En el corazón del Bosque de Dragonwolf, donde dos clanes milenarios han pactado la paz a través del matrimonio, nace una historia que nadie esperaba.
Draco, el orgulloso y temido hijo del clan dragón, debe casarse con la misteriosa heredera Omega del clan lobo y tener un heredero. Louve, un joven de mirada salvaje, orejas puntiagudas y una cola tan inquieta como su espíritu, también huye del destino que le han impuesto.
Sin saber quiénes son realmente, se encuentran por casualidad en una cascada escondida... y lo que debería ser solo un escape se convierte en una conexión inesperada. Draco se siente atraído por ese chico libre, borrachito de licor y risueño, sin imaginar que es su futuro esposo.
¿Podrá el amor florecer entre dos enemigos destinados a casarse sin saber que ya se han encontrado... y que el mayor secreto aún está por revelarse?
Una historia de miradas tímidas, corazones confundidos y un embarazo no deseado.
NovelToon tiene autorización de Mckasse para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Furia del príncipe Draco.
Louve se movía con la agilidad propia de su raza.
Sus pies descalzos se hundían en la tierra húmeda al borde del río, mientras sus ojos —oscuros como la noche sin luna— seguían atentos el movimiento de los peces.
Había dejado a Draco descansando en aquel rincón resguardado por la cascada, cubierto con las mantas que su madre, Lunarik, había dejado a propósito en el camino, junto con un bolso pequeño lleno de medicinas naturales y más vendas.
Sabía perfectamente que su madre lo había hecho a propósito… dándoles privacidad.
Louve lo agradeció en silencio.
Era raro… pero a pesar de todo lo vivido en esos días, lo único que sentía ahora… era una calma peligrosa.
Solo quiero que se recupere… solo quiero volver a casa…
Se dijo a sí mismo mientras escuchaba a lo lejos los rugidos de la batalla con los dragones en el aire, las nubes parecían reflejar truenos.
Y justo cuando sus pensamientos flotaban, sus manos rápidas atraparon al fin un par de peces plateados que no tardó en llevar hacia una pequeña fogata que había armado cerca de las rocas.
Se sentó con las piernas cruzadas, concentrado en cocinar con paciencia, soplando el fuego y girando los peces sobre las brasas.
El aroma comenzó a llenar el aire.
Y no pasó mucho antes de que un leve movimiento detrás suyo lo pusiera en alerta.
Louve giró apenas el rostro… y ahí estaba él.
Draco.
El príncipe dragón.
Su esposo.
Ese terco desgraciado con la espalda llena de marcas de guerra… y con unos ojos azules que lo observaban entreabiertos, fingiendo estar más débil de lo que realmente estaba.
Louve entrecerró los ojos, conocía esa actuación pero no dijo nada.
Sabía cuándo Draco lo espiaba a medias, esperando que se le acercara primero.
Lo ignoró.
O al menos… lo intentó.
—Mmm… —escuchó la voz grave de Draco, rasposa, apenas un murmullo que le hizo vibrar hasta la columna—. Huele… rico…
Louve no volteó del todo, pero se permitió soltar un suspiro cargado de ironía.
—Si puedes venir desde la cama improvisada hasta aquí, solo para oler mi comida… es porque no estás tan mal —le responde en voz baja, dándole la espalda mientras seguía cocinando.
Detrás de él, Draco sonrió de lado. Le encantaba. Le fascinaba que Louve no fuera como los demás omegas sumisos o callados. No. Su lobo tenía garras en la lengua… y también en el corazón.
Y eso lo volvía adicto a él.
Draco se incorporó con lentitud, a propósito exagerando el dolor, soltando algún que otro gemido solo para medir la reacción de Louve.
—Sí... estoy grave aún. Yo... ¡ahh, mierda no debí salir de la cama!
Y funcionó.
Louve lo miró por el rabillo del ojo, arrugando el ceño con molestia, pero también con un dejo de preocupación real.
—Si te rompes la espalda otra vez por hacerte el macho delante de mí… te juro que te dejo tirado en esta cascada —bufó, casi gruñendo como buen lobo.
Draco rió bajo.
—Entonces tendrías que venir cada noche… a darme de comer… y a darme calor en las noches.
Y ahí estuvo.
El silencio.
La tensión flotando entre ellos como si el mismo bosque contuviera la respiración.
Louve tragó saliva. ¿Como esa lengua tan afilada sigue diciendo tantas palabras románticas en su estado? La espalda echa una mierda, un brazo y un pie herido. Una herida profunda en un costado.
Sabía jugar.
Sabía pelear.
Pero con Draco… siempre se sentía desarmado.
Sin embargo, no se giró todavía.
Simplemente colocó los peces ya asados sobre unas hojas limpias y los acercó un poco hacia donde Draco se había sentado, torpemente, apoyado contra una roca.
—Come —ordena—. Si puedes hablar, puedes masticar.
Draco lo mira.
Orgulloso.
Hambriento.
Pero no solo de comida.
Hambriento de él.
Hambriento de ese lobo que, aún herido, aún indignado, aún con el corazón roto y remendado mil veces… seguía ahí, preocupándose, alimentándolo, cuidándolo.
Como si… como si ya fueran familia.
Como si, en efecto, ese pequeño corazón latiendo dentro del vientre de Louve… fuera real.
Y suyo.
Mi cachorro…
Draco bajó la mirada hacia los peces, pero en su mente… solo podía preguntarse una cosa.
¿Será cierto, lobito mío?
¿De verdad me vas a dar un hijo?
Y por primera vez en mucho tiempo…
Por primera vez en sus doscientos años de vida…
El heredero de los dragones no pensaba rendirse.
Pensaba quedarse.
Pensaba pelear.
Y pensaba, sobre todo… hacer de ese lobo suyo…
Su verdadero hogar.
—Gracias por cuidar de mí.
—No lo hago solo por ti. Si algo te pasa al primero que le cortaran la cabeza será a mi. Y mi clan se vería afectado. La guerra estallaría.
La tarde había caído como un manto pesado sobre el bosque.
El eco de las alas de los dragones comandantes de Draco se escuchó mucho antes de que sus imponentes figuras aterrizaran alrededor de la cascada.
El cielo se había teñido de rojo y oro.
Tres de los siete invasores estaban siendo arrastrados, esposados con cadenas de escamas negras, derrotados, humillados.
La lealtad de los hombres de Draco era incuestionable… pero ese día… ver a su príncipe vivo, después de enfrentarse solo a un grupo de dragones Volvanes, les había infundido aún más respeto… y miedo.
Louve, que seguía cerca de la fogata, con el torso desnudo, el cabello revuelto y los pies descalzos, los observaba en completo silencio. No temía, pero no era tonto… esos dragones no lo miraban como uno de ellos.
Era un omega.
Era un lobo.
Era "el otro" para muchos de ellos.
Y el maestro de Draco, el comandante en jefe, Thoren de Azverys, dejó que sus ojos se deslizaran más de la cuenta por el cuerpo de Louve… admirando sin disimulo las cicatrices de sus costados, el color de su piel y la belleza salvaje de sus rasgos…
Todo cambió.
Draco se puso de pie. No puede creer que su maestro también fue en su ayuda.
—Maestro, Azverys.
—Muchacho.
Draco aún herido se veía majestuoso.
Peligroso.
Envuelto en una gran manta roja que caía desde su cintura hasta los pies desnudos, el cabello suelto aún húmedo, su espalda parcialmente herida.
Los ojos azules lo vieron TODO.
Vieron a su maestro, a sus comandantes y soldados, mirando lo que es suyo.
Todos vieron su mirada llena de furia y bajaron la mirada, pero uno lo ignoró por completo.
—Con que aquí estabas Draco. Ya nos tenías preocupado—le dice uno de los pupilos de su maestro—No me digas que por este chico debilucho, pusiste tu vida en peligro.
Y ese volvió a ver a su omega despectivamente.
Su esposa.
Draco caminó hacia adelante con la calma letal de un depredador que está a punto de matar.
Los demás comandantes y su maestro retrocedieron un poco, sabiendo lo que se avecinaba.
Sin pronunciar palabra, Draco extendió la mano hacia su segundo al mando, quien sin dudar, colocó su propia espada en la palma de su príncipe.
Y el mundo… se quedó en silencio.
—Baja la mirada. —gruñe Draco, pero Rygar… estúpido y soberbio, tardó un segundo de más.
—¿Que mierdas estás diciendo, maldito príncipe?
Un segundo fatal.
¡ZAS!
La espada cortó el aire con violencia.
La cabeza de Rygar rodó por el suelo, dejando tras de sí un rastro de sangre negra y vapor ardiente.
Los demás se arrodillaron de inmediato incluso su maestro.
Sabían las reglas.
Sabían las consecuencias.
Draco escupió al suelo, girando la mirada a los demás.
Su voz… esa voz grave, gutural, con el peso de un heredero nacido para mandar, retumbó en el lugar.
—Que les quede claro… —sus ojos azules ardieron de furia— …mi esposa no se mira. No se toca. No se desea. No se codicia. Y no se insulta.
Su respiración era pesada.
Sus alas querían salir.
Sus colmillos dolían de rabia contenida.
—Si alguno de ustedes vuelve a posar los ojos sobre lo que me pertenece… morirán antes de que puedan siquiera suplicarme clemencia.
Los hombres agacharon más la cabeza.
—¡Si, príncipe!—dijeron a coro todos.
Y Louve…
Louve lo miraba con el corazón latiéndole fuerte.
No porque tuviera miedo.
Sino porque ahí estaba…
Su dragón.
Su marido.
Su bestia salvaje.
Y aunque era terco, dominante y peligroso…
En ese instante…
Era suyo. Y lo ponía en todo lo alto para que el mismo respeto que le tienen a su esposo, también se lo deben a él.
q esperabas