.
—Siempre supe —dijo con un dejo de excitación en su tono— que lo peor de ti es lo que más me atrae.
No puedo creer que en serio me atreví a meterme con esta loca. Ya se me hacía raro que Anne no la molestara.
La miré fijamente, sin pestañear, hasta que el silencio se volvió incómodo.
Me levanté de mi asiento ignorándola por completo y me retiré del lugar fastidiado.