Leda jamás imaginó que su luna de miel terminaría en una pesadilla.
Ella y su esposo Ángel caminaban por un sendero solitario en el bosque de Blacksire, riendo, tomados de la mano, cuando un gruñido profundo quebró la calma. Un hedor nauseabundo los envolvió. De pronto, el sendero desapareció; sólo quedaba la inmensidad oscura y una luna blanca, enorme, que parecía observarlos.
—¿Oíste eso? —susurró Leda, el corazón desbocado.
Ángel apretó su mano.
—Debe ser un animal. Vamos, no te asustes.
Pero el gruñido volvió, más cerca. El depredador jugaba con ellos, acechándolos. Un crujido a su derecha. Otro, detrás. Los gruñidos iban y venían, como si se burlara.
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EL CLARO DE LOS LOBOS
Leda cada vez estaba más asustada. Entre el vaivén del cuerpo de Ikki y la velocidad con la que corría, todo a su alrededor era una masa borrosa. Aun así, distinguía detalles que la dejaban sin aliento: árboles altísimos, con copas tan frondosas que el sol apenas filtraba su luz; flores enormes y perfumadas; helechos como muros verdes. Y entonces lo imposible ocurrió: pequeñas luces revoloteaban entre las ramas. Al enfocarse, Leda vio… alas. Eran hadas. Y juraría haber visto un gnomo esconderse tras un tronco.
Se frotó los ojos con desesperación.
Estoy muerta. O drogada.
Pero todo se sentía demasiado real: el aire húmedo, el canto de las aves, el aroma dulzón del bosque. El sol, aunque tenue, acariciaba su piel. Quería vomitar. La velocidad de Ikki la mareaba, y su propio miedo le retorcía el estómago.
—Bájame —gimió.
Él siguió como si no oyera. De pronto, derrapó bajo un tronco caído. Ella gritó, el corazón en la boca, pero no se lastimó: había espacio entre la madera y el suelo.
—¡Te dije que me bajes! —patalearon sus pies en el aire.
Un golpe seco en sus nalgas la hizo dar un respingo.
—¡Estás loco! ¡Bájame ya! ¡Te lo ordeno!
Ikki se detuvo en seco y la sostuvo frente a él como si fuera un saco de granos.
—¿Y ahora qué quieres, mujer? —gruñó.
—¡Neandertal! ¡Quiero bajar a vomitar! —le gritó, con furia.
Ikki sacudió la cabeza, mordiéndose la lengua. Si no fuera por el vínculo, ya la habría arrojado a un pozo y dejado que los cuervos la despedazaran. Maldita humana.
La dejó en el suelo sin decir nada. Leda corrió a un costado y vomitó hasta quedarse sin aire. Sus nervios, el llanto, el dolor de cabeza… todo salió de golpe.
—Vamos —ordenó Ikki, impaciente—. Falta poco para llegar.
Leda se apoyó en un árbol para tomar aire, pero de pronto el tronco se estremeció. Las ramas se levantaron y la empujaron hacia atrás. Cayó con un grito, pero no tocó el suelo: Ikki la atrapó en el aire. Sus ojos grises centellearon de ira.
El alfa gruñó hacia el árbol.
—Viejo Ent… si tú o los tuyos vuelven a tocar a esta mujer, los arrancaré de raíz y los quemaré uno por uno.
El árbol tembló. Las hojas crujieron.
—P-perdóname, rey alfa… —susurró una voz grave, como viento entre ramas.
Leda abrió la boca.
—¿El árbol… te habló? ¡Un árbol te habló! Me drogaste, ¿verdad? ¡Me drogaste o estoy muerta!
Ikki no contestó. La alzó otra vez y siguió corriendo.
Media hora después, emergieron en un claro bañado por la luz. Una cascada caía con suavidad, y bajo su bruma se alzaban estructuras primitivas: toldos de pieles, troncos tallados, plataformas de madera. Un pueblo salvaje, pero… vivo.
Leda apenas tuvo tiempo de mirar cuando docenas de figuras aparecieron entre los arbustos. Hombres y mujeres… o algo parecido. Algunos eran lampiños, otros tenían el cuerpo cubierto de vello. Sus ojos brillaban como brasas. Y todos comenzaron a olfatear. A él. A ella. Se acercaban, rozándola, curioseando, murmurando:
—Humana… humana… humana…
—¡Basta! —Ikki rugió. Su voz retumbó en el claro, imponiendo silencio.
Todos se quedaron inmóviles. Él los miró con autoridad.
—Ella es mi compañera. La respetarán. La cuidarán.
Uno a uno, los lobos agacharon la cabeza en sumisión. Leda no entendía nada.
¿Compañera? ¿Qué carajos?
Entonces oyó su voz de trueno:
—Fue otorgada por la diosa Luna.
Leda quedó helada.
—¿La… luna? ¿Qué quieres decir? ¡Me dirás quién eres! ¡Qué es este lugar! ¡Me voy a volver loca!
Ikki la dejó en el centro del claro. Todos la rodeaban. Olían su ropa, rozaban su piel, comentaban su fragilidad.
—¡Déjenme! —gritó, aterrada.
Los lobos se apartaron de golpe. Detrás de ellos apareció una anciana. Alta, erguida, vestida con pieles de zorro. Sus orejas, puntiagudas. Leda casi lloró de alivio al ver a alguien semi vestida.
—Mi luna… —dijo la anciana con voz grave, inclinando la cabeza—. Bienvenida al mundo de los hombres lobo.
Leda parpadeó, sin aire.
—¿El… mundo de los… qué?
La anciana sonrió, mostrando colmillos amarillentos.
—Como ves, algunos conservamos forma humana. Otros son lobos completos. Pero ya no estás en tu mundo. Lo has traspasado.
Leda tembló.
—Vine… con mi esposo. Anoche… lo mataron. Esos monstruos…
—Los rogues —corrigió la anciana—. Lobos enfermos de odio, sedientos de sangre. No son como nosotros. El alfa Ikki no te explicó nada, ¿verdad?
Leda lo fulminó con la mirada.
—¡No! ¡Lo único que hizo fue orinar el cadáver de mi esposo y cargarme como una bolsa de papas! ¡Lo odio!
Ikki se echó a reír. Otros lo imitaron. Leda sintió el estómago girarse.
—Pero gracias al alfa —prosiguió la anciana, lamiéndose los labios—, estás viva. De lo contrario… habrías sido carne para los rogues. Y créeme… la carne humana es deliciosa.
El sudor frío recorrió la espalda de Leda.
Todos comenzaron a reír. Algunos aullaban. Ikki no podía contener la carcajada. Sabía que Rina, la vidente, no lo hacía por crueldad: quería endurecer el corazón tímido de la humana.
—Mi luna —dijo ella finalmente—. Yo soy Rina, vidente de la manada. Él —señaló a Ikki— es el rey alfa de Luna Creciente.
Ikki le dedicó una mueca arrogante. Leda lo ignoró.
—Él es Magnus, su beta. —El hombre hizo una reverencia profunda.
—Ella es Nor, su hermana gamma. —Otra inclinación.
Uno a uno, fueron saludándola. Viejos, jóvenes, incluso niños de ojos brillantes. Le explicaron la jerarquía: alfa, beta, gamma…
Leda pensó, mareada:
Estoy en el loco mundo de los hombres lobo.
¿Y ahora qué carajos voy a hacer?
Ikki se puso de pie, sus ojos grises clavados en ella.
—Por ahora, descansa. Más tarde comeremos y… resolveremos qué sigue. Rompí un pacto. Los rogues vendrán.
Nor y Rina la condujeron hasta un toldo enorme cubierto de pieles.
—Esta es la casa del alfa —susurró la anciana.
Leda se quedó muda. Ni en sus peores pesadillas había imaginado algo así.