MI ULTIMA ESPERANZA

POV Elena

La mañana llegó demasiado rápido. Abrí los ojos y aún podía escuchar los ecos de la noche anterior: las cámaras, los gritos, la imagen de León esposado y, sobre todo, esa voz. Amanda.

Por un instante pensé que había sido un sueño. Pero la tarjeta que apretaba entre mis manos mientras dormía me devolvió a la realidad. Ella había regresado. Y no solo ella… también la verdad. Me levanté con el cuerpo cansado, como si la noche hubiera durado un año entero. Crucé el pasillo hasta la habitación de Martín. El sol entraba a través de la ventana, iluminando sus juguetes, su cama desordenada.

Él aún dormía, hecho un ovillo, con una pierna fuera de las cobijas. Me acerqué despacio, acariciando su cabello. El niño que me daba fuerzas para seguir, mi pequeño guerrero.

—Amor… —susurré, moviéndolo suavemente—. Es hora de levantarse.

Abrió los ojos y me miró con esa mezcla de ternura y picardía que siempre me desarma.

—¿Tengo que ir a la escuela, mamá? —protestó con un bostezo.

—Sí, campeón. Pero antes necesito hablar contigo.

Se incorporó, curioso. Me senté junto a él y respiré hondo. Tenía que decirle la verdad, aunque me temblaran las manos.

—Martín, ¿recuerdas la señora que te encontró anoche, cuando estabas perdido en la fiesta?

Asintió, serio.

—Sí. Ella me cuidó.

—Esa mujer… es Amanda. Fue la esposa de Martina, ¿te acuerdas de la señora que visitamos en el cementerio? La mujer de la foto en la lápida.

Lo vi fruncir el ceño, intentando atar cabos. Le acaricié la mejilla y continué, con la voz suave:

—Cuando tú estabas en mi vientre, no fue mi decisión sola. Amanda y Martina fueron parte de todo. Ellas alquilaron mi vientre para poder tener un hijo. Y aunque todo se complicó, las cosas no salieron como pensamos, y ella murió y yo decidí cuidarte tí.

Él me miró con esos ojos que parecen comprender más de lo que deberían.

—Entonces… ¿ella es mi mamá también?

Sentí que el corazón se me encogía.

—Ella… es tu madre biológica. Pero yo soy la que te llevó dentro de mí, la que te cuidó desde que naciste. Y eso nunca cambiará.

Hubo un silencio denso. Yo me preparaba para cualquier reacción: rechazo, confusión, rabia. Pero Martín simplemente se inclinó y me abrazó fuerte.

—Para mí tú eres mi mamá. Te amo mucho.

Las lágrimas me desbordaron.

—¿Quieres pasar tiempo con Amanda, si ella lo pide?

Se separó un poco, mirándome con seriedad.

—Sí. Está bien. Pero no olvides que mi mamá eres tú.

Lo abracé de nuevo, conteniendo un sollozo. Era tan pequeño y ya tan sabio.

Después de dejarlo en la escuela, Carla y yo tomamos un taxi hacia la estación de policía. Necesitábamos saber qué ocurriría con León Carter, confirmar que el juicio avanzaba y que, por fin, habría justicia.

Entramos al edificio con el corazón apretado. Nos hicieron esperar unos minutos antes de que el fiscal nos recibiera. El hombre nos miró con esa mezcla de cansancio y frialdad que solo tienen los que trabajan con expedientes, no con vidas humanas.

—Señora Palmer, señorita Rodríguez —dijo, ajustándose las gafas—. Lamento informarles que el caso contra el señor Carter ha sido cerrado.

Sentí que la sangre me abandonaba.

—¿Cómo que cerrado? —pregunté, apenas con voz.

El investigador, a su lado, habló con tono neutro:

—El señor Carter presentó pruebas legales de su identidad. Documentos, cuentas, todo en regla. No hay evidencia suficiente para sostener la acusación de estafa.

Me quedé helada.

—Pero… ¡yo lo reconocí! ¡Ese hombre me robó todo!

El fiscal suspiró.

—Lo entiendo. Pero ante la ley, no tenemos cómo comprobarlo. Ha quedado en libertad.

Carla fue la primera en reaccionar. Se levantó de golpe, los ojos encendidos de furia.

—¡Son unos vendidos! —escupió, señalando al fiscal—. ¡Ese hombre los compró! ¿Eso es justicia? Nosotras confiamos en ustedes, y ustedes nos escupen en la cara.

—Señorita… —intentó decir el fiscal.

—¡No me llame señorita! —gritó ella, temblando—. ¡Son cobardes! Ese hombre nos destrozó la vida y ahora lo dejan libre como si nada. ¡Maldigo su sistema podrido!

La sujeté del brazo antes de que dijera más, pero por dentro yo ardía igual que ella.

Salimos de la estación con un peso insoportable. En la calle, respiré hondo, tratando de recuperar la calma.

—Carla… tenemos que pensar —dije con voz ronca—. Si no se pudo por la vía legal, buscaremos otra forma. Ese hombre nos va a pagar, te lo juro.

Ella me miró, todavía roja de ira, y asintió con un gesto seco.

De regreso en el estudio, tratamos de centrarnos en el trabajo. Le hicimos llamadas al investigador italiano con la esperanza de que él pudiera darnos más información, pruebas nuevas, cualquier cosa para desenmascarar a Carter.

Estaba revisando unos bocetos cuando la puerta se abrió y apareció la dueña de la marca para la que trabajaba. Una mujer elegante, de porte impecable, pero con los ojos cargados de incomodidad.

—Elena —dijo, sentándose frente a mí—. Quiero felicitarte por el premio. Tu talento es indiscutible.

—Gracias —respondí, aunque mi voz sonó apagada.

Ella suspiró y bajó la mirada.

—Pero vengo con una mala noticia.

Un escalofrío me recorrió.

—¿Qué ocurre?

—La compañía ha decidido prescindir de tus servicios. Tu contrato será cancelado. Te pagaremos la indemnización correspondiente, pero… no podemos continuar trabajando contigo.

Me quedé sin aire.

—¿Cómo? —pregunté, incrédula—. ¡Acabo de ganar el concurso!

—Lo sé. Y créeme, me duele decírtelo. Pero uno de los dueños exigió tu despido. No está en mis manos.

Sentí que el mundo se derrumbaba otra vez.

—¿Quién? —logré preguntar.

—No puedo darte nombres. Solo… lo lamento mucho. Tienes que desocupar el estudio lo antes posible.

Me quedé en silencio. El corazón me golpeaba con violencia.

Carla, a mi lado, se llevó las manos a la cabeza.

—¡Esto es absurdo! —exclamó—. ¿Cómo pueden echarla justo ahora? ¡Es un sabotaje!

La mujer se levantó, incómoda, y solo repitió:

—Lo siento. De verdad lo siento.

Cuando se fue, el silencio del estudio me aplastó.

Me dejé caer en la silla y las lágrimas brotaron sin control.

—Carla… —susurré, con la voz quebrada—. ¿Por qué? ¿Por qué otra vez?

Ella se arrodilló a mi lado y me abrazó con fuerza.

—Vamos a salir de esta, Elena. No sé cómo, pero vamos a salir.

Yo lloré en su hombro. Todo lo que había logrado desde que me vine de Italia, la estabilidad que había construido, todo parecía desmoronarse en cuestión de horas.

—Martín… —murmuré, con el corazón desgarrado—. ¿Qué será de nosotros?

Ese día entendí que la vida no iba a darme tregua. Que, por cada victoria, había un nuevo golpe esperándome. Y que tendría que luchar con todo lo que me quedaba para no perder lo único que aún me sostenía: mi hijo.

Mi última esperanza.