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Cuando Cese La Tempestad.

Cuando Cese La Tempestad.

Status: En proceso
Genre:Amor en la guerra / Viaje a un mundo de fantasía / Mundo mágico
Popularitas:535
Nilai: 5
nombre de autor: Sofia Mercedes Romero

Un hombre que a puño de espada y poderes mágicos lo había conseguido todo. Pero al llegar a la capital de Valtoria, una propuesta de matrimonio cambiará su vida para siempre.
El destino los pondrá a prueba revelando cuánto están dispuestos a perder y soportar para ganar aquella lucha interna de su alma gemela.

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Capitulo 12

 La luz era un bálsamo para los soldados exhaustos, que se desplomaron junto al lago como hojas caídas. El único sonido era el sorbo ansioso de sus cantimploras y el roce paciente de Riven, limpiando su espada con un trapo, sentado sobre una roca. Andrey y Ember se acercaron, compartiendo su silencio.

—Lamento lo de tu caballo —dijo Andrey, posando una mano sobre su hombro.

Riven no respondió; su mirada estaba fija en Aria, sentada en la orilla, unos metros más allá. No podía apartar de su mente el destello de poder que había visto en ella. Allí, donde toda magia parecía muerta, ¿cómo había hecho aquello?

Aria contemplaba el agua cristalina. El silencio del lago calmaba el zumbido en sus oídos. Anhelaba tocarla. Sus dedos rozaron la superficie con suavidad, las ondas se expandieron una y otra vez, hasta que, de pronto, una imagen conocida emergió, tan nítida que parecía que el agua había cobrado vida.

—Supre... —susurró. El terror le arrancó el aire y tropezó, cayendo al lago con un chapoteo.

—¿Qué fue eso? —preguntó Mita, girándose alarmada.

—¡¿Dónde está?! ¡Señorita! —gritó, desesperada.

Riven se levantó de inmediato.

—¡El lago! —murmuró, lanzándose al agua sin titubeo.

Aria luchaba por salir, pero el velo y la túnica empapados se aferraban a su cuerpo como cadenas, arrastrándola hacia el fondo. Voces extrañas gritaban dentro de su cabeza, tan fuertes que sentía que su cráneo se partiría. Cuando estuvo a punto de soltar el último hilo de aire, un peso cálido la envolvió y la llevó a la superficie.

—¡Carajo! ¿Están bien? —preguntó Andrey, jadeante.

—¡Señorita! —lloró Mita, al borde del pánico.

—¡Dejen espacio! —ordenó Riven, con una voz tan cortante que nadie se atrevió a replicar.

Aria tosía sin control, el velo empapado sobre su rostro le robaba el aire.

—A la mierda con esto —gruñó Riven, tirando del tejido. Mechones de cabello blanco quedaron expuestos, pero antes de que pudiera arrancarlo del todo, una voz baja lo detuvo.

—No… no me lo quites, por favor —suplicó.

Riven se congeló, sus ojos avellana encendidos con una furia contenida.

—¿Con que podías hablar? —escupió, con desdén.

Se puso de pie y se apartó.

—Pongámonos en marcha.

Aria lo vio alejarse y sintió un peso aplastante en el pecho.

—Lo siento —murmuró Mita, con los ojos empañados—. No pude protegerte.

—No tienes por qué hacerlo —respondió Aria, firme. Su deber no era protegerla, sino vigilarla, impedir que hiciera algo que perjudicara a otros… o a sí misma. Quien cuidaba de ella era Lauren. Pero él ya no estaba.

Caminaron durante horas hasta que el agotamiento quebró sus pasos. Riven, que vigilaba el grupo, notó el cansancio de las mujeres. Se acercó con dos caballos entregó uno a Mita y cargó a Aria en el otro. Tomó las riendas y reanudaron la marcha.

El sol se hundía otra vez, y la amargura en la garganta de Aria no cedía. Miró al caballero que le había salvado la vida dos veces en un solo día y que ahora parecía un muro frío e inalcanzable.

—Lo siento… lo siento mucho —susurró, como si sus palabras fueran plegarias lanzadas al viento.

Riven la oyó, pero su rostro no cambió.

—Soy Aria, de la casa Silvermit. Fui entregada a los dioses cuando era niña —continuó, su voz desnudándose en el aire helado.

Riven se detuvo.

—No tienes que decirme nada. No estoy molesto contigo —respondió con un suspiro cansado.

Pero dentro de Aria, el corazón seguía siendo un ancla. Sabía que tarde o temprano la máscara caería, y entonces él vería quién era en realidad. Y la decepción… sería una tormenta capaz de destrozarla.

Un temblor le recorrió el cuerpo.

"Me llevará de vuelta al templo", pensó, y las lágrimas, como perlas rotas, rodaron por sus mejillas. Volver… volver a ser prisionera. Un horror que su alma no podría soportar.

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