En una pequeña sala oscura, un joven se encuentra cara a cara con Madame Mey, una narradora enigmática cuyas historias parecen más reales de lo que deberían ser. Con cada palabra, Madame Mey teje relatos llenos de misterio y venganza, llevando al joven por un sendero donde el pasado y el presente se entrelazan de formas inquietantes.
Obsesionado por la primera historia que escucha, el joven se ve atraído una y otra vez hacia esa sala, buscando respuestas a las preguntas que lo atormentan. Pero mientras Madame Mey continúa relatando vidas marcadas por traiciones, cambios de identidad, y venganzas sangrientas, el joven comienza a preguntarse si está descubriendo secretos ajenos... o si está atrapado en un relato del que no podrá escapar.
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El plan.
Durante semanas, Elena planeó en silencio. Cada día en clase se convertía en una observación cuidadosa y estratégica. Sus ojos recorrían los rostros de Carla, Pablo y Sofía con una precisión casi obsesiva. No era solo preocupación lo que la guiaba, sino una determinación oscura que crecía en su interior. Veía sus gestos nerviosos, los susurros a medias, las miradas perdidas. Sabía que el tiempo estaba cerca.
Su cabaña en el bosque, un lugar que el resto del pueblo había olvidado hacía años, era la clave. Estaba lo suficientemente alejada para que nadie notara su presencia. Durante semanas, Elena había comenzado a prepararla en secreto, limpiando las telarañas que el tiempo había tejido en los rincones, reparando las ventanas rotas y haciendo que el lugar pareciera, al menos a primera vista, acogedor. Pero más allá de lo físico, la cabaña representaba algo mucho más profundo para Elena: era el lugar donde por fin podría cumplir con su misión.
Sabía que no podía simplemente llevarse a los niños. Eso sería demasiado obvio. Necesitaba que ellos quisieran ir con ella, que confiaran en ella de tal manera que la idea de escapar juntos fuera la única opción que pudieran ver. Así que, como una cazadora paciente, comenzó a sembrar la idea lentamente, dejando pistas sutiles, pequeños comentarios que resonarían en sus mentes inquietas.
El primero en su lista fue Carla, la más frágil, la más rota. Carla siempre caminaba con los hombros caídos, como si su pequeño cuerpo estuviera demasiado cansado para soportar el peso de su dolor. Elena sabía que para ganarse su confianza debía ser suave, paciente. Necesitaba que la niña viera en ella la figura maternal que tanto ansiaba.
Un día, después de clase, cuando la mayoría de los niños ya se habían ido, Elena la detuvo justo en la puerta del aula.
—Carla, ¿puedo hablar contigo un momento? —preguntó, con un tono tan dulce que podría haber engañado a cualquiera.
La niña se detuvo en seco, girándose lentamente, sus ojos vacilantes. Elena la miró con la misma expresión serena de siempre, pero esta vez había algo más en su mirada, una intensidad que Carla no pudo identificar.
—Sé que algo no está bien en casa —dijo Elena, manteniendo su voz baja, como si estuviera compartiendo un secreto.
Carla se tensó, sus dedos jugando nerviosamente con el borde de su manga larga, que siempre ocultaba los moretones. Nadie le había preguntado nunca eso, nadie había prestado suficiente atención a sus silenciosas súplicas de ayuda.
—No tienes que decírmelo ahora, cariño —continuó Elena, inclinándose un poco hacia ella—. Solo quiero que sepas que puedes confiar en mí.
Los ojos de Carla se llenaron de incertidumbre. ¿Debería confiar en ella? Su corazón latía con fuerza, y por un instante pensó en echar a correr. Pero algo en la voz de Elena, en la forma en que la miraba, le hizo quedarse. ¿Podía ser esta la mano que tanto había esperado?
—No te preocupes —dijo Elena suavemente, tomando la pequeña mano de Carla entre las suyas—. Yo te cuidaré.
La niña asintió lentamente, aunque su mente aún estaba llena de dudas. Pero en ese momento, el toque cálido de Elena y sus palabras amables parecían prometerle un refugio seguro. La primera en caer había sido la más fácil, y Elena lo sabía. Solo era cuestión de tiempo.
Con Pablo, la estrategia fue diferente. Elena sabía que el chico no confiaba en nadie, y mucho menos en una maestra. Su vida estaba marcada por la violencia, la desconfianza, y una ira que lo consumía desde dentro. Romper esa coraza no sería fácil, pero Elena tenía algo que los demás no: ella entendía la oscuridad que lo envolvía.
Una tarde, mientras los demás niños salían corriendo al patio, Elena encontró a Pablo sentado solo en una esquina, pateando una pequeña piedra con rabia. Sus hombros estaban tensos, y su rostro reflejaba la lucha interna que llevaba cada día. Sabía que, si intentaba acercarse de la misma manera que con Carla, no funcionaría.
—Pablo —dijo, su tono más crudo y directo—. Sé cómo te sientes.
Él no levantó la mirada al principio, pero su cuerpo se tensó al escucharla. Elena continuó, sabiendo que sus palabras debían perforar la fachada dura que el niño había construido para protegerse.
—He visto cómo te tratan, cómo tienes que aguantar. —Elena dio un paso hacia él, su mirada fija en la suya, tratando de conectar con esa rabia—. Nadie debería vivir así. Yo lo sé... porque también lo viví.
Pablo la miró, esta vez con una mezcla de escepticismo y curiosidad. No estaba acostumbrado a que los adultos hablaran de esa manera, con tanta franqueza. Había oído a los profesores decir que era un "caso perdido", pero Elena lo miraba de una forma diferente. Su mirada no estaba llena de juicio, sino de comprensión.
—No tienes que quedarte más allí —dijo Elena, su voz bajando hasta un susurro—. Si te unes a mí, te prometo que nunca volverás a sufrir.
Pablo vaciló, pero algo en su interior se rompió en ese momento. ¿Y si realmente había una salida? ¿Y si esta vez, de verdad, había alguien que lo comprendía? Asintió levemente, y aunque no dijo nada, en su interior, algo cambió.
Sofía fue la más difícil. La niña era brillante, pero su espíritu estaba roto. Había aprendido a ocultar su dolor detrás de libros y sonrisas forzadas. Elena sabía que no podía llegar a ella de la misma manera que con Carla o Pablo. Con Sofía, todo debía ser más sutil, más calculado. La inteligencia de Sofía era su barrera, pero también su debilidad.
Un día, después de clase, Elena la vio de nuevo sentada en la acera, esperando a su padre. Sabía que ese hombre llegaría, tambaleándose como siempre, y que el miedo volvería a llenar los ojos de Sofía. Esperó a que el coche gris desapareciera en la distancia antes de acercarse a la niña al día siguiente en el aula.
—Sofía, sé que eres muy fuerte, pero no tienes que enfrentarte a esto sola —le dijo Elena, su tono suave y cargado de compasión.