"No todo lo importante se dice en voz alta. Algunas verdades, los sentimientos más incómodos y las decisiones que cambian todo, se esconden justo ahí: entre líneas."
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Mi segundo y mas grande amor.
El hospital se había convertido en una prisión de paredes blancas y frías, donde el tiempo parecía detenerse en un loop eterno de dolor. Después de que el doctor me dio la noticia, me llevaron a verla por última vez. El cuarto estaba helado, el aire cargado con un olor a formol que se me metía por la nariz y me revolvía el estómago. Marina yacía sobre una camilla metálica, cubierta con una sábana blanca que dejaba su rostro al descubierto. Incluso muerta, era hermosa. Su piel, pálida como la nieve que caía afuera, parecía brillar bajo la luz mortecina de la lámpara. Su cabello pelirrojo, que siempre había sido un caos indomable, ahora estaba peinado hacia atrás, y sus facciones estaban relajadas, como si por fin hubiera encontrado paz. No había más dolor en su expresión, ni miedo, ni esa lucha constante contra una vida que siempre había sido demasiado cruel con ella. Estaba calmada, como si la muerte la hubiera liberado de la miseria que yo, un estúpido niño, no había podido alejar de ella.
Me acerqué, mis pasos resonando en el suelo de baldosas, y toqué su mejilla con dedos temblorosos. Estaba fría, pero aún podía sentirla, como si una parte de ella todavía estuviera ahí, mirándome con esos ojos verdes que ahora estaban cerrados para siempre. —Te extraño tanto, Marina— susurré, mi voz quebrándose mientras una lágrima resbalaba por mi barbilla y caía sobre la sábana. —Ojalá hubieras podido quedarte conmigo... pero al menos ahora no tienes que lidiar con esta vida de mierda que te di—. Me quedé ahí, inmóvil, con el pecho apretado por un dolor que no podía nombrar, hasta que una enfermera me tocó el hombro y me dijo que era hora de irme.
Salí de esa habitación con el corazón hecho pedazos, el eco de mis propios sollozos rebotando en las paredes vacías.
Esa misma noche, me llevaron a la unidad de cuidados intensivos neonatales para ver a mi hija. No podía cargarla; estaba demasiado frágil, conectada a tubos y monitores que pitaban sin parar. La vi a través de un cristal, una cosita diminuta envuelta en una manta blanca, con una mata de cabello oscuro asomando por la parte superior. Sus ojitos estaban cerrados, y su pecho subía y bajaba con un ritmo débil pero constante. Me quedé ahí, con las manos apoyadas contra el vidrio, sintiendo cómo las lágrimas quemaban mis mejillas mientras caían sin control. Estaba roto, destrozado, y no había nadie para acompañarme en ese dolor. Mis padres no se habían molestado en aparecer, y los de Marina ni siquiera sabían que su hija había muerto. Estaba solo, un adolescente perdido en un hospital que olía a muerte y a desinfectante, con una hija que ni siquiera podía tocar y un amor que ya no volvería.
Pasaron siete horas desde el nacimiento, y nadie vino. Ni un familiar, ni un amigo, nadie que reclamara el cuerpo de Marina. El hospital me explicó el proceso con una frialdad que me dio náuseas: si nadie se hacía cargo en las próximas 48 horas, el cuerpo sería enviado a una morgue municipal, y eventualmente, si seguía sin ser reclamado, sería enterrada en una fosa común. No podía permitir eso. A pesar de que apenas tenía dinero para comer, usé los pocos ahorros que me quedaban de trabajar en el almacén para pagar un servicio funerario básico. No había ceremonia, no había flores, solo un ataúd barato y una tumba sin lápida en un cementerio olvidado en las afueras de la ciudad. La enterraron un día después, bajo una lluvia helada que empapó mi ropa y se mezcló con las lágrimas que no dejaban de caer. Me quedé frente a su tumba hasta que oscureció, con el barro pegándose a mis zapatos y el frío calándome hasta los huesos, susurrando promesas que ya no podía cumplir.
Las siguientes dos semanas fueron un borrón de agotamiento y tristeza. Me pasaba los días en el hospital, sentado junto a la incubadora de mi hija, mirando cómo poco a poco ganaba fuerza. No dormía más de un par de horas al día, y el cansancio me tenía los ojos enrojecidos y los hombros encorvados. Cuando no estaba en el hospital, estaba estudiando con libros prestados, tratando de no reprobar las clases, o trabajando turnos dobles para pagar las cuentas. Mi cuerpo estaba al límite, mis manos agrietadas de tanto cargar cajas, y mi mente era un torbellino de culpa y dolor. Pero todo cambió el día que finalmente me dejaron cargar a mi hija.
Era una mañana gris, y el hospital estaba más silencioso de lo habitual. Una enfermera me llevó a una sala pequeña con paredes amarillas desvaídas y una mecedora en el rincón. Me entregó a mi hija, envuelta en una manta suave que olía a talco y a hospital. La sostuve con cuidado, como si fuera de cristal, y sentí un nudo en la garganta que me hizo jadear. Era tan pequeña, tan frágil, pero tan perfecta. Sus ojos, cuando los abrió, eran verdes con un toque de azul, idénticos a los de Marina, pero su rostro... su rostro era un espejo del mío. La misma forma de la nariz, la misma curva en los labios. —Heather Marshall— murmuré, el nombre que había elegido para ella, un nombre que Marina había mencionado una vez, diciendo que le recordaba a los campos de flores que nunca pudimos ver juntos. —Mi hermosa Heather—.
Las lágrimas resbalaron por mis mejillas, cálidas y silenciosas, mientras la mecía en mis brazos. Sentí que mi corazón, que había estado roto desde esa noche en el hospital, encontraba algo a lo que aferrarse. Heather era lo único que me quedaba de Marina, lo único que me mantenía en pie en medio de un mundo que se había derrumbado a mi alrededor. —Tu mamá estaría tan orgullosa de ti, pequeña— susurré, mi voz temblando mientras besaba su frente, su piel tibia y suave contra mis labios. —Y yo... yo voy a darlo todo para que tengas una vida mejor que la que tuvimos nosotros—.
Los días siguientes fueron un torbellino de trámites y agotamiento. Registré a Heather en el registro civil, con el acta de nacimiento en una mano y un montón de libros escolares en la otra. Iba de un lado a otro, del hospital a la escuela, de la escuela al trabajo, con el cuerpo tan cansado que apenas podía mantenerme en pie. Mis ojeras eran tan profundas que parecían moretones, y mis manos temblaban cada vez que intentaba escribir algo. Pero cada vez que miraba a Heather, cada vez que veía esos ojos que me recordaban tanto a Marina y a mí al mismo tiempo, encontraba una razón para seguir adelante. Ella era mi mundo ahora, y aunque el camino era un infierno, no iba a rendirme.
No iba a dejar que Heather viviera la misma mierda que nosotros. iba a romperme el lomo si era necesario, pero ella tendría algo mejor, aunque me costará la maldita vida.