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Florecer De Las Cenizas

Florecer De Las Cenizas

Status: En proceso
Genre:Autosuperación / Traiciones y engaños / Cambio de Imagen
Popularitas:4.6k
Nilai: 5
nombre de autor: Orne Murino

A veces perderlo todo es la única manera de encontrarse a uno mismo

NovelToon tiene autorización de Orne Murino para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capítulo 21 — Mudanza y sombra

El furgón de mudanza parecía una promesa en la vereda. Cajas apiladas, etiquetas escritas a mano, y por sobre todo eso, la sensación de que algo se cerraba para abrirse distinto. Juliana miró su casa por última vez con la calma propia de quien resolvió un acto urgente: no solo cambiar de techo, cambiar de vida.

Había días en que la nostalgia le dolía como una piel que se estira, y otros en que sentía alivio al pensar que pronto esas paredes no tendrían más el eco de gritos, de silencios tensos. Hoy, sin embargo, el aire era de movimiento alegre. Mica y Alessandro habían venido desde temprano con cajas y café; Mattia había coordinado con la empresa de mudanza y, para sorpresa de todos, se había puesto a descargar sin miedo al calzado manchado.

—¿Qué sería de mí sin ustedes? —dijo Juliana, apretando a Mica en un abrazo que parecía devolverle el centro.

—No digas pavadas —respondió Mica, besándole la mejilla—. Vos nos sostenés todo el tiempo; hoy nos toca devolver el favor.

Alessandro, con la caja de libros en las manos, se permitió una broma:

—Y además, probé el mate esta mañana. No es tan malo.

Los cuatro rieron, y la risa se expandió por la entrada como un desinfectante contra la tristeza. Fue Alessandro el que, con curiosidad, pidió probar el mate de Juliana. Ella, complacida, le enseñó la ceba como lo había hecho con Mattia: con paciencia, casi con cariño ritual. Él, con su sonrisa amplia, lo tomó, frunció el ceño en el primer sorbo y al final soltó una carcajada.

—¡No puedo creer que me haya costado tan poco! —dijo Alessandro orgulloso.

Mica, que observaba, se puso colorada de nuevo cuando Mattia le dedicó una sonrisa tranquila; el gesto entre ambos era pequeño pero elástico, como una cuerda que prometía tenderse más con el tiempo.

La mudanza se hizo en ritmo de canción de radio que pasaba entre golpes y risas. Las cosas de Juliana estaban envueltas en mantas profesionales, pero también en objetos que contaban su historia: una libreta de bocetos con manchas de tinta, unos retazos de cuero guardados como reliquias, fotografías pequeñas de los artesanos del taller. Mattia se detuvo frente a una de esas fotos —una mujer mayor con manos curtidas por el trabajo— y la leyó con respeto.

—¿Ella es parte del equipo? —preguntó, con curiosidad genuina.

—Sí —respondió Juliana, casi con orgullo—. Mi madre contrató a las artesanas hace años. Son la esencia de esto.

Mattia asintió. La reverencia en su mirada no era fingida; le nacía del fondo. Juliana sintió que, en efecto, tenía a alguien capaz de entender lo que su trabajo significaba para ella.

Cuando quedó menos por cargar, Mica propuso que descansaran y pedía pizza. Se sentaron en cajas convertidas en mesa improvisada. El sol de la tarde se fue gastando en tonos dorados. Entre bocado y bocado, hablaron de cosas prácticas —la inmobiliaria, el seguro del barrio privado, la lista de prioridades para la nueva casa— y de cosas pequeñas que brillaban: el primer jardín que pondría Juliana, el rincón para las plantas, la luz ideal para coser.

—Necesitás un barrio donde haya silencio, cámaras y vecinos que se cuiden entre ellos —dijo Alessandro con seriedad amable—. Y si te sirve, yo te ayudo a buscar.

—Y yo —intervino Mattia, tomando la mano de Juliana con una naturalidad que no pedía permiso—, me encantaría ayudarte a elegir. Si querés, vemos opciones este fin de semana.

Ella lo miró. Había confianza en la oferta, y algo más: la sensación de que no la empujaba, sino que caminaba a su lado. Fue un momento de ternura que la abrumó y la tranquilizó a la vez.

Después de la pizza, quedaron cuatro ayudando a desarmar algunas piezas y guardar los últimos objetos en el furgón. La tarde se transformó en tarde-noche; las luces del barrio se fueron encendiendo como pequeñas lámparas que marcaban el camino hacia el cambio.

—Voy a preparar unas cosas en la cocina antes de irnos —dijo Juliana—. Nadie entra porque es un desastre, pero necesito un café.

Los otros asintieron y se dispersaron por la casa, cada uno con su tarea. Mattia la acompañó a la cocina. El ambiente se volvió íntimo: la luz cálida, el sonido lejano del equipo de mudanza en la calle, el ruido apagado de las voces. Él sacó una toalla para ayudarla a secar una taza, y sus manos se rozaron casualmente; el contacto fue breve pero suficiente para encender algo en los dos.

—¿Te quedás un rato más? —preguntó él, con voz baja.

Ella lo miró, apoyada en la mesada, con el mate todavía tibio sobre la barra. La casa, la que pronto no sería suya, tenía ahora menos peso. Había decisión en ella: la voluntad de limpiar, cerrar, empezar.

—Sí —respondió, y lo dejó acercarse.

Sin prisa, sin urgencias, se quedaron ahí, compartiendo silencio y mirada. Mattia le acercó la mano al rostro para apartar un mechón rebelde que le caía sobre los ojos; su mirada se hizo más intensa, más contenida. Juliana notó la proximidad en todo su cuerpo: en la respiración, en el pulso de la mano que él sostenía. Parecía que el mundo había hecho un pacto para detener el tiempo.

Justo cuando la distancia entre ambos era mínima y el deseo de acercarse se hacía mutuo, la puerta de la cocina se abrió de golpe. Mica apareció con una caja en las manos, pero al ver la escena se quedó petrificada. La cara le cambió de color en un segundo y, sin medir gesto, dejó la caja en la encimera con un ruido sordo y se tapó la boca.

—¡Uy! —dijo, y antes de poder recomponerse, estalló en una risa nerviosa—. Ay, Dios, no… yo me voy, lo siento —balbuceó, y salió corriendo de la cocina como una adolescente en fuga, dejándolos a los dos en medio del desconcierto y la risa contenida.

Mattia y Juliana se miraron, y la tensión que había en el ambiente se quebró en una sonrisa, tímida, cómplice. Él le ofreció la mano a modo de broma, y ella la tomó. Fue un contacto cálido, una promesa que no necesitó palabras.

Mientras eso pasaba, en otro lugar de la ciudad, en las paredes impolutas de su departamento, Martín Cabrera clavó los ojos en la pantalla del celular. La soledad y la rabia se mezclaban en él como un cóctel oscuro. Ya no era suficiente mandar flores o gritar; esas acciones solo la habían alejado más. Sentía que el tiempo se le escapaba, que la veía reír con otros, que la veía elegir otro camino.

Respiró hondo y marcó un número que conocía por referencia. La persona que respondió en la línea tenía voz áspera y escasa paciencia; a Martín le importó poco. El encargo se deslizó con palabras secas: había que “llevarse” a Juliana —no herirla, solo trasladarla lejos, donde él pudiera hablar con ella—. Habló de una suma, de un plan, de nocturnidad. Fue frío, calculador, sin mencionarla por su nombre más que lo estrictamente necesario.

La llamada terminó con promesas sombrías y números intercambiados. Martín dejó el teléfono sobre la mesa, la respiración agitada, con la certeza de que el siguiente movimiento sería definitivo.

En la cocina del taller, Juliana y Mattia no sabían todavía que la noche traía consigo un peligro que se estaba tejiendo lentamente. Solo tenían la risa de Mica huyendo por el pasillo, el ruido del cierre del camión y la promesa de un nuevo hogar en construcción.

Esa promesa, sin embargo, ya no podría esperar demasiado: la sombra que Martín dejaba en la ciudad comenzaba a moverse.

1
Maritza Suarez
👍
Lorena Itriago
Martín no estaba preso? no entiendo porque está en su departamento?
Lorena Itriago
tengo una duda Micaela y Camila son la misma persona?
Edith Villamizar
Hola inicio de ésta historia 🌹
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