En un mundo devastado por un virus que desmorono la humanidad, Facundo y Nadiya sobreviven entre los paisajes desolados de un invierno eterno en la Patagonia. Mientras luchan contra los infectados, descubre que el verdadero enemigo puede ser la humanidad misma corrompida por el hambre y la desesperación. Ambos se enfrentarán a la desición de proteger lo que queda de su humanidad o dejarse consumir por el mundo brutal que los rodea
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Capitulo 21
Tengo miedo. No quiero admitirlo, pero siento un terror que me paraliza. Cuando Kevin habló de regresar, fui el primero en desearlo, aunque me quedé callado, escondiéndome tras una máscara de valentía. Si esto sale mal... si yo fallo, no me lo perdonaré nunca.
Voy detrás de César, montando mi caballo a duras penas. Él va delante, con la mirada fija al frente, serio, enfocado, como si nada en este mundo pudiera desconcentrarlo. Cuando Facundo dividió los grupos, me puso con él, y yo acepté feliz, pensando que eso significaba que confiaban en mí. Pero ahora, mientras cabalgamos hacia el aeropuerto, no puedo ignorar el nudo de miedo en mi pecho.
— ¡Mirko! ¡Te estás quedando atrás! –me grita César, girando la cabeza por encima del hombro.
— ¡Sí! –respondo con voz temblorosa, intentando disimular mi miedo. Pero, ¿a quién engaño? Soy un cobarde.
Llegamos al aeropuerto, y César se detiene junto a un montículo de tierra. Me bajo del caballo y observo el lugar. Facundo tenía razón. Desde aquí podemos ver al menos doscientos infectados: algunos deambulan por la autopista cercana, otros se arrastran dentro del aeropuerto, apenas visibles tras los ventanales rotos.
César saca un petardo de su mochila y me lanza otro. Sé lo que tenemos que hacer: arrojarlos hacia la autopista para atraer la mayor cantidad de infectados posible. Siento el sudor frío corriendo por mi espalda mientras agarro el petardo con manos temblorosas.
César lo lanza primero. Su petardo cruza el aire y cae justo en el borde de la autopista. Perfecto. Respiro hondo, intento calmar mis nervios y arrojo el mío, pero no llega ni cerca. Cae sobre la tierra, apenas tres metros delante de mí.
César me lanza una mirada que podría fulminarme en el acto.
— Lo sien...
— Sh. –Me interrumpe bruscamente, llevándose un dedo a los labios.
Los petardos estallan, haciendo eco en todo el valle. El ruido es ensordecedor, y los infectados reaccionan de inmediato. Sus gritos guturales llenan el aire, desesperados, inhumanos. Los que estaban dentro del aeropuerto se abalanzan hacia la autopista, mientras los que rondaban cerca giran sus cabezas hacia nosotros.
— Perfecto. Ahora solo queda que vengan por nosotros. –César saca su pistola y apunta al cielo.
— ¿Qué vas a...?
— Cállate y cúbrete los oídos. –Su voz es firme, sin dejar espacio para dudas.
Dispara un solo tiro al aire, y el sonido del cañón estalla como un trueno en medio del silencio. Todos los infectados giran sus cabezas en nuestra dirección. Un escalofrío recorre mi cuerpo cuando los veo. Empiezan a correr hacia nosotros, gritando, tropezando unos con otros, una masa caótica y monstruosa que parece imparable.
— Muy bien, niño. Es hora de...
El rugido me hace saltar del susto. No es un gruñido común, ni siquiera uno de los infectados. Es más grave, más profundo, como un terremoto que sacude la tierra. Nos giramos hacia el aeropuerto, y entonces lo vemos.
Una bestia de más de dos metros sale disparada desde los ventanales del aeropuerto, destrozando una columna y haciendo estallar varios vidrios. Es un monstruo grotesco, más grande que cualquier infectado que haya visto. Su torso está hinchado, con músculos deformes que parecen a punto de reventar. Pero lo peor es su cabeza: una masa desproporcionada, como si dos cráneos humanos se hubieran fusionado en uno solo.
— Nadiya nos contó sobre estos monstruos... –murmuro, casi sin darme cuenta.
— ¡Reacciona, maldita sea, Mirko! –me grita César, y antes de darme cuenta, me da un cachetazo que me deja aturdido, pero también despierto.
— ¡Anda, empieza a cabalgar y reza todo lo que sepas!
Montamos nuestros caballos y comenzamos a cabalgar a toda velocidad. Los caballos parecen sentir el mismo terror que nosotros, porque galopan como si sus vidas dependieran de ello, y en realidad, así es. A nuestras espaldas, los infectados gritan y corren descontrolados, pero el sonido más aterrador es el de las pisadas del monstruo. Cada paso hace temblar el suelo, acercándose a un ritmo imposible.
Doy un vistazo rápido hacia atrás y lo veo. Esa cosa está descendiendo la pendiente a toda velocidad, apartando a los infectados que se cruzan en su camino como si fueran muñecos de trapo. Su velocidad me hiela la sangre.
— ¡Es demasiado rápido, César! Nos va a alcanzar antes de llevarlos al pueblo.
César se insulta en voz baja, golpeando el lomo de su caballo para hacerlo correr más rápido. Pero entonces, su expresión cambia. Su mirada se endurece, se vuelve fría y vacía, como si ya hubiera tomado una decisión.
— Escúchame, Mirko –dice sin mirarme–. Yo me encargaré de esa cosa. Tú sigue adelante y lleva a los infectados al pueblo.
— ¿Qué? ¡No! ¡No puedes hacer eso! –grito, sintiendo el pánico crecer en mi interior.
— ¡Escúchame bien, niño! –Su voz es firme y autoritaria–. Tienes toda una vida por delante. Yo ya viví la mía. No dejes que Facundo se sacrifique como yo.
— ¡Pero César...!
— ¡Hazlo! –me interrumpe, y entonces desvía su caballo hacia la izquierda.
Lo veo levantar su rifle y disparar contra la criatura, acertándole en el costado. El monstruo suelta un rugido ensordecedor y gira su atención hacia César, desviando su camino. Algunos infectados también lo siguen, atraídos por el ruido.
No tengo tiempo para pensar. Las lágrimas comienzan a correr por mi rostro mientras saco mi pistola y disparo al aire, atrayendo a los infectados restantes hacia mí.
Cabalgo, y cada metro que avanzo siento el peso de la culpa y el miedo aplastándome. Soy un cobarde. Es lo único que puedo pensar mientras escucho los disparos de César a lo lejos.
Los disparos se detienen.
Mis manos tiemblan, pero mantengo mi caballo en marcha. Debo seguir. Debo cumplir con mi papel. Las lágrimas vuelan hacia atrás por el impulso del viento mientras una horda de infectados me persigue, gritando y aullando.
César se sacrificó para que yo pudiera lograrlo. No puedo fallarle. No puedo fallarles a los demás.
Respiro hondo y me obligo a enfocarme. Debo llegar al río. Debo hacer que estos infectados sigan adelante. Facundo, Mario, Kevin, Cesar... todos ellos cuentan conmigo.
Debo hacerlo.