La última bocanada de aire se le escapó a Elena en una exhalación tan vacía como los últimos dos años de su matrimonio. No fue una muerte dramática; fue un apagón silencioso en medio de una carretera nevada, una pausa abrupta en su huida sin rumbo. A sus veinte años, acababa de descubrir la traición de su esposo, el hombre que juró amarla en una iglesia llena de lirios, y la única escapatoria que encontró fue meterse en su viejo auto con una maleta y el corazón roto. Había conducido hasta que el mundo se convirtió en una neblina gris, buscando un lugar donde el eco de la mentira no pudiera alcanzarla. Encontrándose con la nada absoluta viendo su cuerpo inerte en medio de la oscuridad.
¿Qué pasará con Elena? ¿Cuál será su destino? Es momento de empezar a leer y descubrir los designios que le tiene preparado la vida.
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Capitulo XXI Más allá del pacto
La noche después del evento de caridad, la atmósfera en la Hacienda Alistair era diferente. La tensión se había disipado, reemplazada por una calma de victoria y una profunda sensación de complicidad.
Alistair no se dirigió a Elena con una orden ni con una agenda. La esperó en su estudio, un vaso de brandy en la mano, frente a la chimenea. Cuando Elena entró, se sentó en el sillón frente al fuego, sintiendo que podía, por fin, bajar la guardia.
—Hemos ganado, Condesa —dijo Alistair, su voz tranquila y sin el filo habitual—. Valeska no se atreverá a atacarnos de nuevo públicamente.
—Solo fue el primer acto, Conde —respondió Elena, tomando el sillón vecino. Ella no corrigió el uso de "ganamos", sabiendo que era un reconocimiento de su alianza.
Alistair dejó el vaso sobre la repisa de la chimenea. Se giró hacia ella, y por primera vez, Elena vio en sus ojos grises una mezcla de curiosidad y aprecio sincero.
—Dígame, Elena. ¿Quién era usted, realmente, antes del accidente? No la Condesa, sino la mujer. ¿Qué hacía con su "tiempo libre"?
Elena sonrió, conmovida por la pregunta que trascendía la política. Ella pensó que era hora de revelar realmente quien era, aunque sabía que podía echar para atrás todo su avance.
—Tengo algo que revelarle, sé que esto parecerá una locura. Pero solo mantenga su mente abierta para creer en mis palabras.
Alistair entrecerró los ojos pensando lo peor.
—Dígame lo que sea, pero no prometo creer. — una sonrisa se dibujó en su rostro.
Elena titubeó un poco antes de empezar su historia. —Realmente no soy la Condesa Elena De La Garza. Vengo de otra época, una época marcada por el avance tecnológico y el dominio femenino.
—¿Está bromeando? Eso no puede ser cierto.
—No, no es una broma. Yo... era una creadora de negocios, Alistair. Me encantaba tomar algo roto o ineficiente y convertirlo en algo de valor. Me gustaba el riesgo y la toma de decisiones. No tenía paciencia para la superficialidad ni para los corsés. Mi única ambición era la independencia y la eficiencia.
Alistair asintió lentamente, procesando la nueva información.
—Por eso su mente trabaja con tanta lógica militar. Ve la Casa Alistair como una empresa en crisis que debe ser reestructurada —concluyó Alistair. Él no la estaba juzgando; estaba entendiéndola. Aunque aún no creía en sus palabras, pensaba que era solo por el golpe que recibió en la cabeza que decía esas cosas.
—Y usted, Conde —preguntó Elena, sintiéndose audaz—. ¿Quién es usted, más allá del deber? ¿Qué hay debajo de esa armadura de reglas?
Alistair dudó. Era una pregunta que nadie se había atrevido a hacerle en años.
—Yo… soy un hombre que fue criado para la obediencia. Mi padre me enseñó que el honor de mi linaje es más valioso que la felicidad personal. Amo el orden porque el orden garantiza la estabilidad. Y detesto la traición porque la traición destruye todo. La Condesa anterior me dio ambas cosas: desorden y traición. Usted me ha dado ambas: orden estratégico y honestidad brutal.
Elena se levantó y se acercó a él. La distancia entre ellos ya no era de conflicto, sino de una atracción magnética basada en el respeto intelectual.
—No volveré a traicionar su confianza, Alistair. Soy su aliada. Y ahora que los reinos están seguros… ¿podemos dejar de lado el deber y el contrato?
Él no respondió con palabras. La tomó suavemente, y esta vez, el beso no fue ni la exploración brutal del primer día ni la ratificación solemne de la noche anterior. Fue un beso de descubrimiento, tierno y profundo, que buscaba la verdad más allá de la estrategia.
—No me es fácil sentir, Elena —confesó Alistair, su frente apoyada en la de ella—. Fui enseñado a reprimirlo. Pero cada día que pasa, me es más difícil recordar que nuestro matrimonio fue solo un pacto político.
—Deje de intentarlo, entonces —susurró Elena.
Se dirigieron a la habitación, no por la Tercera Regla, sino por el deseo de conexión. Esa noche, el acto de la intimidad se transformó en una conversación física de respeto y creciente afecto. Alistair se despojó de la última capa de su frialdad, permitiendo que Elena viera al hombre complejo y apasionado que había sido forzado a la armadura.
Elena, por su parte, se dio cuenta de que el hombre que había ganado con su estrategia era, de hecho, el amor que su alma moderna siempre había estado buscando: un hombre honorable, fuerte y que, bajo su fachada de hielo, valoraba la inteligencia por encima de la frivolidad.
Mientras el amanecer se asomaba por las cortinas, Elena se acurrucó contra el pecho de Alistair, sintiendo la paz que tanto había anhelado.
—¿Qué haremos con la Baronesa, Alistair? —preguntó Elena en voz baja.
—Por ahora, disfrutaremos de la paz que ha ganado —respondió él, besando su frente con una ternura que la hizo sonreír.
Sin embargo, el destino no estaba dispuesto a darles un respiro. Una vez más, un golpe a la puerta de la habitación irrumpió en su intimidad. Era Mary, con el rostro pálido.
—Mil disculpas, mi Señor, mi Señora. Es la Señora Hudson. Ha recibido un mensaje urgente. El Capitán Leo Thorne ha regresado de la guerra. Y está pidiendo una audiencia con el Conde.
El fantasma del amante de la Condesa original, el hombre que Alistair creía haber quemado en la chimenea, había regresado para reclamar su lugar.