"¿Qué harías por salvar la vida de tu hijo? Mar Montiel, una madre desesperada, se enfrenta a esta pregunta cuando su hijo necesita un tratamiento costoso. Sin opciones, Mar toma una decisión desesperada: se convierte en la acompañante de un magnate.
Atrapada en un mundo de lujo y mentiras, Mar se enfrenta a sus propios sentimientos y deseos. El padre de su hijo reaparece, y Mar debe luchar contra los prejuicios y la hipocresía de la sociedad para encontrar el amor y la verdad.
Únete a mí en este viaje de emociones intensas, donde la madre más desesperada se convertirá en la mujer más fuerte. Una historia de amor prohibido, intriga y superación que te hará reflexionar sobre la fuerza de la maternidad y el poder del amor."
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Cliente arrogante...
Cuando se levantaron para irse, una figura tambaleante se interpuso en su camino. Fernanda, visiblemente ebria, con los ojos rojos de rabia y despecho.
—No me digas que me conseguiste reemplazo —dijo con voz cargada de veneno—. ¿Solo para calmar tus ganas de saltarme encima, como siempre te gustó?
Santiago la ignoró, intentando pasar de largo.
—Santiago —continuó ella, alzando la voz—, ya le dijiste a esta que soy yo la mujer que amas, y que solo la estás usando para olvidarme.
Mar la observó con una sonrisa irónica.
—Algo muy malo debiste hacerle a Santi para que ni siquiera quiera mirarte a la cara —dijo con un tono dulce, cargado de sarcasmo.
El rostro de Fernanda se desfiguró. Alzó su copa y, sin pensarlo, le arrojó el vino a la cara.
—¡Cállate, estúpida! —gritó—. ¡Jamás ocuparás mi lugar! De eso me encargo yo.
La voz de Santiago retumbó con autoridad.
—¡Basta, Fernanda! —rugió, con el ceño fruncido—. Compórtate como una dama… si es que aún recuerdas cómo hacerlo.
El silencio que siguió fue helado. Fernanda se quedó inmóvil, humillada, mientras Santiago sujetaba a Mar del brazo y la sacaba del casino con paso firme.
En el pasillo, la tensión explotó.
—Hasta con vestidos elegantes se nota lo que eres —espetó él, con voz baja pero cargada de veneno—. Y sale a relucir tu oficio. ¿Viste cómo Jesper te devoraba con la mirada?
Mar se detuvo en seco, los ojos ardiendo.
—¿Qué diablos te pasa? —gritó—. ¿Quién te crees para insultarme? ¿Y quién te dijo que quiero que me defiendas o que espero algo de ti? ¡Eres un maldito arrogante que cree que el dinero le da derecho a humillar mujeres como yo!
La furia contenida estalló en su voz, y antes de que Santiago pudiera responder, Mar se dio la vuelta y corrió hacia el ascensor. Las puertas se cerraron frente a su rostro incrédulo.
Santiago quedó solo, con la respiración agitada y los puños cerrados, mientras en su mente resonaban las últimas palabras de ella como un golpe certero al orgullo que lo mantenía vivo.
La impotencia se apoderó de Mar. Había tolerado la forma denigrante en que el inversionista la había mirado, solo por respeto a Santiago, pero que él la ofendiera de ese modo había encendido una furia que no sabía que tenía contenida. Apenas llevaba un día en ese trabajo, y ya lo detestaba con cada fibra de su ser.
Se quitó el vestido con movimientos torpes, sintiendo que la tela se le adhería a la piel como una segunda capa que la asfixiaba. En su cabeza resonaban las palabras de Santiago: «Hasta con vestidos elegantes se nota tu oficio.» Aquella frase le atravesó el pecho como una daga. De pronto, el vestido se volvió insoportable; se lo arrancó con rabia, lanzándolo al suelo, mientras las lágrimas de impotencia corrían por sus mejillas ardientes.
Respiró agitada frente al espejo, viendo reflejada la mezcla de dolor y humillación en sus ojos. No entendía por qué le afectaban tanto las palabras de un hombre al que apenas conocía, pero la herida de su dignidad dolía como una quemadura reciente.
Santiago, por su parte, se había quedado inmóvil frente a la habitación de Mar. Era la primera vez que una mujer le levantaba la voz y lo desafiaba de esa manera. Un sentimiento de culpa lo invadió de pronto; sabía que había cruzado el límite y que había sido más que descortés con Luna. Ver a Fernanda lo había descolocado por completo, y terminó desquitando su ira con quien menos lo merecía.
Impulsado por el deseo de disculparse, alzó la mano para tocar la puerta. Pero el recuerdo de quién era ella —una acompañante— le nubló la razón. «¿Para qué disculparme?», pensó con soberbia. «Es solo una mujer más de esas que viven de vender una ilusión, de fingir amor por dinero. No tengo por qué sentirme mal.»
Decidido a no ceder, se alejó con paso firme hasta su habitación. Apenas cerró la puerta detrás de sí, su teléfono comenzó a sonar. Era Theodore.
— Señor Lombardi, finalmente se digna a contestar —dijo Theodore con tono burlón.
— Theo, no estoy para tus tontos reclamos de mujer tóxica —replicó Santiago con fastidio.
Theodore soltó una carcajada.
— Qué humor el tuyo. No me digas que la guapa Luna no ha cumplido bien su papel de acompañante —comentó divertido.
— ¿A qué te refieres con cumplir bien su papel? —preguntó Santiago, con una ceja alzada.
— A que no sabes lo que hacen las acompañantes, ¿verdad? —ironizó Theodore.
— Ofrecerse como mercancía barata, supongo —dijo Santiago con desdén.
— Jajaja, estás más perdido de lo que creí. Ellas hacen todo menos eso. Las acompañantes no son prostitutas, Santiago. Muchas son abogadas, doctoras, empresarias, modelos, actrices, enfermeras, políglotas… Que trabajen como acompañantes no significa que se vendan —explicó Theodore con calma.
— ¿Ah, no? Entonces, si no son prostitutas, ¿qué son? ¿monjas disfrazadas? —replicó Santiago con sarcasmo.
— Eres demasiado cuadriculado, amigo. Ojalá tu arrogancia y tus prejuicios no te pasen factura —respondió Theodore.
— Lo único que sé —gruñó Santiago— es que haber contratado a Luna será un verdadero dolor de cabeza. Salir con ella y fingir que me importa será mi castigo divino.
Ambos continuaron conversando un rato más sobre la misteriosa acompañante. Aunque Santiago intentaba convencerse de que no le interesaba, en el fondo sabía que la belleza de Mar lo había dejado perturbado. Aquella mujer lo atraía y lo enfurecía en la misma medida.
Un nuevo día comenzó. Santiago se había levantado temprano, y a primera hora dejó un mensaje en el teléfono de Mar, informándole que esa noche asistirían a una cena importante.
La suya no había sido una buena noche. Fernanda había descubierto el número de su habitación y, totalmente ebria, había golpeado su puerta sin cesar durante casi media hora, gritando su nombre y exigiendo hablar con él. La escena fue tan bochornosa que Santiago terminó furioso y desvelado.
Ahora planeaba que la cena sirviera como pantallazo mediático para dejarle claro a Fernanda —y a la prensa— que él estaba con otra mujer, una mucho más deslumbrante.
El mensaje que envió a Mar fue tajante:
— Luna, no soy tu empleado. No quieras invertir los papeles. Aquí quien manda soy yo. Te espero en tres minutos.
Mar, que se encontraba en ese momento terminando de arreglarse, leyó el mensaje y rodó los ojos con exasperación.
— Idiota, arrogante, prepotente —refunfuñó en voz baja, dejando el teléfono sobre la mesa.
Aun así, respiró profundo. No pensaba darle el gusto de verla alterada otra vez. Se miró al espejo y alisó el vestido que había elegido con cuidado: una pieza de seda negra ajustada al cuerpo, con un escote profundo y una falda larga que caía como un río oscuro hasta el suelo. Su cabello recogido hacia atrás dejaba ver su cuello estilizado y su mirada firme.
Salió de la habitación con paso decidido, sin mirar atrás. Estaba lista para enfrentarse a Santiago Lombardi, aunque por dentro hervía de indignación.
Santiago la esperaba en el vestíbulo del hotel, de pie junto a una columna de mármol. Cuando la vio, el aire pareció abandonarle los pulmones. M—Luna, era la definición viva de elegancia y poder.
— Estás… impresionante. Valió la pena la larga espera —murmuró, con voz entrecortada.
Ella ni siquiera lo miró.
— Estoy lista. Vámonos —respondió con frialdad.
Santiago le ofreció el brazo; Mar lo aceptó por simple protocolo. Juntos, caminaron hacia la salida del hotel, donde los esperaba un automóvil de lujo y un enjambre de cámaras y luces.
Antes de llegar al restaurante, él retomó su tono habitual, esa voz fría y calculadora que usaba para controlar cada situación.
— Luna, necesito tu mejor actuación esta noche. Fingiré que estoy interesado en ti. No quiero errores. Ya sabes lo que debes decir si alguien pregunta por nosotros.
Mar lo miró de reojo con una sonrisa irónica.
— No te preocupes —respondió con calma—. Sé perfectamente cómo debo actuar. Pero déjame advertirte algo: si vuelves a insultarme como anoche, te prometo que destruiré tu imagen de CEO intachable.
Santiago apretó su brazo con fuerza, inclinándose hacia ella.
— No juegues conmigo, Luna —susurró en tono bajo, casi amenazante—. No querrás conocer la verdadera arrogancia que habita dentro de mí. Por tu bien, no me retes.
Ella sostuvo su mirada sin temor, con una sonrisa apenas curvada en los labios.
— Entonces no me provoques, Santiago —respondió, con voz serena pero firme.
Cuando cruzaron la puerta del hotel, los flashes de los paparazzi iluminaron la noche como una tormenta de luces. Santiago, acostumbrado al espectáculo, sonrió con naturalidad. Mar, en cambio, lo hizo con una elegancia que dejaba sin palabras a cualquiera que la viera.
Esa noche prometía ser larga, intensa y llena de desafíos. Pero Luna estaba lista. Iba a jugar el juego con las reglas de él… hasta que él cayera rendido ante las suyas.