Mariel, hija de Luciana y Garrik.
Llego a la Tierra el lugar donde su madre creció. Ahora con 20 años, marcada por la promesa incumplida de su alma gemela Caleb, Mariel decide cruzar el portal y buscar respuestas, solo para encontrarse con mentiras y traiciones, decide valerse por si misma.
Acompañada por su hermano mellizo Isac ambos inician una nueva vida en la casa heredada de su madre. Lejos de la magia y protección de su familia, descubren que su mejor arma será la dulzura. Así nace Dulce Herencia, un negocio casero que mezcla recetas de Luciana, fuerza de voluntad y un toque de esperanza.
Encontrando en su recorrido a un CEO y su familia amable que poco a poco se ganan el cariño de Mariel e Isac.
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Capítulo 3
La mentira en sus labios
El silencio entre ellos era espeso.
El tipo de silencio que nace cuando las emociones chocan con la realidad.
Mariel seguía de pie frente a Caleb, esperando, rogando internamente que sus ojos le dijeran algo distinto a lo que su mente temía.
—¿Por qué no regresaste? —preguntó de nuevo, esta vez con más firmeza.
—¿Qué fue tan grave como para romper tu promesa?
Caleb inhaló profundamente.
Podía sentir el lazo con ella arder bajo su piel, su alma temblaba ante su cercanía, pero…
no podía decirle la verdad.
No todavía.
Su rostro cambió. Endureció su mirada y ajustó el saco mientras hablaba con una frialdad cuidadosamente ensayada.
—Estaba ocupado, Mariel. —dijo con voz baja, firme—. Los negocios crecieron más rápido de lo que esperaba. No podía dejarlo todo.
Mariel lo miró como si no lo reconociera.
Sus labios se entreabrieron, y su corazón dio un vuelco.
—¿Eso es todo? ¿Trabajo?
Caleb no respondió.
Solo sostuvo su mirada sin parpadear, clavando la mentira en medio de ellos como una daga.
—No tenía opción. —añadió finalmente, girando apenas el rostro—. Es lo único que puedo decirte ahora.
Isac se cruzó de brazos, molesto.
—Qué conveniente. Cinco años desaparecido y todo se resume en trabajo. No eres tan buen actor como crees.
Caleb lo ignoró nuevamente.
Su mirada volvía una y otra vez a Mariel.
Mariel retrocedió un paso.
—Fui una promesa que rompiste.
Su voz temblaba.
—Y aún así… sigo sintiéndote aquí. En mí.
Caleb apretó los puños.
Cada palabra que ella decía dolía, porque sabía que estaba fallando de nuevo.
—Debes irte. —murmuró con frialdad—. Este mundo… no es seguro para ti.
Mariel levantó el mentón.
—No vine a pedir permiso. Vine a buscar respuestas. Y me las vas a dar, tarde o temprano.
Y con eso, se giró, caminando hacia el interior de la casa con la espalda erguida, aunque por dentro se rompía.
Isac la siguió con el ceño fruncido.
Caleb se quedó allí, en el umbral, inmóvil.
Su corazón golpeaba con fuerza.
Mentirle había sido la única forma de protegerla…
O al menos, eso quería creer.
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El eco de los pasos de Mariel alejándose aún resonaba en los oídos de Caleb.
Se quedó de pie en el umbral, mirando el interior de la casa.
Pero ahora, cada rincón parecía juzgarlo… recordarle lo que había prometido y no cumplido.
Se frotó el rostro con ambas manos, con fuerza, como si intentara borrar la culpa que se adhería a su piel.
Luego respiró hondo, cerró los ojos por un instante y susurró:
—No era el momento. No aún.
Su alma gritaba por alcanzarla, por decirle la verdad…
Por confesarle que su ausencia no fue elección, sino consecuencia.
Pero también sabía que si lo hacía en ese instante, todo podría quebrarse de la peor manera.
Abrió los ojos, ahora decididos, apagados.
Se giró con lentitud, caminando de regreso hacia su auto con paso firme.
Su chaqueta ondeó con el viento nocturno mientras los vigilantes lo observaban desde la esquina.
—No la molesten. —dijo sin mirarlos—. Que se acomoden. Mañana volveré.
El auto negro lo recogió en silencio.
La puerta se cerró con un sonido seco.
Y Caleb partió.
Dejando tras de sí una casa con luces tenues, una joven con el corazón confundido, y una verdad aún enterrada.
Dentro de la casa, Mariel se sentó en el borde de la cama, mirando fijamente al suelo.
Isac la observaba desde la puerta.
—No le creo. —dijo él, tajante.
—Yo tampoco. —susurró Mariel, apretando los labios—. Pero aún así… no pude dejar de sentirlo. Cuando nos vimos. Cuando habló. Cuando me mintió…
Se llevó la mano al corazón.
—El vínculo sigue ahí. Pero él no es el mismo.
Isac se acercó, le puso una mano en el hombro.
—Entonces después cuando las cosas se calmen… sabremos si queda algo de verdad en lo que dice.
Mariel asintió.
Y en sus ojos… la esperanza aún ardía, aunque cada vez más tenue.
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La oficina de cristal en lo alto del rascacielos estaba en penumbras, iluminada solo por el reflejo de la ciudad que nunca dormía.
La mujer embarazada caminaba descalza por el mármol frío, con una copa de agua en la mano y los labios apretados.
Desde que Caleb se había marchado, no había dejado de pensar en aquella maldita casa.
Su expresión dulce de antes ahora era solo un velo.
La incomodidad del embarazo y el creciente sentimiento de desplazamiento la tenían al borde de estallar.
Se sentó en el sofá, con el ceño fruncido, y marcó un número que conocía de memoria.
—¿Alguna novedad? —preguntó con frialdad apenas fue atendida.
Del otro lado, el vigilante tragó saliva.
—Sí, señora… el señor Caleb llegó hace unos minutos.
—¿Y luego? —inquirió con un tono cargado de veneno.
Hubo un breve silencio.
—Señora, entró… y una chica salió a abrazarlo. Una joven de su edad, a él se le notaba afectado, pero aún así correspondió el abrazo. Luego de hablar con la joven se retiró.
El cristal de la copa en su mano crujió suavemente.
—¿Una chica?
—¿Cómo era? ¿Te acercaste lo suficiente?
—No lo suficiente para escuchar. Pero se veía joven… decidida. El muchacho que estaba con ella la protegía, parecía su hermano.
—¿Hermano…? —repitió con desdén.
—¿Y qué más? ¿Caleb dijo algo sobre regresar?
—Solo que no los molestáramos. Que volvería mañana.
Ella cerró los ojos, se recostó con lentitud y acarició su vientre.
Su mirada se endureció, el cristal de la copa se quebró levemente en su mano.
—Sigue vigilando.
—Entendido, señora.
Colgó sin más.
El reflejo de su rostro en la ventana no mostraba tristeza… sino fuego.
—¿Así que vienes a querer lo mío?
—Pues veremos cuánto dura tu estancia antes de que lo pierdas.
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La grieta se abre
La mañana siguiente amaneció nublada, como si el cielo también presintiera que algo estaba por romperse.
Mariel despertó temprano, no había podido dormir bien. Sus pensamientos giraban en torno a la mirada de Caleb, al frío en su voz y al calor que aún sentía cuando él la había observado.
Isac ya estaba despierto, vigilando desde la ventana, con los músculos tensos y la mirada aguda.
—¿Crees que venga? —preguntó ella, peinando su largo cabello con los dedos.
—Vendrá. Nadie mira así sin dejar algo pendiente. —respondió Isac sin quitar la vista de la calle.
Un auto negro apareció exactamente a media mañana.
Caleb descendió con paso firme, el saco colgando sobre el hombro y el rostro algo más sereno que la noche anterior.
Sus ojos se alzaron hacia la ventana del segundo piso.
Y allí estaba ella.
Mariel bajó las escaleras y salió al porche.
El mundo pareció detenerse.
No había palabras al principio. Solo el cruce de miradas. El lazo invisible tensándose entre ambos.
Y entonces, sin pensar, Caleb abrió los brazos… y ella fue hacia él.
Se abrazaron. Fuerte. Con necesidad. Con memoria.
Fue un momento breve… pero eterno.
Desde la acera contraria, oculta detrás de un auto, la mujer de ojos pintados y vientre abultado observaba.
Su rostro se crispó al ver el abrazo.
La forma en que Caleb la sostenía, con ternura, con deseo contenido…
Era la confirmación que temía.
No lo pensó dos veces.
Cruzó la calle decidida, el taconeo suave pero firme.
—¡Caleb cariño! —su voz cortó el momento como una daga.
Caleb se tensó. Mariel también. Ambos giraron al mismo tiempo.
Allí estaba ella.
Vestido claro, cabello recogido con elegancia, y una mano reposando sobre su vientre con dramatismo.
—¿Qué haces aquí? —preguntó él, en voz baja pero cargada de enojo.
La mujer ladeó la cabeza con una sonrisa forzada.
—¿Cómo que qué hago? Te sigo. Porque cuando el padre de mi hijo se va sin decir palabra… yo no me quedo esperándolo como una tonta.
Mariel retrocedió un paso. El mundo se desmoronaba bajo sus pies.
—¿Hijo…? —susurró, mirando a Caleb.
Él no respondió.
Y en ese silencio…
Mariel lo entendió todo.
O al menos, eso creyó.