Gia es una hermosa mujer que se casó muy enamorada e ilusionada pero descubrió que su cuento de hadas no era más que un terrible infierno. Roberto quien pensó que era su principe azul resultó ser un marido obsesivo y brutal maltratador. Y un día se arma de valor y con la ayuda de su mejor amiga logra escapar.
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Capítulo 17 En la seguridad de Ciudad Luz
Las puertas dobles de la sala de emergencias se abrieron y el doctor salió, aún con la mascarilla colgando del cuello.
—Estará bien —anunció, mirando a Noa y Margaret—. Tiene una costilla fracturada y varios hematomas en el rostro y cuello, pero cederán con el tratamiento. Lo importante es que no hay daño interno grave.
Margaret soltó un suspiro de alivio, llevándose la mano al pecho. Noa asintió, aunque sus ojos seguían tensos.
—Sin embargo —continuó el médico—, he ordenado tomar fotografías de las lesiones para incluirlas en el informe médico. Si desean presentar una denuncia contra el agresor, el expediente estará disponible.
Noa y Margaret intercambiaron una mirada silenciosa.
—Pueden pasar a verla —añadió el doctor, apartándose para dejarles el paso.
La habitación estaba en penumbra, iluminada solo por la luz suave que caía sobre la cama.
Gia descansaba, su respiración acompasada, un vendaje rodeando su torso.
Margaret se acercó con cuidado y le acarició el cabello.
—Gia… —susurró con ternura.
Noa, que observaba desde el pie de la cama, levantó la mirada hacia ella.
—¿Gia? —preguntó con cautela—. ¿No se llama… Daniela Rocco?
Margaret se giró, confundida.
—No… —frunció el ceño—. Su nombre es Gia Greco. Y el hombre que la atacó… es su esposo, Roberto Marino.
El silencio que siguió fue denso. Noa parpadeó, intentando procesar lo que acababa de oír.
—¿Su esposo? —repitió, incrédulo.
Margaret asintió con pesar.
—Desde que se casó casi no hablábamos. No sé qué pasó entre ellos… pero verla así… —la voz se le quebró.
Noa dio un paso hacia ella y, con un tono firme pero tranquilo, dijo:
—Ahora lo más importante es que esté a salvo. Cuando despierte, nos contará todo.
Se quedaron en silencio, escuchando la respiración pausada de Gia, mientras el misterio sobre quién era realmente crecía como una sombra en la habitación.
El monitor cardíaco emitía un pitido suave y constante. Margaret estaba sentada a un lado de la cama, con la mano de Gia entre las suyas. Noa permanecía de pie, con los brazos cruzados, observando en silencio, pero su cerebro trabajaba a mil revoluciones por minuto, tenía tantas preguntas.
Un leve gemido rompió la quietud. Gia parpadeó lentamente, como si le costara abrir los ojos.
—Tía… —murmuró, apenas audible.
—Aquí estoy, mi niña —respondió Margaret, acariciándole el cabello con ternura—. Ya pasó… estás a salvo.
Gia giró la cabeza y vio a Noa. Sus labios intentaron formar una sonrisa, pero el dolor se lo impidió.
—Noa…
Él se acercó un paso, sin apartar la mirada de sus ojos.
—¿Cómo te sientes?
—Adolorida… —susurró.
Margaret dudó unos segundos, luego decidió ir al punto:
—Gia… Noa me preguntó por ti. Le dije que tu nombre es Gia Greco… y que el hombre que te atacó es tu esposo.
Los ojos de Gia se abrieron un poco más, una mezcla de sorpresa y angustia atravesó su rostro.
—Yo… —intentó hablar, pero tragó saliva, como si las palabras se atascaran en su garganta.
—No tienes que decir nada ahora —intervino Noa, con voz calmada, aunque en sus ojos brillaba una mezcla de curiosidad y preocupación—. Pero necesito saber en algún momento toda la verdad, es la única forma de poder protegerte y ayudarte.
Gia desvió la mirada hacia la ventana. La luz de la tarde entraba filtrada por las cortinas, dibujando sombras en su rostro.
—Él… —tomó aire, y la voz se le quebró—. Él no se detendrá.
Margaret apretó su mano con más fuerza.
—¿Por qué no me dijiste nada antes?
—Porque… —cerró los ojos, una lágrima
escapando por la comisura—. Porque si sabía dónde estaba, vendría por mí. Y tenía razón… lo hizo.
Noa se inclinó hacia ella, serio. Le acaricio la mejilla con sumo cuidado.
—Ahora estás bajo mi cuidado. No va a volver a tocarte otra vez, nunca más. Te ayudaré a divorciarte, contrataré al mejor abogado.
Gia lo miró, y por un instante pareció encontrar algo de paz en sus palabras.
En Ciudad Cielo. La habitación estaba oscura, iluminada solo por una lámpara de escritorio.
Roberto estaba sentado en una silla, con los codos apoyados en las rodillas y un trapo húmedo sobre los ojos irritados.
—¡Maldita sea! —gruñó, arrancándose el trapo. El ardor del espray aún le quemaba, pero la furia era más intensa que el dolor.
En el escritorio de Steven, una botella de whisky a medio.
—Falle, maldita sea —escupió, apenas escuchando la voz del otro lado—. Esa maldita no debió salir viva de esa casa. Ella es mía!!!!
Pausó, respirando agitado. Mientras Steven lo miraba fijamente.
—No me importa dónde se esconda. Encuéntra a esa maldita y tráela.
Colgó con un golpe seco. Se levantó y caminó hacia la ventana. Desde allí se veía la ciudad, las luces titilando como si no hubiera nada malo en el mundo.
Sonrió, pero no era una sonrisa agradable.
—Te casaste conmigo, Gia… y eso no se rompe así.
Se sirvió otro trago y sacó del bolsillo un sobre arrugado. Dentro, una fotografía: Gia sonriendo, mucho antes de que su luz se apagara. Con el dedo, acarició el borde de la imagen, casi con ternura… antes de doblarla bruscamente y lanzarla al piso.
—Si crees que puedes salvarte… —susurró—, es que todavía no me conoces bien.