En 1957, en Buenos Aires, una explosión en una fábrica liberó una sustancia que contaminó el aire.
Aquello no solo envenenó la ciudad, sino que comenzó a transformar a los seres humanos en monstruos.
Los que sobrevivieron descubrieron un patrón: primero venía la fiebre, luego la falta de aire, los delirios, el dolor interno inexplicable, y después un estado helado, como si el cuerpo hubiera muerto. El último paso era el más cruel: un dolor físico insoportable al terminar de convertirse en aquello que ya no era humano.
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Capítulo 23: Encuentros y Peligros
El sol apenas se levantaba cuando el grupo retomó el camino hacia el asentamiento del norte. La noche anterior había dejado claro que no estaban solos: otros sobrevivientes vagaban por la región, y no todos eran amistosos. Tania caminaba al frente junto a Juan, observando cada movimiento, cada sombra, mientras Carmen los seguía con pasos cautelosos.
El grupo que habían encontrado durante la madrugada se unió temporalmente, avanzando juntos con precaución. Sus nuevos aliados traían historias de pérdidas similares, de pueblos destruidos y de seres queridos convertidos en monstruos. Compartían información sobre rutas seguras y lugares donde podían encontrar agua y comida, pero también advertían de la presencia de grupos hostiles que merodeaban la zona.
—No podemos confiarnos demasiado —dijo Tania en voz baja—. Incluso aquellos que parecen necesitados pueden ser peligrosos.
Juan asintió y ajustó la mochila de Carmen, mientras su mirada recorría el horizonte. El aire estaba cargado de tensión; cada sonido, cada crujido de hojas secas, podía significar una amenaza. Tania sentía la responsabilidad de protegerlos, pero también comprendía que el viaje los cambiaría a todos.
Al mediodía, llegaron a un pueblo abandonado. Casas destruidas y comercios saqueados mostraban los estragos del virus y la desesperación humana. Tania y los demás comenzaron a buscar provisiones: latas de comida, botellas de agua y algunas medicinas que todavía podían servir. Carmen se mantenía cerca de ellos, observando con curiosidad y miedo a la vez.
Mientras recogían recursos, escucharon un grito cercano. Instintivamente, Tania levantó su arma y corrió hacia el sonido junto a Juan. Entre las ruinas, encontraron a un hombre joven, con ropa rota y sangre en las manos. Parecía asustado, pero aún consciente.
—¡Ayúdenme! —gritó—. Mi hermana… ella…
Tania no dudó. Se acercó con cautela y extendió la mano, mientras Juan la cubría. El hombre explicó que había quedado atrapado con su hermana pequeña y que un grupo armado los había separado del camino seguro. Sus ojos reflejaban miedo, pero también esperanza.
—No podemos dejarlos atrás —dijo Tania, tomando una decisión rápida—. Nos aseguraremos de que lleguen al asentamiento.
El resto del día transcurrió con extrema precaución. El grupo avanzaba lentamente, vigilando cada sombra, cada movimiento extraño. Los recién llegados demostraron habilidades útiles: uno sabía improvisar trampas para alejar infectados, mientras otro podía localizar fuentes de agua potable.
Cuando la noche cayó, hicieron un pequeño campamento en un bosque cercano. Las llamas iluminaban sus rostros cansados, y la conversación giró en torno a planes futuros. Tania anotaba en su cuaderno: rutas, posibles enemigos y aliados, y recordatorios de cómo proteger a Carmen y a los demás.
—Estamos más cerca —susurró Tania a Juan mientras observaban la oscuridad—. Pero sé que lo peor aún no ha llegado.
En la distancia, entre los árboles, sombras se movían con sigilo. No eran solo los infectados. Otros humanos, desconocidos y peligrosos, vigilaban cada paso del grupo. La verdadera amenaza apenas comenzaba y Tania comprendía que cada decisión podía significar vida o muerte. Pero, a pesar del miedo y la incertidumbre, la esperanza seguía siendo su fuerza más poderosa.