En una pequeña sala oscura, un joven se encuentra cara a cara con Madame Mey, una narradora enigmática cuyas historias parecen más reales de lo que deberían ser. Con cada palabra, Madame Mey teje relatos llenos de misterio y venganza, llevando al joven por un sendero donde el pasado y el presente se entrelazan de formas inquietantes.
Obsesionado por la primera historia que escucha, el joven se ve atraído una y otra vez hacia esa sala, buscando respuestas a las preguntas que lo atormentan. Pero mientras Madame Mey continúa relatando vidas marcadas por traiciones, cambios de identidad, y venganzas sangrientas, el joven comienza a preguntarse si está descubriendo secretos ajenos... o si está atrapado en un relato del que no podrá escapar.
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El obscuro pasado de Elena.
—Lo que creas saber nunca es totalmente cierto, cada persona tiene un as bajo la manga que puede llevar a la perdición de otras —Dijo mientras su mirada se centraba en el joven.
Por un momento se desconcentro por lo que había dicho madame Mey.
—Bien, te haré una pregunta ¿Cuánto crees que puedes confiar en alguien? —Dijo madame Mey mientras se acercaba.
—No lo sé
—Te diré algo, jamás confíes en alguien menos si no sabes que es lo que en verdad quieren y que es lo que quieren lograr.
—¿Pero entonces como sabes en quien confiar?
—No se sabe, es cómo apostar a la suerte, nunca puedes estar cien por ciento seguro. —Dijo mientras miraba la pequeña ventana —Por eso aunque estes pasando por un momento difícil jamás confíes en alguien, te contare otra historia.
Elena Morales había aprendido desde muy joven que el dolor era una constante en la vida. Había aceptado que, de una manera u otra, el sufrimiento era inevitable. Para algunos, era una experiencia pasajera, pero para otros, como ella, el dolor se incrustaba en cada fibra de su ser, moldeando la persona que llegarían a ser. Su infancia no había sido muy diferente a la de los niños que ahora estaban bajo su cuidado. Desde afuera, la familia Morales parecía perfecta. Vivían en una casa impecable, con un jardín bien cuidado, y su padre, un militar retirado, siempre mantenía una apariencia pulcra y autoritaria. La madre de Elena, devota y sumisa, se encargaba de que todos creyeran que vivían en una armonía constante. Pero tras las puertas cerradas, la verdad era muy distinta.
Dentro de los muros de aquella casa, el hogar de los Morales era un pozo de violencia y miedo. Los gritos, las reprimendas, y los castigos físicos formaban parte de la rutina. Desde que tenía memoria, Elena había aprendido que su silencio era lo único que podía salvarla de los estallidos de furia de su padre. Cualquier palabra equivocada, cualquier gesto fuera de lugar, y la ira de su padre se desataría como una tormenta, impredecible y brutal. Los castigos físicos no eran excepciones; eran la norma.
Uno de los recuerdos más vívidos de Elena era cuando su padre la obligaba a arrodillarse sobre granos de arroz, a veces durante horas. Sentía cómo los diminutos granos se incrustaban en su piel, un dolor agudo que lentamente se convertía en una sensación insoportable. Pero no podía quejarse. No podía llorar. Su padre la observaba con una mirada fría, exigiendo silencio. El llanto solo prolongaría el castigo. El silencio era su única arma, aunque no fuera suficiente para protegerla de las consecuencias.
Había días peores. Elena recordaba con nitidez las veces en que su padre la encerraba durante días en el armario oscuro que apestaba a humedad. El aire dentro del pequeño espacio era sofocante, y la oscuridad era total. En ese armario, el mundo se desvanecía, dejando solo el eco de sus propios pensamientos. Al principio, lloraba, rogaba por ser liberada, pero con el tiempo, las lágrimas cesaron. Las voces en su cabeza eran lo único que la acompañaba en esos momentos. Fueron esas voces, suaves y persistentes, las que comenzaron a susurrarle una nueva idea: el dolor tenía un propósito.
El dolor era necesario.
En aquellos momentos de aislamiento, Elena se convenció de que el sufrimiento no era algo que debía evitarse, sino que debía aceptarse. Era una forma de redimir sus faltas, una forma de limpiar su alma manchada por el pecado. Cuanto más dolor soportara, más cerca estaría de la liberación. Las palabras de su padre, que siempre la acusaba de ser una decepción, de no ser lo suficientemente buena, se grabaron en su mente como verdades absolutas. Su madre nunca la defendió. No porque no quisiera, sino porque también era una víctima, atrapada en su propio ciclo de miedo y sumisión.
Cuando Elena cumplió quince años, su vida dio un giro definitivo. Su madre, que siempre había sido una sombra pasiva en la casa, murió en circunstancias que nunca fueron del todo claras. Algunos dijeron que había sido un accidente, una caída por las escaleras. Pero Elena sabía, en lo más profundo de su ser, que esa no era la verdad. Los rumores en el pueblo eran difíciles de ignorar. Algunos decían que su madre se había quitado la vida, que no había podido soportar más el tormento, que la única salida que había encontrado era escapar de su miseria a través de la muerte.
Elena, sin embargo, lo veía de otra manera. Su madre había sido débil. En su mente distorsionada, se convenció de que su madre no había encontrado la paz porque nunca había sufrido lo suficiente. Para Elena, el dolor era la única vía hacia la liberación, pero su madre no había soportado lo suficiente para ser redimida. La idea la perturbaba, pero también reforzaba su creencia: el sufrimiento tenía un propósito divino. El dolor purificaba, limpiaba. Y aquellos que no sufrían lo suficiente estaban condenados a vagar eternamente, perdidos.
El trauma de la muerte de su madre fue el catalizador que terminó de desatar los hilos de la cordura de Elena. En los meses siguientes, se convirtió en una figura aún más retraída y reservada. Las otras chicas de su escuela apenas la notaban, y los profesores decían que era una niña "callada", alguien que pasaba desapercibida. Pero dentro de ella, una tormenta se gestaba. Elena no quería desaparecer. Quería encontrar la paz que su madre nunca había alcanzado. Y, de alguna manera retorcida, se convenció de que su propósito en la vida sería ayudar a otros a encontrar esa misma redención a través del sufrimiento.
Con los años, Elena intentó llevar una vida normal. Se formó como maestra, pensando que, si podía ayudar a otros niños, tal vez podría encontrar la redención que tanto ansiaba. Se convenció de que ser maestra le daría la oportunidad de proteger a los inocentes, de salvarlos de los horrores que ella misma había vivido. Y durante un tiempo, eso fue suficiente. Enseñar a los niños, guiarlos, la hacía sentir útil. Pero el pasado siempre la acechaba.
Cuanto más observaba a sus alumnos, más claro se hacía en su mente: ellos también necesitaban ser liberados. Al principio, solo era una idea que le pasaba por la cabeza en momentos de fatiga. Pero, lentamente, esa idea comenzó a crecer, a echar raíces en lo más profundo de su ser. Los niños que sufrían en silencio, los que llegaban a clase con moretones escondidos o miradas perdidas, eran como ella había sido. También estaban atrapados, también necesitaban ser salvados. Pero no bastaba con darles consuelo o cariño. Eso solo sería un alivio temporal.
Elena, con su mente ya completamente retorcida, se convenció de que el sufrimiento era el único camino hacia la libertad. Y solo ella, con su experiencia, sabía cómo guiarlos por ese camino. Solo ella sabía lo que realmente necesitaban. Los otros maestros no lo veían, los padres estaban ciegos ante el sufrimiento de sus propios hijos. Pero Elena lo sabía, lo sentía en cada fibra de su ser.