Cuando el exitoso y temido CEO Martín Casasola es abandonado en el altar, decide alejarse del bullicio de la ciudad y refugiarse en la antigua hacienda que su abuela le dejó como herencia. Al llegar, se encuentra con una propiedad venida a menos, consumida por el abandono y la falta de cuidados. Sin embargo, no está completamente sola. Dalia Gutiérrez, una joven campesina de carácter firme y corazón leal, ha estado luchando por mantener viva la esencia del lugar, en honor a quien fue su madrina y figura materna.
El primer encuentro entre Martín y Dalia desata una tormenta: él exige autoridad y control; ella, que ha entregado su vida a la tierra, no está dispuesta a ceder fácilmente. Así comienza una guerra silenciosa, pero feroz, donde las diferencias de clase, orgullo y heridas del pasado se entrelazan en un juego de poder, pasión y redención.
NovelToon tiene autorización de Maria L C para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Capitulo 23
La hacienda de los Montalvo estaba sumida en un silencio denso, roto solo por los pasos firmes y apresurados de Ernesto. Caminaba de un lado a otro en la sala principal, con el rostro enrojecido por la furia y los ojos inyectados de rabia. A pesar de sus años, su presencia imponía respeto. Las venas marcadas en sus sienes temblaban con cada pensamiento que cruzaba su mente: venganza.
—¡Malditos, Casasola! —gruñó, deteniéndose frente al retrato de su padre colgado en la pared—. ¿Esto es lo que querías ver, viejo? ¿A tu nieto tras las rejas? ¿A los Montalvo humillados?
Fabián lo observaba desde una esquina. Llevaba horas intentando calmar a su padre, sin éxito. La noticia de que Martín Casasola había metido a Joaquín en la cárcel lo había golpeado a él también, pero sabía que actuar con la cabeza caliente solo traería más desgracias.
—Papá, por favor… —intentó suavemente—. Ya basta. No ganamos nada así. Joaquín necesita un abogado, no una guerra.
Ernesto se giró con brusquedad. Su voz estalló como un trueno.
—¡¿Y tú quieres que nos quedemos con los brazos cruzados?! ¿Qué dejemos que los Casasola nos pisoteen como si fuéramos cualquier cosa?
—No es eso, pero tenemos que ser inteligentes. Si reaccionamos mal, perdemos más. Joaquín ya está pagando, pero nosotros…
—¡Nosotros no perdemos! ¡Un Montalvo no se rinde! —bramó Ernesto, golpeando el bastón contra el suelo—. ¿Qué te pasa, Fabián? ¿Dónde está tu sangre?
Fabián apretó los labios. Las palabras de su padre dolían más de lo que quería admitir.
—Mi sangre está donde siempre ha estado, pero no pienso seguir alimentando esta guerra absurda. No quiero ver a mi hijo pudriéndose en la cárcel, ni a ti arrastrándote por una venganza.
Ernesto lo miró con desprecio, como si no reconociera al hombre frente a él.
—Tu abuelo luchó por esas tierras en San Juan. Se enfrentó a todo para que la familia tuviera un legado. ¿Y tú quieres tirarlo todo por la borda solo porque un Casasola se atrevió a tocarnos?
—No estoy tirando nada —replicó Fabián, con la voz más firme—. Estoy tratando de proteger lo que queda. Joaquín no es como tú, ni como tu padre. No necesitamos más violencia, necesitamos soluciones.
—¡Cobarde! —espetó Ernesto, llevándose una mano al pecho—. ¡No eres digno de llamarte Montalvo!
La discusión se tornó más tensa. Ernesto seguía despotricando mientras Fabián intentaba razonar. Pero entonces, algo cambió en el rostro del viejo. Su cuerpo se estremeció brevemente, y una de sus piernas flaqueó. El bastón se deslizó de su mano y cayó al suelo con un golpe seco.
—Papá... —Fabián se acercó alarmado.
Ernesto intentó hablar, pero las palabras salieron arrastradas, ininteligibles. Luego, su cuerpo entero se inclinó hacia un lado y cayó pesadamente sobre el sillón.
—¡Papá! ¡Papá! —gritó Fabián, sujetándolo—. ¡Ayuda! ¡Alguien, que venga!
El personal de la casa entró corriendo, y en cuestión de minutos la ambulancia estaba en camino. Ernesto fue llevado de urgencia al hospital de la ciudad, mientras Fabián, aún con el corazón latiendo con fuerza, no dejaba de repetir:
—Aguanta, viejo... por favor, aguanta…
El diagnóstico fue brutal: infarto cerebral severo. La presión, el estrés, la furia acumulada durante años... todo había explotado al fin. El infarto le provocó una embolia, y aunque lograron salvarle la vida, el daño ya estaba hecho.
Fabián Montalvo caminaba por el pasillo del hospital, con el peso de una decisión que le quemaba por dentro. Su padre, Ernesto Montalvo, estaba postrado en una cama de hospital, su salud deteriorada de forma irreversible.
Los doctores no le daban muchas esperanzas. La situación era grave, pero lo que realmente desgarraba el alma de Fabián era el culpable silencio que llenaba la habitación. La culpa, el remordimiento y la impotencia se apoderaban de su corazón.
Se sentó en una silla frente a la cama de su padre, quien estaba inconsciente, conectado a varios aparatos que monitoreaban su vida. Era una situación insoportable. No importaba cuánto tratara de encontrar una salida, todo parecía desmoronarse a su alrededor. La culpa de su propio destino, la de su hijo, y la de su familia, lo tenía atrapado en una espiral de desesperación.
El rostro de su padre, envejecido y demacrado por los años, reflejaba todo lo que había pasado a lo largo de su vida. Fabián recordó sus tiempos de infancia, cuando su padre era un hombre imponente, lleno de vida y poder.
Sin embargo, esa ambición insaciable de Ernesto lo había llevado por un camino peligroso, a través de intrigas y manipulación, a la búsqueda constante de poder, de querer lo que no le pertenecía. Y al final, esa misma ambición lo había llevado a esta cama, con la vida colgando de un hilo.
Fabián no sabía qué hacer. Quería llevar a su padre a los mejores especialistas, pero la situación con su hijo Joaquín lo complicaba aún más. El chico estaba en prisión, y el juicio parecía ya estar decidido. Las pruebas presentadas por Martín como causante del incendio e intento de homicidio eran irrefutables. Había algo trágico y destructivo en todo eso. La fatalidad parecía haberse abalanzado sobre su familia, arrastrándolos al abismo.
Se puso de pie, incapaz de quedarse quieto. Salió de la habitación, buscando aire fresco, pero cuando cruzó la puerta de la sala, fue recibido por su hermana Isabel, quien estaba esperando fuera. La expresión en su rostro no dejaba lugar a dudas: sabía que la situación era grave.
—¿Cómo está papá? —preguntó Isabel, su voz temblorosa, sin poder disimular la ansiedad que la consumía.
—Los doctores no son optimistas, Isabel. No saben cuánto tiempo más va a durar... —respondió Fabián, con la voz quebrada. No podía soportar ver a su hermana tan angustiada.
Isabel se dejó caer en una silla cercana, sus manos cubriéndose el rostro mientras trataba de contener las lágrimas.
—Que vamos a hacer... —musitó Isabel, su voz apenas un susurro. —Todo esto es un caos. Papá... él... —no pudo continuar. Las palabras se le atascaban en la garganta.
—Yo no, lo sé, Isabel. Papá... —Fabián dejó escapar un suspiro, llevando una mano a su frente.. —Papá ha causado todo esto. Su ambición nos ha destruido. Todo lo que tenemos, todo lo que éramos... se ha deshecho. Y ahora, ¿qué podemos hacer? La culpa es nuestra, pero ya no podemos retroceder.
Isabel lo miró con tristeza. Ella había visto cómo la ambición de su padre había destruido su familia, cómo esa misma ambición había arrastrado a su sobrino Joaquín a la cárcel, y cómo Fabián, su propio hermano, no había podido salvar a nadie.