Tras una noche en la que Elisabeth se dejó llevar por la pasión de un momento, rindiendose ante la calidez que ahogaba su soledad, nunca imaginó las consecuencia de ello. Tiempo después de que aquel despiadado hombre la hubiera abrazado con tanta pasión para luego irse, Elisabeth se enteró que estaba embarazada.
Pero Elisabeth no se puso mal por ello, al contrario sintió que al fin no estaría completamente sola, y aunque fuera difícil haría lo mejor para criar a su hijo de la mejor manera.
¡No intentes negar que no es mi hijo porque ese niño luce exactamente igual a mi! Ustedes vendrán conmigo, quieras o no Elisabeth.
Elisabeth estaba perpleja, no tenía idea que él hombre con el que se había involucrado era aquel que llamaban "el loco villano de Prusia y Babaria".
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Capitulo 21
El mensaje finalmente llegó al Kaiser: Falkenrath estaba asegurado. Aquel bastión de separatistas, que por tanto tiempo había representado una espina en el flanco del Imperio, ahora se hallaba firmemente bajo su control. Sin embargo, algo resultaba desconcertante.
El Markgraf Dietrich no regresó de inmediato a su territorio, como cabría esperar. En su lugar, envió a su asistente y a su ejército, mientras él permanecía en tierras aún cercanas al conflicto, sin saber exactamente que hacía ahí y dónde estaba. El Kaiser, aunque satisfecho con los resultados, frunció el ceño ante la noticia.
—¿Por qué no regresas? —murmuró para sí, su mirada perdida entre los ventanales del salón imperial.
El Kaiser se recostó con pesadez en el sillón de terciopelo escarlata, cruzando las manos sobre su regazo. La luz del mediodía dibujaba patrones dorados sobre su rostro pensativo.
—Aunque me diste lo que prometiste... no puedo darte lo que tú quieres—, pensó con frialdad.—No puedo permitir que seas completamente libre. ¿Y si intentaras rebelarte? Eres demasiado fuerte, demasiado astuto. Necesito atarte a la corona... sea como sea.
Aunque el principal motivo era que él verdadero poder de la corona, recidia en el apoyo que Dietrich le brindaba al Kaiser, aunque este no quisiera reconocerlo, y sabía que al perder ese apoyo su mismo poder decaería.
Su mirada se endureció al llegar a una conclusión.
—Amelia debe tener un hijo suyo. Entonces no actuará impulsivamente. Entonces... lo habré atado...
Con esa decisión sellada en su mente, el Kaiser hizo llamar a su sobrina.
Esa misma tarde, el sol caía cálido sobre los jardines imperiales. Entre las flores recién abiertas y el murmullo suave de una fuente, el Kaiser compartía una taza de té con la joven princesa. Amelia lucía impecable, con un vestido color marfil que resaltaba el brillo dorado de sus ojos. Escuchaba a su tío con una sonrisa paciente, sabiendo que lo que venía era importante.
—Ahora que la mayor parte del trabajo del Markgraf está hecho —dijo el Kaiser mientras depositaba su taza en el platillo—, sería prudente comenzar a organizar el matrimonio.
Amelia enarcó apenas las cejas, antes de asentir con elegancia.
—Estaba esperando este momento, tío. Será un honor.
—Emitiré una orden para que puedas instalarte en Adlerstein —continuó él, observándola de reojo—. Es tiempo de que te familiarices con tu nuevo hogar. Puedes comenzar a practicar como futura anfitriona de ese lugar.
—Estoy completamente de acuerdo —respondió ella, con entusiasmo contenido—. No habrá rincón que no esté preparado para recibirlo.
El Kaiser sonrió levemente, satisfecho con su respuesta. Al levantarse, alisó su túnica bordada con lentitud. Antes de retirarse, se volvió hacia ella con una mirada insinuante.
—Y por supuesto... espero con ansias nuevos sobrinos.
Amelia, sin perder la compostura, respondió con dulzura medida:
—No tendrá que esperar demasiado, Majestad.
El sol apenas había asomado entre las torres de Adlerstein cuando una larga caravana atravesó el portón principal. Carruajes relucientes, escoltas armados con libreas imperiales y un séquito de doncellas y criadas desbordaban la entrada del castillo como una marea dorada. Frank, que supervisaba la distribución de víveres en el patio interior, sintió el retumbar de los cascos y se volvió de inmediato, con el ceño fruncido.
Al frente de la caravana, descendió una figura esbelta vestida de morado oscuro, con una capa que arrastraba tras de sí el orgullo de generaciones reales. Amelia von Bruben.
—Por el infierno... —murmuró Frank, sin poder evitarlo.
La princesa descendió del carruaje con elegancia. Extendió la mano para que una doncella la ayudara a bajar y luego se detuvo, observando Adlerstein con mirada crítica, como si inspeccionara una propiedad que acababa de comprar.
Frank se acercó de inmediato, todavía sin entender del todo la situación.
—Su alteza... —inclinó la cabeza, aunque con cierta rigidez en los hombros—. No sabíamos que vendría.
—Oh, no lo dudo —respondió Amelia con una sonrisa fría, como quien sabe perfectamente lo que provoca—. He venido por orden del Kaiser. Traigo conmigo su decreto sellado. Me instalaré en Adlerstein para organizar mi boda con el Markgraf y ejercer como anfitriona. Es lo que corresponde.
Frank recibió el pergamino que le ofrecía un paje. El sello imperial brillaba con la autoridad indiscutible del trono. Lo abrió con torpeza, temiendo exactamente lo que encontró dentro.
—Claro... —dijo, cerrando el documento con manos tensas—. Si es una orden imperial, no hay nada más que decir.
Amelia ya había comenzado a dar órdenes antes de que él terminara la frase. Señalaba estancias, ordenaba a sus criadas que cambiaran los tapices, comentaba con desdén sobre las cortinas de la galería este y ya había enviado por un equipo de jardineros para rediseñar el invernadero. A cada paso, dejaba su huella como si el castillo hubiese estado esperándola toda la vida.
Frank, por su parte, se mantenía a distancia, cada vez más pálido y rígido, como una estatua de piedra bajo tormenta.
—¿Qué demonios estás haciendo, mi señor...? —susurró para sí, mientras observaba cómo una de las doncellas de Amelia se atrevía a retirar un retrato de los antepasados del Markgraf para colocar en su lugar un tapiz de flores bordadas.
En el fondo de su mente, Frank ya podía imaginar el momento en que su señor regresara. Dietrich no era un hombre dado a los estallidos emocionales, pero el frío que se desataba cuando estaba furioso podía congelar a cualquiera.
Y lo que más le inquietaba, lo que en verdad le carcomía el pensamiento mientras fingía obedecer las disposiciones de Amelia, no era la arrogancia de la joven imperial, ni el desorden que introducía en la rutina del castillo... sino la pregunta que no lo dejaba en paz desde la noche en que Dietrich lo llamó a solas para darle órdenes y marcharse sin explicación:
—¿Quién diablos es Elisabeth...? —murmuró entre dientes, mientras desde una de las ventanas Amelia pedía que trajeran vino y música para el almuerzo.
Frank suspiro agotado. —Por ahora me encargaré de lo importante.— Se consoló a sí mismo, volviendo a su trabajo, tratando de no atormentarse, pensando en que pasaría en un futuro cercano.
El pueblo de Eichenwald, era el quinto que revisaban. Se encontraba sumido en el silencio de la noche cuando Dietrich y sus hombres terminaron de registrar la última posada. Las calles empedradas, vacías a esa hora, reflejaban la luz tenue de las farolas de aceite. Los pasos de los caballos resonaban como martillazos en el aire frío.
Dietrich desmontó con movimientos cansados, Hugo, su lugarteniente más leal, se acercó con el rostro tenso.
—Nada, mi señor —informó, frustrado—. Nadie aquí ha visto a una mujer con esas características. Ni herbolaria, ni rubia, ni con un perro lobo...
Dietrich no respondió. Sus ojos, azules como el hielo, escudriñaron las sombras del pueblo como si esperaran que Elisabeth apareciera milagrosamente entre ellas. Las ojeras marcadas en su rostro delataban las noches sin dormir, las horas perdidas siguiendo pistas falsas.
—Revisen de nuevo—ordenó, con una voz ronca por el cansancio—. Alguien debe haberla visto.
—Mi señor, hemos preguntado en cada casa, en cada establo... —insistió Ludwig, otro de sus hombres, pero se calló al ver la mirada de Dietrich.
El Markgraf giró hacia su caballo, apretando los puños con tal fuerza que las nudillos palidecieron. —¿Dónde demonios estás, Elisabeth?
El cielo estrellado brillaba sobre ellos, indiferente. Dietrich lo miró, sintiendo una punzada de frustración que comenzaba a tornarse en desesperación.
—¿Es este mi castigo? —susurró para sí, la voz apenas un hilo de sonido—. Por haber sido tan desconsiderado, por haberme ido sin una palabra...
Hugo se acercó de nuevo, esta vez con un pergamino en la mano.
—Hay un pueblo más al norte, Potsdam —dijo, señalando el mapa—. Es más grande, más bullicioso. Aun no hemos estado ahí.
Dietrich tomó el pergamino, sus ojos recorriendo el trazo del camino.
—Preparen los caballos —ordenó, con una determinación que no dejaba lugar a dudas—. Partimos al amanecer.
Sus hombres asintieron, dispersándose para cumplir sus órdenes. Dietrich permaneció un momento más en la calle vacía, la mirada perdida en el horizonte.
—Te encontraré, Elisabeth —prometió, en voz tan baja que solo las estrellas pudieron oírla—. Y está vez... Aunque supliues... no permitiré que me dejes.
ya lo habían comentado que era probable que ese maldito doctor le había hecho algo pero esto fue intenso
MALDITOOOOO/Panic/