Luna siempre fue la chica invisible: inteligente, solitaria y blanco constante de burlas tanto en la escuela como en su propio hogar. Cansada del rechazo y el maltrato, decide desaparecer sin dejar rastro y unirse a un programa secreto de entrenamiento militar para jóvenes con mentes brillantes. En un mundo donde la fuerza no lo es todo, Luna usará su inteligencia como su arma más poderosa. Nuevos lazos, rivalidades intensas y desafíos extremos la obligarán a transformarse en alguien que nadie vio venir. De nerd a militar… y de invisible a imparable.
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Protocolo roto
Pasaron dos días desde la amenaza directa. Dos días de encierro, de vigilancia, de preguntas sin respuestas. El escuadrón Alfa ya no entrenaba. No salíamos juntas. Dormíamos con un ojo abierto, con el corazón inquieto.
Hasta que sonó la alarma.
—¡Código Negro! ¡Rebeldes en perímetro interno! ¡Repito, código negro!
Me levanté de un salto. Afuera, las sirenas ululaban, los focos se encendían en la oscuridad. Las luces rojas teñían los pasillos. No había tiempo para pensar.
Corrí hasta la sala común, donde Dalia y Eliza ya estaban armadas.
—¿Dónde está Maya? —pregunté.
—No la hemos visto —respondió Dalia, jadeando.
Corrimos por el pasillo principal hasta su habitación. La puerta estaba abierta.
Vacía.
Sobre su cama, una nota escrita a mano:
“Si esto llega a ustedes, es porque no pude volver. No intenten buscarme. Esta batalla es mía.”
Mi garganta se cerró.
—¡No! —grité—. ¡No puede haber salido sola!
—¿Cómo diablos burló los sensores? —Eliza pateó una silla—. ¡La base está en nivel rojo!
—Tal vez nunca dejó de ser parte del programa —dijo Dalia en voz baja.
La miré con rabia.
—No digas eso. Maya no nos traicionaría.
—No digo que nos traicionó… digo que tal vez pensó que debía protegernos.
—¿Y si la capturaron? ¿Y si esta emergencia es una distracción?
Las tres nos miramos.
Sabíamos lo que debíamos hacer.
—Vamos —dije, cargando mi arma.
—Nos prohibieron salir —recordó Eliza.
—Entonces rompamos las reglas.
Corrimos por el pasillo oeste, el que llevaba al almacén de movilidad. Forzamos el sistema de acceso con un código que Maya misma nos había enseñado semanas atrás.
Tomamos trajes de camuflaje, armas livianas y una cápsula rastreadora.
—¿Tienes la última frecuencia de Maya? —preguntó Dalia mientras nos metíamos en un vehículo táctico.
—Sí —respondí, conectando el escáner al sistema de navegación—. Está… justo al sur de la Zona Muerta.
—¿Está loca? —exclamó Eliza.
—O desesperada —respondí.
Pusimos el vehículo en marcha. La base estaba en caos, con soldados corriendo, drones activados, pero salimos por un túnel secundario sin ser detectadas.
El trayecto fue rápido, pero silencioso. Nadie hablaba. Solo mirábamos el camino oscuro, la maleza, el viento que nos azotaba como advertencia.
—
La señal nos llevó hasta una vieja estación de energía abandonada.
Nos detuvimos a 300 metros y avanzamos a pie. Las linternas apagadas. El corazón latiendo tan fuerte que temía que el enemigo lo escuchara.
Dentro, encontramos rastros de lucha. Cables sueltos. Sangre. Una huella de bota… pequeña.
—Es de Maya —susurró Dalia.
—¿Dónde está ella? —preguntó Eliza.
Avanzamos hasta una sala de control medio destruida. Allí, entre monitores rotos y humo, la vimos.
Maya, atada a una silla, golpeada, pero viva.
Junto a ella… el hombre de la infiltración.
—Sabía que vendrías —dijo él, girándose hacia nosotras—. Siempre vienen por los suyos. Por eso pierden.
—¡Aléjate de ella! —grité, apuntando.
Él levantó una mano.
—No vine a matarla. Vine a darle una elección.
—¿Qué clase de elección? —preguntó Maya, escupiendo sangre.
—Unirte a nosotros. O ver cómo tus amigas mueren… una por una.
—Ella no está sola —dijo Dalia, y disparó.
Pero el tipo tenía un escudo activado. Las balas rebotaron. Todo se volvió caos.
—¡Cúbrela! —grité, lanzándome hacia Maya.
Eliza se posicionó en la esquina y comenzó a disparar. Dalia tiró una granada de humo. Mientras tanto, desataba a Maya.
—¡Tenemos que salir! —grité.
—¡Detrás! —avisó Eliza, derribando a un guardia que venía por la espalda.
Corrimos hacia la salida. Los enemigos nos perseguían, pero no sabían que habíamos activado una cápsula de rastreo de emergencia. En segundos, un dron aliado descendió en picada, lanzando bengalas y cubriéndonos.
Subimos a bordo.
Mientras nos alejábamos, el hombre nos observó desde el techo de la estación. No hizo nada.
Solo sonrió.
—
Ya de regreso, el General nos esperaba.
—¿Saben lo que hicieron? Rompieron cada norma del protocolo.
—Y salvamos a una compañera —respondí.
El General suspiró.
—A veces, la lealtad pesa más que las órdenes.
Luego nos miró a los ojos.
—El escuadrón Alfa está oficialmente reactivado. Pero esto va más allá de ustedes. Desde hoy, entran en el Programa Fantasma.
—¿Qué es eso? —preguntó Eliza.
—Operaciones fuera del radar. Sin supervisión. Sin respaldo oficial. Ustedes serán las sombras que cazan a quienes están cazando a los nuestros.
Me estremecí.
Maya, aún débil, levantó la vista.
—Entonces empecemos. Estoy lista.
—
Esa noche, cuando finalmente estuvimos solas, Maya me tomó de la mano.
—Gracias… por no rendirte.
—Jamás lo haría.
Nos abrazamos. Dalia y Eliza se acercaron.
Sin decirlo, sabíamos que ya no éramos las mismas. Éramos más fuertes. Más unidas.
Y más peligrosas.
Porque ahora éramos fantasmas. Y los fantasmas… no se detienen.