Siempre he pensado que el hombre que nace malo, nunca en su vida vuelve a recuperar la bondad de su corazón, nadie se hace malo porque quiere, la vida, la sociedad y el mundo te obligan.
Pero que haces si a tu vida llega una persona que no te teme y que cambia el rumbo de tus pensamientos.
Soy Jarek y necesito una madre para mi hijo, no importa lo que tenga que hacer para conseguirla.
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Capítulo 22: El plan de rescate
El plan para liberar a Paulina se formó en pocos minutos: Jarek, Dylan y dos hombres de confianza —uno de los antiguos aliados de la familia y el conductor más leal—.
Victoria y la abuela Alma insistían en acompañarlos, pero Jarek miro a su esposa y la detuvo con un beso en la frente y la mirada temblando.
—Quédate con Jacob y con la abuela—le dijo—. No soportaría perderlos.
Ella obedeció, y mientras la camioneta saltaba por la carretera oscura, Victoria cerró los ojos y entregó la noche a la oración acompañada por la abuela.
Dylan, que había recopilado la información de donde tenían a Paulina gracias al guardia que Cinthya había seducido (un nombre de aquel lugar que había soltado después de una buena golpiza: el galpón en las afueras, cerca del viejo muelle), explicó con voz baja:
—Si Demetrio está detrás, esperemos lo peor: guardias armados, salida controlada. Si es Dalila, será más emocional, más directa. Vamos con cautela— pensaba en silencio.
Jarek no necesitaba más. Puso el arma en la guantera, pero su pulso delataba la furia contenida: no quería violencia si podía evitarla, pero no retrocederá ante la posibilidad de ver lastimada a su sangre.
El galpón estaba oscuro, apenas una luz parpadeante en una esquina.
El silencio del lugar era espeso, roto por el rumor del agua cercana.
Dylan se adelantó y tomó posición en las sombras junto al conductor; Jarek se acercó por la puerta trasera; el otro hombre vigiló un lateral.
Dylan conectó un pequeño dispositivo al sistema de alarma que había descubierto en la puerta —una de tantas habilidades que no gustaba de presumir— y forzó una lectura.
No había cámaras internas visibles, lo que aumentó la tensión: o las habían tapado o el lugar era simple y premeditado.
Un paso, dos pasos, y el aire olía a aceite y a metal.
Paulina estaba en una habitación pequeña, atada a una silla, con la cabeza inclinada como si hubiera dormido por agotamiento.
Nada en el cuarto indicaba violencia extrema: ni moretones, ni sangre; Dalila quería controlar, no destrozar. Eso les dio un leve respiro.
—Paulina —susurró Jarek, acercándose con cuidado—. Soy yo. Soy Jarek, tu hermano.
Ella alzó los ojos, confusa al principio, y cuando lo reconoció, su rostro se abrió en un arco de alegría y alivio que les quebró el alma.
—Jare… —fue lo único que pudo decir, la voz rota—. Salva a Dylan. —Sus pensamientos aún estaban confusos por el secuestro; no comprendía del todo por qué se la habían llevado.
Dylan respiró hondo y empezó a desatar las ataduras con manos firmes.
Mientras tanto, Jarek inspeccionaba la habitación en silencio.
Una mesa, una llave olvidada, unos papeles con nombres tachados, buscaba algún detalle que le indicara el culpable del secuestro de su hermana o s si aquel lugar había servido también para otros fines logísticos con anterioridad.
No había pruebas contundentes que señalaran a Dalila como la cabeza de este malvado plan; pero para Dylan la huella olía a Demetrio, que era alguien que sabía cómo no dejar rastro y a la vez hacer daño.
El plan de liberación fue ejecutado con precisión.
Dylan mantuvo la guardia en la puerta, escuchando pasos que no vinieron.
Jarek cargó a su hermana en brazos —ella, débil por el miedo y el encierro, se aferró a su cuello con las pocas fuerzas que le quedaban—, y así comenzaron la retirada por la puerta lateral.
En el camino escucharon un motor; miraron preocupados.
Dos hombres aparecieron a lo lejos con linternas, moviéndose con paciencia para hacer las inspecciones nocturnas.
Dylan los vio y detuvo en seco a Jarek: detente ahora.
Retrocedieron a las sombras. Los hombres pasaron de largo, sus siluetas proyectadas contra la luz amarilla. Fue un riesgo que se tenía que tomar.
Respiraron mejor cuando la camioneta arrancó y el galpón quedó atrás.
Nadie estaba herido. Nadie había sido golpeado.
Paulina dormía con la cabeza sobre el pecho de Jarek—los nervios la habían vencido y su cuerpo solo buscaba refugio.
El amanecer los encontró de regreso, con la camioneta embarrada y los rostros pálidos.
Alma fue la primera en cruzar la puerta cuando vieron la figura familiar: Paulina, temblando, pero viva.
La abuela la abrazó sin preguntar, como si fuese el tesoro que siempre debió estar bajo su cuidado.
Jarek no habló durante un largo rato.
Sus dedos se clavaron en la madera de la mesa de comedor, y por fin rompió el silencio con palabras que pesaban como piedras.
—Esto lo hizo mi madre —dijo, mirando a Dylan con la certeza de quien quiere creer en una explicación simple—. Ella sabe cómo tocar mis puntos frágiles.
Dylan no lo contradijo en voz alta; los susurros y miradas en la habitación decían lo que él guardó. Le dio a Jarek una mirada breve, dura y no aprobatoria: sabía demasiado como para formar verdades sin pruebas. Pero también sabía que no era el momento de una discusión que pudiera romper la calma recién recuperada.
Victoria se acercó y tomó la mano de Paulina, mirándola con ternura. Paulina, con voz baja, dijo:
—No puedo… no sé por qué, pero solo recuerdo una voz. No pude ver bien, solo una sombra… y una señora que me habló como si yo fuera suya. Tenía mucho miedo.
Las piezas encajaban a la perfección: quién había hablado, qué órdenes se dieron, y por qué la mano que había encerrado a Paulina era tan fría y a la vez tan posesiva.
Dylan, en voz baja, al oído de Jarek, dijo lo justo:
—No formemos una guerra aún. Lo que importa es que Paulina está a salvo. Luego, buscamos la verdad.
Jarek apretó la mandíbula, la rabia luchando con el alivio. Miró a su hermana, a Victoria, a Alma. Por un segundo, la imagen de su madre le atravesó el pecho, formando un nudo que no sabía como desatar. Elegir entre la sangre y la razón no sería fácil, pero la promesa en su mirada quedó clara: haría lo que fuera por proteger a los suyos.
Epílogo…
Esa madrugada, la casa de campo recuperó una esperanza simple: Paulina dormía con una manta extra, después de ser revisada por Victoria; Jacob pidió que le contaran la historia del “valiente Dylan”, que había rescatado a su tía; y Alma rezó agradecida. Nadie resultó herido.
No era el momento de ajustar cuentas ni de un gran castigo; la venganza para Dalila llegaría más temprano que tarde, y su propio hijo se encargaría de hacerla pagar.
Pero en la penumbra, Dylan repasaba mentalmente los nombres y los gestos; sabía que Demetrio no se conformaría con un simple secuestro fallido.
Él ya apuntaba pistas: el galpón, la forma de operar, el silencio de ciertos cómplices.
Había algo más oscuro en juego, y la chispa que se encendió esa noche era apenas el inicio de un fuego que prometía consumir más.