Emiliano y Augusto Jr. Casasola han sido forjados bajo el peso de un apellido poderoso, guiados por la disciplina, la lealtad y la ambición. Dueños de un imperio empresarial, se mueven con seguridad en el mundo de los negocios, pero en su vida personal todo es superficial: fiestas, romances fugaces y corazones blindados. Tras la muerte de su abuelo, los hermanos toman las riendas del legado familiar, sin imaginar que una advertencia de su padre lo cambiará todo: ha llegado el momento de encontrar algo real. La llegada de dos mujeres inesperadas pondrá a prueba sus creencias, sus emociones y la fuerza de su vínculo fraternal. En un mundo donde el poder lo es todo, descubrirán que el verdadero desafío no está en los negocios, sino en abrir el corazón. Los hermanos Casasola es una historia de amor, familia y redención, donde aprenderán que el corazón no se negocia... se ama.
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No perdamos más tiempo
La noche estaba avanzada, pero en el aire aún se sentía el calor del día. En el balcón del departamento de Augusto, la ciudad dormía a lo lejos mientras él observaba a Danitza, que se mantenía de brazos cruzados, la mirada baja, el gesto serio.
—Danitza… —Su voz salió más suave de lo que imaginaba—. Necesito hablar contigo.
Ella levantó apenas el rostro, sin responder, pero sin irse tampoco. Eso le dio el valor que necesitaba.
—Perdóname —dijo al fin—. Por todo. Por ser un idiota, por hablarte mal, por alejarte cada vez que me acerco.
Danitza entrecerró los ojos, confundida. Él dio un paso hacia ella.
—Sé que a veces parezco un grosero contigo, pero no es porque no me importes. Es lo contrario… —respiró hondo, bajando la mirada un momento —Me importa tanto que me cuesta manejarlo. Hacerte enojar ha sido mi forma torpe de no mostrar lo que realmente siento.
Danitza frunció el ceño, sin comprender del todo.
—¿Y qué es lo que realmente sientes, Augusto?
Él la miró con una mezcla de dolor y ternura.
—Te amo, Danitza. Te amo desde que éramos unos niños. Desde que me cuidabas la tarea, desde que me curabas los raspones y defendías mis tonterías delante de todos.
Ella abrió los ojos, sorprendida. Augusto continuó:
—Siempre he estado ahí para protegerte, para verte crecer… pero también para esconder lo que sentía. Porque tenía miedo. Miedo de lo que puedan pensar tus padres… mis padrinos. Miedo de que me sigan viendo como su ahijado y no como un hombre que ama a su hija.
Danitza parpadeó, sintiendo cómo su corazón comenzaba a latir con más fuerza.
—Me da rabia… me da celos verte sonreír con otros. No sabes lo que me cuesta ver cómo te ríes con cualquier otro tipo que no sea yo. Porque sé que no tienen ni idea de lo valiosa que eres. De lo que yo daría por una sola sonrisa tuya dirigida a mí sin rencor.
Se hizo un silencio espeso entre los dos. Ella tragó saliva, sin saber qué decir. Augusto dio un paso más, hasta quedar a un par de centímetros de su rostro.
—No te estoy pidiendo que me ames ahora, ni que olvides lo que hice mal. Solo necesitaba que supieras lo que hay dentro de mí. Porque no aguanto más seguir fingiendo que no me importas, cuando en realidad… eres lo más importante que tengo.
Danitza bajó la mirada, mordiéndose el labio. Su pecho subía y bajaba con fuerza. Finalmente alzó la vista, con los ojos brillosos.
—¿Y si yo también he sentido lo mismo… pero tú siempre me trataste como si te estorbara?
Augusto cerró los ojos un segundo, como si esas palabras lo golpearan.
—Entonces te fallé. Pero estoy aquí… y si me dejas, quiero reparar cada herida que te hice. No como tu amigo o el ahijado de tus padres. No como el niño que conociste. Sino como el hombre que daría todo por hacerte feliz.
Danitza lo miró unos segundos más. Después dio un paso hacia él y apoyó su frente contra su pecho. Y por primera vez, Augusto la rodeó con los brazos sin miedo.
—Estoy cansada de fingir también —susurró ella.
Él sonrió, cerrando los ojos, aferrándose a ese instante como si fuera lo único real en el mundo.
El abrazo se volvió refugio. Ninguno decía nada, pero el latido de sus corazones hablaba por ellos. El silencio ya no era incómodo, era necesario. Hasta que Augusto, con suavidad, deslizó los dedos por la espalda de Danitza y, con el pecho todavía agitado, murmuró contra su cabello.
—¿Quieres ser mi novia?
Danitza alzó el rostro, sus ojos reflejaban emoción contenida, como si hubiese esperado toda la vida para escuchar esas palabras.
—Desde hace muchos años —susurró—. Desde que supe lo que sentía por ti… he estado esperando este momento.
La voz de ella se quebró al final, y a Augusto se le llenaron los ojos de brillo. Le tomó el rostro entre las manos, con esa delicadeza que solo se tiene por lo que se ama profundamente, y acercó sus labios a los de ella.
El primer roce fue suave, una promesa guardada por años, un suspiro convertido en realidad. Y luego, el beso creció con la pasión que tantas veces había soñado. No había prisa, solo necesidad. De sentirla. De saberse correspondido. De que ella, por fin, era suya y él de ella.
Danitza se aferró a su cuello, dejando que el beso hablara por todos los años de silencios y miradas que evitaron lo inevitable.
Cuando se separaron, Augusto apoyó su frente contra la de ella, ambos respirando agitados, los ojos cerrados.
—No sé cuánto tiempo me quede en este mundo, Danitza —murmuró él, con una leve sonrisa—. Pero lo que sí sé… es que cada segundo que me quede, quiero pasarlo a tu lado.
Ella sonrió, acariciándole la mejilla.
—Entonces no perdamos más tiempo.
Y no perdieron el tiempo.
Los besos se volvieron más intensos, ardientes, como si quisieran recuperar todo lo que el miedo y los años les habían robado. Las caricias surgieron como un lenguaje nuevo pero familiar, uno que sus cuerpos ya conocían en secreto.
Augusto, con la mirada fija en ella, llevó sus manos al cierre del vestido de Danitza y lo bajó lentamente, como si cada centímetro fuera un tesoro. El vestido cayó al suelo en un suspiro de tela, y él se quedó quieto por un momento, simplemente contemplándola.
—Eres perfecta —murmuró, con la voz cargada de deseo y ternura.
Volvió a besarla, esta vez con una mezcla de dulzura y hambre contenida. Danitza respondió con la misma pasión, rodeándole el cuello con los brazos, hasta que Augusto la alzó en el aire como si no pesara nada.
Ella enredó sus piernas en su cintura, y sus labios no se separaron mientras él la llevó a la habitación. La luz tenue proyectaba sombras en las paredes, pero todo lo que importaba estaba allí, entre sus manos, entre suspiros.
Con cuidado, la dejó caer sobre la cama. Danitza se recostó sin apartar los ojos de él. Augusto se quitó la ropa sin prisa, dejando al descubierto el cuerpo que tantas veces imaginó compartir con ella, no en sueños, sino en la realidad de ese momento.
Se deslizó sobre ella como si fueran uno solo, acariciando con devoción cada parte de su piel, descubriéndola sin apuro, sin miedo. Los besos bajaban por su cuello, su pecho, mientras las manos de Danitza lo recorrían con una mezcla de deseo y ternura infinita.
Los suspiros se volvieron gemidos, el ritmo de sus cuerpos se fundió con el de sus corazones. Se amaron como solo se ama una vez en la vida: con urgencia, con entrega, con la certeza de que ya no habría marcha atrás.
Y cuando todo se volvió calma, y el sudor se mezcló con el aliento tibio de la madrugada, Augusto la abrazó por la espalda, acariciando su cabello mojado de emoción.
—Te amo —susurró contra su oído, besándola suavemente.
Danitza sonrió, cerrando los ojos.
—Y yo a ti… desde siempre.
,muchas gracias