Eleanor Whitmore, una joven de 20 años de la alta sociedad londinense, vive atrapada entre las estrictas expectativas de su familia y la rigidez de los salones aristocráticos. Su vida transcurre entre bailes, eventos sociales y la constante presión de su madre para casarse con un hombre adecuado, como el arrogante y dominante Henry Ashford.
Todo cambia cuando conoce a Alaric Davenport, un joven noble enigmático de 22 años, miembro de la misteriosa familia Davenport, conocida por su riqueza, discreción y antiguos rumores que nadie se atreve a confirmar. Eleanor y Alaric sienten desde el primer instante una atracción intensa y peligrosa: un amor prohibido que desafía no solo las reglas sociales, sino también los secretos que su familia oculta.
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La calma antes del alba
El aire olía a tierra húmeda y jazmín. La noche se extendía sobre los jardines de la mansión Davenport con un silencio tan denso que incluso el roce del viento entre las hojas sonaba como un suspiro contenido. Eleanor caminaba despacio por el sendero de grava, sin saber muy bien qué la había empujado a salir de su habitación aquella noche.
Quizás había sido la sombra que creyó ver junto a su ventana. O quizá, simplemente, el deseo de respirar algo que no fuera miedo.
Desde su conversación con Selene, algo dentro de ella había cambiado. No de forma brusca ni total, pero sí en esos pequeños matices que solo se notan cuando uno empieza a dejar de resistirse. Aún temía lo que los Davenport eran, pero por primera vez, empezaba a entender que el horror y la humanidad no eran contrarios, sino vecinos cercanos.
Y entre todos ellos, Alaric seguía siendo el misterio más peligroso y más irresistible de todos.
Sus pasos la llevaron hasta el invernadero. La luna se filtraba por los ventanales de cristal, tiñendo las plantas de un tono plateado. Había rosas oscuras, helechos colgantes, un pequeño estanque en el centro donde el agua reflejaba el cielo. Todo parecía demasiado hermoso para pertenecer a la noche.
Eleanor rozó una de las flores, y el pétalo, suave y frío, se deshizo entre sus dedos.
—No deberías estar aquí sola.
La voz, grave y profunda, rompió el silencio como una nota de violonchelo. Eleanor se giró bruscamente. Alaric estaba junto a una de las columnas del invernadero, la chaqueta negra abierta, la mirada clavada en ella como si la hubiera estado observando desde hacía un rato.
—Tú siempre apareces cuando no deberías —replicó ella, intentando sonar firme.
Él sonrió apenas, esa media sonrisa que hacía que el aire se volviera denso.
—O tal vez aparezco cuando necesitas que alguien lo haga.
Eleanor desvió la vista hacia el estanque.
—No lo necesito.
—Lo dices con tanta convicción que casi podría creerte —murmuró, acercándose un paso.
El sonido de su andar era imperceptible, pero ella lo sintió, como si el suelo vibrara levemente bajo sus pies. Eleanor retrocedió, sin saber si por miedo o por algo más profundo.
—No entiendo por qué sigues acercándote.
—Porque no puedo evitarlo —dijo él, con una sinceridad que la desarmó—. Desde que llegaste, nada ha vuelto a estar en silencio aquí. Ni siquiera yo.
Eleanor tragó saliva.
—¿Eso es una confesión o una advertencia?
—Ambas, tal vez.
El silencio que siguió no fue incómodo, sino cargado. Alaric la observaba como si cada palabra fuera una decisión peligrosa. Eleanor se cruzó de brazos, intentando mantener una distancia que ya no existía realmente.
—Selene me dijo que hablaste con ella —continuó él, rompiendo la tensión—. Que te contó sobre nosotros.
—Lo suficiente —susurró Eleanor—. Lo suficiente para saber que no sois monstruos por elección… pero tampoco sois como nosotros.
Alaric asintió despacio.
—No lo somos. Pero pasamos tanto tiempo fingiendo serlo que a veces lo olvidamos.
Eleanor levantó la vista.
—¿Y tú? ¿Lo olvidas?
Él la miró un largo instante antes de responder.
—Intento recordarlo solo cuando miro tus ojos.
Eleanor sintió un nudo en la garganta. No era la primera vez que Alaric le hablaba con esa mezcla de ternura y peligro, pero aquella noche sonaba distinto. Menos contenido. Más humano.
—No digas eso —susurró—. No puedes decir esas cosas como si no dolieran.
—¿Y si no quiero que dejen de doler? —preguntó él, dando un paso más.
Ella retrocedió hasta que su espalda rozó el cristal del invernadero. La luna bañaba su rostro pálido y el reflejo de ambos se mezclaba en el vidrio, como si fueran dos figuras condenadas a encontrarse siempre.
—No entiendo qué buscas de mí, Alaric. No sé si me miras porque te importo… o porque soy otra forma de recordar lo que no puedes tener.
—Te miro —dijo él, con voz baja— porque cada vez que intento alejarme, me descubro buscándote.
Eleanor cerró los ojos, intentando no ceder, pero el timbre de su voz la atravesó.
—No deberías.
—Lo sé.
Abrió los ojos. Él estaba muy cerca ahora, lo suficiente para que el calor —o el frío, no podía distinguirlo— de su cuerpo la envolviera. La respiración de Eleanor se entrecortó.
—¿Por qué siempre terminas siguiéndome? —susurró ella, casi sin voz.
Alaric la miró fijamente.
—Porque tú eres la única parte de este lugar que todavía parece viva.
Sus palabras la golpearon como un eco que se hunde lento. Eleanor bajó la mirada, incapaz de sostenerle la intensidad.
—No deberías decir esas cosas. No sabes lo que significan para mí.
—Sí lo sé.
El tono con el que lo dijo era tan bajo y cargado que le temblaron los dedos. Alaric extendió la mano, despacio, sin tocarla todavía.
—No voy a hacerte daño. No podría.
Eleanor lo observó un instante, y su mente le gritó que debía marcharse, que nada bueno saldría de aquello. Pero su cuerpo, su corazón, sus recuerdos, todos decían lo contrario.
Cuando finalmente su mano tocó la suya, no hubo miedo, sino una sensación cálida que subió por su brazo como una corriente eléctrica.
—¿Por qué haces esto? —preguntó, con un hilo de voz.
—Porque me niego a verte temblar cada vez que digo tu nombre —respondió él, con una honestidad devastadora—. Porque quiero que entiendas que lo que sientes no es un error.
Eleanor lo miró, el reflejo de la luna bailando entre ambos.
—No sé lo que siento.
—Yo sí.
Y entonces, antes de que pudiera pensar en una respuesta, la besó.
No fue un beso impulsivo ni desesperado como el primero. Fue más lento, más profundo, lleno de la certeza de quien sabe que el deseo y el miedo pueden convivir. Eleanor cerró los ojos y dejó que el mundo se disolviera.
El cristal detrás de ella estaba helado, pero sus labios ardían. Las manos de Alaric enmarcaron su rostro, y durante un segundo todo pareció tener sentido: la oscuridad, la duda, la atracción imposible.
Cuando se separaron, sus frentes quedaron apoyadas una contra otra. Eleanor respiraba entrecortadamente, y Alaric tenía los ojos cerrados, como si aquel momento fuera una plegaria.
—No quiero tener miedo de ti —susurró ella.
—Entonces no lo tengas.
—No es tan simple.
—Nada lo es —murmuró él, rozándole la mejilla con el pulgar—. Pero puedes intentarlo.
Eleanor lo observó, su voz quebrándose apenas.
—¿Y si mañana me despierto y todo esto se siente… como un error?
—Entonces estaré aquí para recordarte que no lo fue.
Hubo un silencio largo. Afuera, un búho cantó entre los árboles. Eleanor se apartó apenas, buscando su mirada.
—Tú hablas como si el tiempo te perteneciera.
—Cuando has vivido tanto como yo —dijo él, sonriendo apenas— aprendes que el tiempo es una mentira hermosa. Lo único real es esto.
Su dedo rozó el lugar donde sus labios se habían encontrado. Eleanor no supo si lo odiaba por la calma con la que hablaba o por el modo en que lograba que su corazón dejara de obedecerla.
—No puedo prometerte nada, Alaric.
—Ni yo a ti. Pero puedo prometer que no volverás a estar sola.
Eleanor bajó la mirada, y por primera vez, no discutió.
El viento agitó las cortinas del invernadero y las luces temblaron. Ella sintió que algo dentro de sí cedía, como un muro que se agrieta lentamente. No era rendición. Era reconocimiento.
Se sentó en el borde de una fuente cubierta de hiedra, y Alaric permaneció de pie, observándola.
—¿Cuánto tiempo llevas… sintiéndote así? —preguntó ella, sin atreverse a mirarlo.
—Desde la noche del incendio —confesó él—. Cuando te encontré en los establos. Cuando pensé que morirías antes de que pudiera entender por qué tu vida me importaba tanto.
Eleanor alzó la vista, sorprendida por la crudeza de sus palabras.
—Eso no tiene sentido. Apenas me conocías.
—A veces no hace falta conocer a alguien para saber que va a marcarte.
Ella soltó una risa incrédula, pequeña, quebrada.
—Hablas como si esto fuera un destino.
—Quizá lo sea —respondió él con una media sonrisa—. Pero incluso el destino necesita que alguien lo elija.
Eleanor lo miró largo rato. La duda seguía ahí, pero también algo nuevo, una calma que no sentía desde hacía mucho.
—Y tú… ¿me elegirías?
Alaric no titubeó.
—Una y otra vez. Aunque eso signifique perderlo todo.
El silencio volvió, pero era distinto. No había tensión ni miedo, solo el pulso de dos almas que empezaban a girar en la misma órbita.
Eleanor respiró hondo, y cuando habló, su voz sonó más firme:
—Entonces no te atrevas a desaparecer otra vez.
Alaric esbozó una sonrisa leve.
—No podría, aunque quisiera.
El sonido del agua de la fuente fue lo único que rompió la quietud. Afuera, la luna seguía colgando sobre el bosque, vigilante. Y en el corazón de la noche, Eleanor comprendió que aquel beso no era una huida ni una rendición. Era una promesa sin palabras.
Una promesa de que, incluso entre sombras, podían encontrarse.