"La casa donde aprendí a odiarme" es una novela profunda y desgarradora que sigue la vida de Aika, una adolescente marcada por la indiferencia de su madre y la preferencia constante hacia su hermano. Atrapada en una casa donde el amor nunca fue repartido de forma justa, Aika lidia con una depresión silenciosa que la consume desde dentro. Pero todo empieza a cambiar cuando conoce a Hikaru, un chico extraño que, sin prometer nada, comienza a ver en ella lo que nadie más quiso ver: su valor. Es una historia de dolor, resistencia, y de cómo incluso los corazones más rotos pueden volver a latir.
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Capítulo 20: El regreso de lo que nunca se fue
El viento de la mañana soplaba con fuerza, levantando hojas secas por las aceras del vecindario. Aika salía de casa con su chaqueta a medio abrochar, el cabello aún húmedo por la ducha y los auriculares puestos, sumergida en una canción que hablaba de sanar. Caminaba rápido, como si pudiera dejar atrás lo que sentía si se movía lo suficiente.
Hacía semanas que la casa era suya. Silenciosa, sí, pero bajo su control. Decidía cuándo dormir, cuándo cenar, cuándo hablar. No había gritos. No había puertas cerradas. No había miradas frías. Se había acostumbrado a esa paz solitaria con la resignación de quien nunca espera más.
Hasta que esa mañana encontró un mensaje pegado en la nevera con un imán viejo que decía “Familia”. La letra de su madre.
“Volvemos hoy en la tarde. Tu hermano está mejor. Te vemos en casa.”
Las palabras eran simples. Casi como una nota de compras. Pero Aika se quedó mirándolas más de un minuto, sintiendo cómo algo en su pecho se contraía sin permiso.
Volvían.
Y con ellos, todo lo que eso significaba.
El colegio pasó como una nube espesa. Apenas escuchó a los profesores. Apenas habló. Ni siquiera Hikaru logró sacarle una sonrisa. Él lo notó. Siempre lo hacía.
—¿Estás bien? —le preguntó al salir del aula—. Te ves... ida.
Aika dudó, pero luego se sinceró.
—Mi madre y mi hermano vuelven hoy.
Hikaru asintió despacio. No preguntó más. Solo tomó su mano mientras caminaban por los pasillos, y con eso bastó para que ella se sintiera menos sola en el abismo que se abría frente a ella.
Cuando llegó a casa esa tarde, el portón estaba abierto. Lo primero que vio fue la bicicleta de su hermano tirada en el jardín y la luz de la sala encendida. Tragó saliva.
Entró con pasos lentos. El olor a sopa llenaba el aire, una mezcla familiar que durante años había sido sinónimo de consuelo… pero también de reglas impuestas sin explicación.
Su madre estaba en la cocina, de espaldas, revolviendo algo en una olla. Su hermano, ya recuperado, jugaba con una consola en el sofá. La televisión encendida, los sonidos de explosiones digitales rompiendo el silencio que antes dominaba la casa.
—Hola —dijo Aika, apenas audible.
Su hermano levantó la cabeza. Sonrió, débil, como si aún estuviera adaptándose a la normalidad.
—¡Aika! —exclamó, y se levantó para abrazarla.
Ella lo recibió con los brazos torpes, sorprendida. Sintió su cuerpo más delgado, más frágil. Y a pesar de todo, su corazón se enterneció. Era su hermano. Siempre lo había sido, aunque su madre lo tratara como el centro del universo.
—Estás mejor —susurró.
—Sí. Me dieron el alta ayer. Ya no me duele la cabeza. ¿Te contaron?
—No. Solo leí la nota en la nevera.
Su madre apareció entonces en el umbral de la cocina, con el cucharón aún en la mano. La miró con expresión neutra, casi cansada.
—Llegaste.
Aika asintió, sin saber si debía decir algo más.
—Tu cuarto estaba limpio. Espero que lo hayas mantenido así —agregó su madre sin emoción.
La adolescente sintió cómo esa frase, tan pequeña, se le clavaba como una astilla bajo la piel.
—Sí. Estuvo limpio todo el tiempo —respondió, forzando calma.
Hubo un silencio tenso. Su madre volvió a la cocina sin añadir nada más, como si hablarle a su hija fuese una tarea más en la lista de pendientes.
Aika se quedó allí, de pie, sin saber si subir a su cuarto o quedarse con su hermano. Eligió lo segundo. Se sentó junto a él, escuchando su entusiasmo mientras le explicaba un juego que ni siquiera entendía. Lo miró con ternura, con la nostalgia de lo que pudo haber sido si las cosas hubieran sido diferentes.
La cena fue silenciosa. Solo el ruido de los cubiertos y los anuncios de la televisión llenaban el espacio. Aika apenas probó su comida. Su madre no le preguntó cómo estaba, ni cómo le había ido en el viaje, ni si tenía frío o sueños. Solo hablaba con su hermano, preguntándole si se sentía bien, si quería más sopa, si necesitaba otro cojín.
Como siempre.
Después de comer, Aika subió a su cuarto. Encendió la lámpara de su escritorio y se quedó viendo su reflejo en el espejo.
Ya no era la misma.
Se lo repitió en voz baja, como un mantra: “Ya no soy la misma.”
Tomó el celular y escribió un mensaje a Hikaru:
Aika: “Volvieron. Todo sigue igual. Pero yo no.”
Él respondió en segundos.
Hikaru: “Y eso es lo que importa.”
Sonrió apenas. Se recostó sobre la cama con el corazón un poco más liviano. La presencia de su madre no era menos dolorosa, pero ya no tenía el poder de romperla.
Porque ahora, Aika sabía que el amor no se mendiga.
Y aunque su casa estuviera llena otra vez, ella no iba a dejar que le vaciaran el alma.