Gabriela Estévez lo perdió todo a los diecinueve años: el apoyo de su familia, su juventud y hasta su libertad… todo por un matrimonio forzado con Sebastián Valtieri, el heredero de una de las familias más poderosas del país.
Seis años después, ese amor impuesto se convirtió en divorcio, rencor y cicatrices. Hoy, Gabriela ha levantado con sus propias manos AUREA Tech, una empresa que protege a miles de mujeres vulnerables, y jura que nadie volverá a arrebatarle lo que ha construido.
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Triunfos y despedidas
GABRIELA
Hace diez años…
Si alguien me hubiera dicho hace unos años que estaría aquí, frente a un auditorio lleno de mujeres, no lo habría creído. Yo, la chica que una vez lloró en silencio porque pensaba que no valía nada, ahora tenía un micrófono en la mano y el corazón latiendo como un tambor.
A mi lado estaban Daniel, Cecilia y Ana, los tres pilares que me ayudaron a levantar lo que un día solo fue un sueño en mis cuadernos universitarios. Daniel me apoyó con la parte técnica, Cecilia me dio las palabras de aliento cuando sentía que no podía más, y Ana… Ana me recordó que la sororidad no era un discurso, sino un acto.
—Bienvenidas a ÁUREA —empecé, y vi cómo los ojos de decenas de mujeres brillaban con expectación.
ÁUREA no era solo una aplicación. Era un refugio, una red, una mano tendida. A través de ella, las mujeres podían acceder a asesorías legales si sufrían maltrato, a talleres de emprendimiento si querían independizarse, un sistema de seguridad amplio y a un espacio seguro para compartir sus historias sin miedo a ser juzgadas.
—Esto nació de una herida —confesé, con la voz entrecortada—. Porque durante años me sentí pequeña, invisible, incapaz de decidir sobre mi propia vida. Pero un día entendí que las heridas también pueden florecer… si dejamos que en ellas nazca algo nuevo.
Un murmullo recorrió el lugar. Vi a mujeres asentir, algunas secarse las lágrimas en silencio. Y en ese instante lo supe: no estaba sola.
ÁUREA era más que mío. Era de todas.
Daniel me miró desde el costado con esa media sonrisa que decía “lo lograste”, mientras Cecilia apretaba mis manos como quien guarda un secreto entre amigas. Ana, en primera fila, no paraba de aplaudir.
Yo había llegado al punto más bajo de mi vida, pero ese día… ese día, frente a tantas miradas esperanzadas, entendí que mi caída había sido el impulso que necesitaba para volar.
Y prometí, en voz alta y con el alma entera:
—ÁUREA nunca dejará que ninguna mujer vuelva a sentirse sola.
El aplauso fue tan fuerte que por primera vez en mucho tiempo me ericé… pero no de miedo, sino de orgullo.
Mi vida cambió por completo después de ÁUREA.
De pronto, ya no era la mujer que se quedaba esperando a que Sebastián llegara a casa con olor a cigarro y excusas. Ahora era yo la que salía temprano, la que iba de reunión en reunión, de taller en taller, la que hablaba con inversionistas, con mujeres que buscaban un nuevo comienzo, con jóvenes que soñaban con cambiar el mundo.
Pero nunca estuve sola.
Valentina iba conmigo a todas partes. A las reuniones, a las conferencias, a algunas visitas de campo. Siempre estaba a mi lado con su mochila de colores y su cuaderno de dibujos. Y si alguien pensaba que ella podía ser un obstáculo, estaba equivocado: mis compañeros la adoraban.
Daniel era el primero en asegurarse de que tuviera un lugar en cada mesa. “La jefa y la mini-jefa”, decía riendo mientras le cedía su silla a Valentina.
Cecilia se convertía en su niñera improvisada cuando yo tenía que dar una charla, enseñándole juegos de palabras o dibujitos mientras me esperaba.
Ana siempre aparecía con dulces escondidos en su bolso, como si supiera exactamente qué necesitaba mi hija después de un día largo.
—Tina es parte del equipo —decía Daniel, y todos asentían como si fuera la cosa más natural del mundo.
Al principio pensé que se cansarían, que sentirían que era una carga… pero ocurrió lo contrario. La cuidaban, la protegían, le dejaban espacio para ser niña sin que eso me impidiera ser una mujer, profesional y soñadora.
Yo solía pensar que no podía ser ambas cosas. Que tenía que elegir entre ser madre o tener una vida propia. Pero ÁUREA y todo lo que vino después me demostró que no era cierto.
Cada vez que veía a Valentina dormida sobre mis piernas mientras terminaba un informe, cada vez que la escuchaba decir con orgullo “mi mamá tiene una empresa que ayuda a las mujeres”, entendía que no estaba fallando como madre… al contrario, estaba mostrándole que podía elegir ser libre.
Ese era el verdadero cambio: ya no vivía con miedo, ya no vivía a la sombra de nadie. Y mi hija crecía viéndolo con sus propios ojos.
...🟣...
Salimos un sábado cualquiera al parque de diversiones. Daniel había insistido en que necesitábamos “despejarnos un poco”, aunque sus ojeras decían que quien realmente necesitaba un respiro era él.
Aun así, siempre encontraba energía para Valentina.
Valentina corría feliz, con el cabello despeinado por el viento y un algodón de azúcar en la mano. Daniel, con sus típicas ojeras y sonrisa cansada, la seguía como si tuviera la misma edad que ella.
—¡Tina, si me ganas te compro otro! —le gritó, y ella soltó una carcajada que me llenó el corazón.
Cuando por fin volvieron a la banca donde yo los esperaba, Daniel se dejó caer a mi lado, jadeando.
—Estoy oficialmente viejo —bromeó, aunque todavía tenía esa chispa juvenil en los ojos.
Me reí.
—Viejo tú… si apenas tienes dos años menos que yo.
—Y me tratas como si fueran diez. —rodó los ojos, pero enseguida su tono cambió—. Oye, jefa, tenemos buenas noticias. Conseguiste unos inversionistas en Europa. Si todo sale bien, ÁUREA podría expandirse allá.
Sentí un cosquilleo de emoción recorrerme el cuerpo. Europa. Mi proyecto, nuestro proyecto… más grande de lo que había soñado.
—¿De verdad? —lo miré sorprendida, con un brillo de orgullo en el pecho.
Él asintió, y aunque trató de disimularlo, pude ver en sus ojos el peso de tantas horas de esfuerzo.
—Daniel, te estás matando con esto. —señalé sus ojeras—. Mira cómo estás.
—Nah, esto es nada —respondió encogiéndose de hombros—. Además, vale la pena.
Daniel sonrió, pero no era esa sonrisa despreocupada de siempre. Era más seria, más pesada. Lo miré con el ceño fruncido.
Nos quedamos en silencio unos segundos, mirando a Valentina mientras devoraba su algodón de azúcar, con la cara llena de azúcar rosa.
De pronto, Daniel rompió la tensión con un chiste:
—Bueno, ¿vas a preguntar de una vez o me vas a seguir mirando como si estuvieras esperando que me confiese?
Sonreí de lado.
—Te conozco demasiado. Cuando estás callado es porque estás masticando algo en tu cabeza. Suéltalo de una vez.
Él alzó las manos en señal de rendición.
—No te puedo ocultar nada, ¿no, jefa?
—Ya deberías saberlo.
Suspiró, frotándose la nuca.
—¿Qué pasa? —susurré—. ¿Hay algo más?
Él guardó silencio unos segundos, como si estuviera buscando las palabras correctas. Al final suspiró, pasando una mano por su cabello revuelto.
—Sí… hay más. —me miró de frente, con los ojos firmes—. Se me presentó una oportunidad en Japón. Es un proyecto que va muy de la mano con lo que siempre he querido hacer, y sería un paso enorme en mi carrera.
Sentí un vacío en el pecho, como si me hubieran quitado el aire de golpe.
—¿Japón? —repetí, incrédula.
—Seguiría trabajando con ÁUREA, claro. Pero no podría estar tan enfocado ni tan presente como ahora. —se apresuró a aclarar—. Lo hablé mucho conmigo mismo antes de decirlo… y si tú no estás de acuerdo, lo rechazo. No quiero que pienses que te estoy abandonando.
Me quedé callada, mirando a Valentina en la distancia, feliz y ajena a todo, mientras compartía su algodón de azúcar con otra niña.
Europa. Japón. ÁUREA creciendo. Y, al mismo tiempo, la posibilidad de perder a mi mayor apoyo y amigo.
Tragué saliva y bajé la mirada.
—Daniel… no sé qué decir.
Él me tomó la mano con suavidad.
—No tienes que decir nada ahora. Solo… perdóname por ponerte en esta situación.
Lo miré a los ojos y vi el mismo chico que me había acompañado desde que este sueño apenas era una idea en un cuaderno.
Tuve miedo de quedarme sola.
Respiré hondo, tratando de ordenar las emociones que se agolpaban en mi pecho. Orgullo, miedo, tristeza… todo mezclado. Miré a Daniel, a sus ojos sinceros, y comprendí algo: así como él había estado ahí, sosteniéndome en mis noches más oscuras, ahora era mi turno de sostenerlo a él.
—Hazlo —dije con firmeza, aunque mi voz tembló al final—. Ve a Japón, Daniel. Persigue eso que tanto deseas.
Sus cejas se alzaron, sorprendido.
—¿De verdad me apoyas?
Asentí, forzando una sonrisa.
—Claro que sí. Tú creíste en mí cuando nadie más lo hizo, me empujaste a no rendirme, a construir ÁUREA. ¿Cómo podría yo negarte ahora la oportunidad de seguir tus sueños?
Vi cómo sus hombros se relajaban, como si le hubiera quitado un peso enorme de encima. Y esa expresión… esa gratitud genuina… me rompió un poquito más por dentro.
—Gracias, Gabi. —me apretó la mano con fuerza—. No sabes lo que significa escucharlo de ti.
Sonreí, aunque por dentro sentía un nudo en la garganta. No quería que notara lo mucho que me dolía la idea de no tenerlo cerca, de que las reuniones ya no fueran con café improvisado en mi sala, de que Valentina no tuviera a su cómplice de juegos todos los días.
Lo miré y pensé: así es el amor verdadero, el que no busca retener, sino dejar volar.
En ese momento, Valentina se acercó corriendo con el rostro manchado de azúcar.
—¡Mami, Dani! —dijo con emoción—. ¿Podemos subirnos a la rueda gigante?
Reímos los dos, y fue un respiro. Daniel le hizo una reverencia fingida.
—Si la mini jefa lo ordena, tendremos que obedecer.
La tomé de la mano y los miré a ambos, tratando de memorizar esa imagen. Sabía que nada volvería a ser igual, pero también entendí que los cambios no siempre significaban pérdidas… a veces significaban crecimiento.
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(No creen que merezco un especial saludo de la autora?)