Un giro inesperado en el destino de Elean, creía tener su vida resuelta, con amistades sólidas y un camino claro.
Sin embargo, el destino, caprichoso y enigmático estaba a punto de desvelar que redefiniria su existencia. Lo que parecían lazos inquebrantables de amistad pronto revelarian una fina línea difuminada con el amor, un cruce que Elean nunca anticipo.
La decisión de Elean de emprender un nuevo rumbo y transformar su vida desencadenó una serie de eventos que desenmascararon la fachada de su realidad.
Los celos, los engaños, las mentiras cuidadosamente guardadas y los secretos más profundos comenzaron a emerger de las sombras.
Cada paso hacia su nueva vida lo alejaba del espejismo en el que había vivido, acercándolo a una verdad demoledora que amenazaba con desmoronar todo lo que consideraba real.
El amor y la amistad, conceptos que una vez le parecieron tan claros, se entrelazan en una completa red de emociones y revelaciones.
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Malos entendidos.
"Estaba esperando el momento indicado y tú… ¡No tenías derecho!" Cada palabra era un golpe, un abismo de incomprensión abriéndose entre nosotros.
"Espera, ¿de qué estás hablando?", mi voz se alzó ligeramente, teñida de perplejidad y una creciente alarma.
"¿Por lo menos usaste protección?" La pregunta me golpeó como un mazazo, dejándome sin aliento. Mis ojos se abrieron desmesuradamente, incapaces de procesar la implicación.
"¿De qué estás hablando?", repetí, la confusión tornándose en una indignación que me quemaba desde adentro.
"Ahora te haces el desentendido." Su tono, impregnado de un desprecio que me heló la sangre, era un cuchillo girando en la herida.
"Carter, estás equivocada", refuté, la incredulidad tiñendo mis palabras. "¿Me estás insinuando que hice algo?"
"¿Y por qué tengo esta ropa?" Su mirada se desvió hacia la pijama que vestía, un nuevo motivo de su angustia. Sus ojos se fijaron en la tela ajena, como si fuera la prueba irrefutable de su tormento.
Mi mirada en la suya hizo que bajara la cabeza sollozando.
"¿Por qué estoy en tu habitación?", inquirió, sus ojos fijos en el entorno desconocido, buscando respuestas que solo alimentaban su terror.
"Eso deberías explicarlo tú", respondí, sin saber si esa era la respuesta correcta, mi propia confusión ahora un eco de la suya.
"¡Oh Dios! ¿Fui yo la que insistió en venir aquí?" Sus ojos se abrieron con horror, una nueva ola de vergüenza invadiéndola, una punzada que parecía más dolorosa que el propio miedo.
"¡Cálmate, por favor!", rogué, mi paciencia al límite, pero con la clara intención de no alterarla más.
"¡Necesito usar el baño!", exclamó, el pánico palpable en su voz, y se precipitó hacia la puerta.
"Claro, es por allí", indiqué, señalando.
Carter se encerró en el baño, su vergüenza evidente en la rigidez de su espalda al cruzar el umbral. Me quedé fuera, escuchando los sollozos intermitentes que se filtraban por la puerta cerrada durante los siguientes veinte minutos. El tiempo se estiró, cada sollozo era un golpe en mi conciencia. Intenté entrar, llamé a la puerta, pero ella me negó rotundamente el acceso.
Cuando finalmente salió, su rostro estaba pálido, sus ojos hinchados y rojos. Se sentó en el borde de la cama, una figura frágil, herida y avergonzada. El peso de su dolor era casi tangible en el aire, una losa que aplastaba la habitación.
"¿Dónde está mi ropa?", preguntó, con los ojos vidriosos. "Tengo que irme. Ya… ya sabes, después de lo de anoche."
La última frase me golpeó como un rayo. Mi mente se quedó en blanco. ¿"Lo de anoche"? ¿A qué se refería? Un frío inusual me recorrió la espalda. Antes de que pudiera procesarlo, Carter se apartó de mí, intentando huir, como si nuestra cercanía fuera una amenaza. La detuve de inmediato, mi mano en su brazo, una sensación de terror mezclada con una confusión abrumadora.
La última frase de Carter resonó en mis oídos como un eco macabro: "¿Después de lo de anoche?" Un sudor frío me recorrió la espalda. Era evidente que su mente había construido una realidad que no existía. La vergüenza y el pánico se mezclaban en su mirada, y era un reflejo distorsionado de mis propias intenciones.
"Carter, espera", dije, mi voz más firme de lo que esperaba, intentando detenerla de su intento de huida. Mis manos la sujetaron con la mayor delicadeza posible, aunque ella se retorció. "Necesitas mirarme y escucharme bien."
Levanté nuevamente su mentón con suavidad, obligándola a encararme. Sus ojos, aún húmedos por las lágrimas, se encontraron con los míos. Pude ver el miedo y la confusión, pero también una incipiente capa de dolor.
"Nada pasó anoche, Carter", afirmé, mi voz clara y directa. "Estuviste enferma, muy enferma. Te desmayaste. Doña Meche, la señora que trabaja aquí, te ayudó a cambiarte de ropa para que no te quedaras con la ropa mojada. Estuviste inconsciente la mayor parte del tiempo.
"Es una larga historia que ya te explicaré a detalle", intenté calmarla, pero el nudo en mi estómago crecía, asfixiándome. "No hice nada, y me ofende que pienses que soy capaz de tomar a una mujer inconsciente."
Esperaba que mis palabras fueran un bálsamo, que disiparan la niebla de su mente. Pero su expresión no cambió, solo se intensificó el temblor en sus manos. Era como si mis palabras no pudieran penetrar el muro de su propia interpretación.
Me acerqué a ella despacio, hincándome a su lado, buscando su mirada, desesperado por romper la barrera. "Mírame...", pedí en un susurro, pero ella negó con la cabeza, sus ojos fijos en algún punto invisible del suelo, como si evitar mi mirada pudiera borrar la noche.
"Nada ocurrió entre nosotros", insistí, mi voz cargada de la más pura convicción. "Doña Meche es testigo de todo; ella fue quien me ayudó a cuidarte."
"¿Por qué no puedo recordar nada?", su voz era un hilito de angustia, un quiebre en su armadura, y por primera vez, hubo un atisbo de duda en su tono, una grieta por donde quizás, solo quizás, podría entrar la verdad.
"No lo sé, pero te doy mi palabra que nada sucedió", prometí, la desesperación por su fe en mí creciendo. "Jamás haría algo inapropiado. ¿Crees en mí?" Mis ojos buscando en los suyos la chispa de la confianza perdida. El aliento se me cortó, esperando su veredicto.
"Si te creo... Pero tengo miedo." La voz de Carter era apenas un susurro, tan frágil que casi se perdió en el aire, pero sus palabras se aferraron a mí, una brizna de esperanza en el naufragio de la mañana.
"¿Miedo de mí?", pregunté, mi ceño fruncido. La idea de que yo pudiera ser la fuente de su terror era un golpe.
"No es eso", respondió, su mirada aún huidiza.
"¿De qué tienes miedo entonces?", insistí, la impaciencia comenzando a roerme.
"De que tú te enteres." Sus ojos se clavaron en el suelo, como si este pudiera absorber su secreto.
"¿Enterarme de qué, Car?", la urgencia en mi voz se hizo más palpable. "¿Carter, qué hiciste? ¿De qué tienes miedo?"
"De nada." La evasión era un arte que ella dominaba con desoladora facilidad.
"¿Has estado con un hombre?", la pregunta se me escapó antes de poder frenarla, un intento torpe de llegar al fondo de su angustia.
"¡No!", la negación fue rotunda, casi un grito.
"¡Por favor, no me hagas imaginar cosas!", mi frustración era un volcán a punto de entrar en erupción.
"No he estado con nadie, pero tampoco es algo que quiera contarte." La resistencia en su voz era un muro inquebrantable.
"Tienes razón", dije, el sarcasmo comenzando a teñir mis palabras. "No soy el indicado para tratar estos temas de señoritas y sus secretos."
"Sé que esto puede parecer infantil, pero quiero esperar a estar enamorada." La confesión salió de ella en un suspiro, casi una disculpa.
"¿Enamorada, para qué?", pregunté, y luego, con un suspiro exagerado, añadí con un tono deliberadamente condescendiente: "Oh, ya, entiendo. Eso es precisamente lo que tienes que hacer, crecer, madurar, casarte y cuando tengas unos treinta años y estés segura de lo que haces puedes tomar una decisión." La ironía era tan espesa que casi podía saborearla.
"¿De qué estás hablando?", preguntó Carter, la confusión en su voz era genuina.
"No lo sé, ¿de qué estás hablando tú?", devolví la pregunta con un encogimiento de hombros, mi paciencia al límite.
"De nada." Y así, de la nada, volvíamos al punto de partida.
"Aclarado el inconveniente", declaré, mi voz teñida de un sarcasmo que esperaba fuera evidente. "¿Necesitas que te traiga algo?"
"No gracias", respondió, su voz apenas audible. "Discúlpame si fui grosera; despertar en una casa desconocida y contigo..."
"Espera, ¿tan malo soy?", la interrumpí, mi ceja arqueada en un gesto de falsa ofensa.
"Yo no dije eso."
"Es una broma", dije, intentando aligerar el ambiente. "Estoy seguro de que fue confuso, pero mientras estés conmigo estarás segura."
"Gracias...", respondió Carter, y para mi sorpresa, se inclinó y me abrazó. El contacto fue inesperado, un pequeño temblor recorriendo su cuerpo. "Hueles muy bien...", murmuró contra mi pecho.
Su comentario desarmando por completo mi fachada sarcástica. El calor de su pequeño cuerpo contra el mío era inesperado, un torbellino de emociones que me dejó sin aliento. Mis brazos, casi por inercia, se cerraron lentamente a su alrededor, una respuesta instintiva a su vulnerabilidad. Pude sentir su cabello húmedo rozando mi barbilla, el leve temblor que aún la recorría. Era un abrazo tan inocente como confuso, un gesto que en otras circunstancias habría sido tierno, pero que ahora, después de su aterradora acusación, se sentía cargado de una complejidad abrumadora.
El aroma de su shampoo se mezclaba con el tenue olor de mi camisa, una extraña combinación que se grabó en mi memoria. En ese instante, la absurdidad de la situación me golpeó con fuerza. Había pasado de ser un presunto agresor a un confidente, todo en cuestión de minutos, con un clóset y una taza de café como testigos. Mi mente corrió a toda velocidad, intentando descifrar el siguiente movimiento. ¿Cómo responder a tanta inocencia y tanto miedo mezclados? ¿Cómo romper el ciclo de malentendidos sin herirla más, sin que mi propia incomodidad se tradujera en un nuevo daño?