Esther renace en un mundo mágico, donde antes era una villana condenada, pero cambiará su destino... a su manera...
El mundo mágico también incluye las novelas
1) Cambiaré tu historia
2) Una nueva vida para Lilith
3) La identidad secreta del duque
4) Revancha de época
5) Una asistente de otra vida
6) Ariadne una reencarnada diferente
7) Ahora soy una maga sanadora
8) La duquesa odia los clichés
9) Freya, renacida para luchar
10) Volver a vivir
11) Reviví para salvarte
12) Mi Héroe Malvado
13) Hazel elige ser feliz
14) Negocios con el destino
15) Las memorias de Arely
16) La Legión de las sombras y el Reesplandor del Chi
17) Quiero el divorcio
18) Una princesa sin fronteras
19) La noche inolvidable de la marquesa
** Todas novelas independientes **
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Cercanía
La luz tenue de la mañana se filtraba entre las cortinas, tiñendo la habitación de un resplandor dorado. Esther abrió lentamente los ojos. Tardó unos segundos en darse cuenta de dónde estaba: recostada sobre el pecho de Arturo, casi encima de él, con una de sus manos aún aferrada a la suya. Su respiración tranquila le rozaba el cabello, y el calor de su cuerpo la envolvía como un refugio.
Por un instante, el rubor subió a sus mejillas. Nunca se había permitido mostrarse tan vulnerable, y menos aún quedarse dormida de aquella manera, tan cerca de él, sin máscaras ni provocaciones. Pero en lugar de apartarse de inmediato, se quedó inmóvil, escuchando el ritmo pausado de su corazón.
Arturo, que ya estaba despierto, pero había permanecido en silencio, entreabrió los ojos y la miró desde arriba. Una leve sonrisa, extrañamente serena, se dibujó en su rostro al verla así: confiada, abandonada al sueño en sus brazos, sin defensas.
—Buenos días… —murmuró con voz ronca, baja, para no asustarla.
Esther levantó la vista, sorprendida, y por un segundo no supo qué decir. No había un comentario ingenioso en sus labios, tampoco un gesto coqueto. Solo un hilo de voz sincero escapó de su garganta:
—Dormí tranquila… porque estabas aquí.
El príncipe la observó en silencio, y aquella confesión sencilla valió más que cualquier estrategia o palabra adornada. Su mano libre acarició suavemente la mejilla de ella, con un gesto protector.
—Y siempre lo estaré —respondió con firmeza, aunque en su interior sintiera que acababa de entregarle mucho más de lo que jamás había prometido a nadie.
La atmósfera era distinta, más suave, más íntima. Como si entre las cenizas de la noche anterior hubiera nacido un lazo imposible de romper.
El día transcurrió distinto desde el amanecer.
Ya no había en el aire la misma tensión de siempre, ese juego de máscaras y provocaciones que ambos conocían tan bien. Algo había cambiado, y se notaba en los gestos más sencillos.
En el desayuno, Esther evitaba su mirada más de lo habitual. Cada vez que Arturo se inclinaba hacia ella para preguntarle si quería más té o si prefería otra fruta, sus mejillas se encendían con un rubor que no lograba disimular. Él, en silencio, parecía disfrutar de esa nueva vulnerabilidad, aunque no se burlaba, ni la ponía incómoda; al contrario, le ofrecía una calma tranquila que la descolocaba más que cualquier ironía.
Al recorrer juntos los pasillos de la mansión, sus manos se rozaron por accidente. Antes, Esther habría aprovechado la ocasión para lanzar una mirada juguetona o un comentario que lo retara. Esta vez, sin embargo, se quedó quieta, con el corazón acelerado, hasta que Arturo entrelazó sus dedos con los de ella sin decir nada. El sonrojo en su rostro fue inmediato, y lo único que atinó a hacer fue bajar la vista, mordiéndose suavemente el labio.
Los sirvientes, acostumbrados a verlos en un constante tira y afloja, no podían evitar sorprenderse al observar a la joven caminando tan cerca del príncipe, con la expresión más tímida y sincera que jamás le habían visto.
Incluso Arturo, que solía mantener su semblante imperturbable, dejaba escapar pequeños gestos: acercarle una copa de agua antes de que la pidiera, colocarle un chal sobre los hombros cuando notaba una corriente de aire, detenerse a mirarla unos segundos de más cuando pensaba que ella no lo notaba.
Y cada vez que ella lo descubría, era Esther la que giraba la cabeza con el rostro encendido, sin poder ocultar que la cercanía la conmovía de un modo que jamás habría imaginado.
La dinámica entre ambos había cambiado: ya no era un duelo de ingenios, sino un acercamiento real, honesto, donde cada gesto, por pequeño que fuera, pesaba más que cualquier palabra calculada.
Al mediodía, la mansión estaba tranquila. La mayoría de los sirvientes trabajaban en otras alas, dejando a Esther y Arturo prácticamente solos en el salón principal. La luz del sol entraba por los ventanales, dibujando patrones dorados sobre las alfombras y los muebles, y en ese ambiente cálido, todo parecía más lento, más íntimo.
Esther se acomodó en un sillón cerca de la chimenea, con un libro abierto sobre sus piernas, aunque sus ojos no leían realmente las palabras. De vez en cuando, levantaba la vista para mirar a Arturo mientras él inspeccionaba unos documentos en la mesa, y se sorprendía de cómo sus simples gestos la hacían sonrojarse: la manera en que fruncía el ceño al concentrarse, la forma en que sus dedos golpeaban suavemente el papel, incluso su respiración pausada mientras pensaba en silencio.
Él, consciente de cada mirada, comenzó a acercarse y se sentó en un sillón frente a ella. No hubo palabras de inmediato. Solo se miraron, compartiendo un espacio de calma que ninguno de los dos recordaba haber tenido antes.
Finalmente, Arturo rompió el silencio con suavidad:
—No tienes que estar siempre alerta… no mientras yo esté cerca.
Esther bajó los ojos, un rubor intenso pintando sus mejillas, y murmuró:
—Lo sé… es solo… todavía no puedo acostumbrarme a esto.
—Esto —repitió él, suavemente, inclinándose un poco hacia ella—, es real. Y no voy a desaparecer de tu lado.
Sin pensarlo demasiado, Esther se movió un poco hacia él, como buscando su cercanía, y Arturo extendió la mano para cubrir la suya. Sus dedos se entrelazaron, no como un juego de provocación, sino como un gesto genuino de apoyo y presencia.
El tiempo pareció detenerse. Ninguno dijo nada más, pero no hacía falta. La habitación estaba llena de un silencio cálido, de respiraciones compartidas y de un entendimiento tácito: habían cruzado un umbral en su relación, y a partir de ese momento, cada gesto, cada roce, cada mirada tendría un significado más profundo.
Esther cerró los ojos, apoyando la cabeza ligeramente sobre el respaldo del sillón, pero sin soltar su mano de él. Arturo, a su vez, dejó que el contacto continuara, consciente de que, por primera vez, no necesitaban palabras ni juegos; solo la presencia del otro era suficiente.