Puntadas

Aunque su paso por el hotel fue reconfortante, debían seguir con su camino. En el cuarto de baño, Emily bañaba con ternura a su pequeño Alán, pues el tiempo de partida estaba cerca.

Mientras tanto, en la sala, los hombres de Rinaldi conversaban de manera distendida. Rubén, sin embargo, se mantenía malhumorado y apenas participaba. Su frustración provenía de no haber podido intimar con Rocío como había deseado.

De pronto, en un arrebato de amargura, Rubén soltó entre chismes y habladurías:

—Hacen demasiado drama por un niño cuya paternidad ni siquiera está clara.

Un silencio sepulcral cayó sobre los presentes. Aziel, el jefe, había estado detrás de Rubén y había escuchado su despectivo comentario.

—¿Quieres morir, verdad? —lo amenazó con una mirada gélida, exigiéndole que se levantara de su lugar.

Rubén no tuvo más opción que obedecer al temible capo. Cuando estuvieron frente a frente, Aziel le gritó que dejara de ser tan estúpido, advirtiéndole que si volvía a hacer otro comentario como ese, le volaría la cabeza de un tiro.

El subordinado, aterrado, guardó silencio absoluto, sabiendo que contradecirlo podría costarle la vida.

En ese momento, Emily salió del baño con Alán envuelto en una toalla, alertada por Lina sobre la tensa situación. Al verla, Rocío se acercó disimuladamente.

—Los hombres creen que Alán no es hijo de Aziel —le susurró al oído con desdén—. Te acusan de tener una aventura. Por tus problemas maritales, un inocente como Rubén no debería pagar.

Emily palideció ante las crueles palabras. Un nudo se formó en su garganta mientras luchaba por contener las lágrimas. Antes de que pudiera responder, Lina la tomó del brazo para alejarla con su hijo en brazos.

Los demás trabajadores contuvieron el aliento, sintiendo que sus almas se les escapaban. La señora estaba ahí y la tensión era insoportable. Temían que en cualquier momento Aziel sacara su arma contra Rubén.

Emily le preguntó qué estaba pasando, pero Aziel solo volvió su vista hacia ella y le dijo con frialdad que no eran asuntos suyos, que no debía meterse. La vena de su frente estaba saltada y sus puños apretados, la espalda rígida por la tensión.

—Entiendo —contestó Emily con un nudo en la garganta. Con Alán en brazos, se refugió en la habitación para terminar de arreglarse para partir.

A solas, las palabras de Rocío retumbaban en su mente. Ella no estaba mintiendo, Alán era hijo de Aziel y si este resultaba un problema, estaba dispuesta a comprobarlo.

Luego de unos minutos, la tensión se relajó. Aziel le dijo en voz baja a Rubén que arreglarían esa situación cuando volvieran.

Ya en la casa rodante, Emily se atrevió a preguntarle por qué esos rumores sobre la paternidad de su hijo le afectaban tanto.

—No me gusta que digan esas cosas. Eso es todo —le respondió Aziel sin mirarla a los ojos.

—Si tienes dudas de que él sea tu hijo, puedes hacer una prueba de paternidad —ofreció Emily con firmeza—. Yo no te estoy mintiendo.

—Yo no te he acusado de mentirosa —le dijo, acariciando con delicadeza su mejilla—. Me gustaría tener esa linda boquita succionando mi pene.

Emily sintió las mejillas calientes ante el repentino cambio de tono en la conversación. Estaban hablando sobre un tema tan delicado como la paternidad de su hijo, y él había dado un giro inesperado.

En ese momento, unos sonidos muy particulares interrumpieron la tensión. Al parecer, uno de los talentos escondidos del pequeño Alán era imitar los sonidos de los cerdos.

Aziel arqueó una ceja y lo miró con una expresión de incredulidad. ¿Por qué su hijo era un niño tan peculiar? ¿O serían así todos los niños pequeños?

La inesperada intervención de Alán alivió momentáneamente la carga emocional de la situación. Emily respiró hondo, recomponiendo sus pensamientos antes de retomar el delicado tema con Aziel.

—No te desvíes del tema, por favor.

Aziel miró hacia el suelo por un momento, luego levantó la vista hacia ella. Su expresión era seria.

—Lo hablaremos, pero no aquí —le dijo con calma—. Cuando estemos en casa.

Las palabras de Aziel golpearon un nervio sensible en Emily, transportándola a un pasado no tan lejano lleno de incertidumbre y dolor. Recordó las noches sin dormir, atormentada por la idea de haberlo perdido para siempre, el vacío insoportable de pensar que Aziel estaba muerto. La tormenta de emociones que la había consumido durante.

—Tengo tantas ganas de estar en casa —susurró con una mezcla de ansiedad y esperanza.

—Muy pronto. Recuerdas el lugar al que te llevé en nuestro primer aniversario, ahora es más grande, añadieron una terraza y la vista es fantástica.

Justo cuando el silencio se instalaba entre Emily y Aziel, una vez más, la atención de ambos fue capturada por los incesantes sonidos de cerdos que Alán continuaba emitiendo con entusiasmo.

—¿Acaso nuestro hijo tiene cola y no me he dado cuenta? —preguntó, encontrando graciosas las actitudes del niño.

Emily, sorprendida por la repentina pregunta de Aziel, no pudo contener la risa. Miró hacia Alán, quien seguía absorto en su juego, ajeno a lo complejo de la situación. Acoplarse a una nueva casa, estar en costumbres muy diferentes a las de los mazahuas, hacerlo comprender que ese hombre al que llamaba “malo” era su padre. Y en algún momento explicarle lo complicado de los negocios de su padre.

―Su cabello… es igual al tuyo ―declaró observando con más atención al niño.

En el otro extremo de la casa rodante, el ambiente era igualmente tenso. Jennifer e Irán susurraban acaloradamente, sus rostros mostraban frustración y preocupación.

―¡No es tan simple! ―insistía Jennifer, su voz un susurro agudo de desesperación.

Irán, con un gesto de resignación, cerró los ojos un momento antes de responder.

―No podemos resolver esto aquí, no estamos en casa ―dijo, intentando poner fin a la discusión. El conflicto, al parecer trivial para un observador externo, giraba en torno a la actitud rebelde de Rubén―. No soy su padre, y además, ya tiene suficientes problemas con Rinaldi. ¿Qué más quieres que haga? ―preguntó Irán, frustrado.