En Valmont, el poder y el deseo se entrelazan en un juego tan seductor como peligroso. Mi nombre es un susurro en los círculos más exclusivos; mi presencia, un anhelo inalcanzable. Pero en un mundo donde la libertad tiene un precio, cada decisión puede llevarme a la cumbre… o arrastrarme a la perdición.
Soy Isabella Rivas, mejor conocida como Sienna, y esta es mi historia.
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Algo No Está Bien
El cielo se pinta de naranjas y violetas mientras camino hacia la parada del autobús. El aire de la noche empieza a enfriar las calles de Valmont, pero no lo suficiente como para despejar mi mente.
Me pongo los audífonos y subo el volumen. Solo estoy cansada. Llevo semanas sin dormir bien. Meses, en realidad.
Las calles a esta hora son un reflejo de la ciudad misma: una mezcla extraña. Durante el día, Valmont está llena de estudiantes, oficinistas y tráfico insoportable. Pero cuando cae la noche, es otra historia. Aparecen los clubes con luces rojas, los bares elegantes, los hombres trajeados con intenciones dudosas y las mujeres con vestidos ajustados que caminan con confianza, sabiendo que todas las miradas están en ellas.
Mi mamá siempre me dice que no camine sola cuando oscurece. Y, usualmente, le hago caso. Pero hoy me distraje en la universidad y salí más tarde de lo planeado.
Cruzo la avenida con pasos rápidos, evitando a los grupitos de hombres que están parados en las esquinas, fumando y riéndose entre ellos. No es que todos sean peligrosos, pero… nunca se sabe.
Y entonces, lo siento otra vez. Ese cosquilleo incómodo en la nuca, como si alguien me estuviera mirando.
Sigo caminando normal, sin girarme. No seas paranoica. Hay gente en la calle, todo está bien.
Pero la sensación no se va. Miro de reojo y veo a dos hombres caminando en la misma dirección que yo, unos metros atrás.
Uno es alto, viste completamente de negro y lleva una gorra que le cubre parte de la cara. El otro es más bajo, con una chaqueta azul y las manos metidas en los bolsillos. Seguro es coincidencia.
Pero mi estómago me dice otra cosa. Para probar mi teoría, freno en seco y finjo que reviso mi celular. Y entonces los escucho. Sus pasos también se detienen.
Un escalofrío me recorre la espalda.
Intento mantener la calma. Me acerco a la vitrina de una tienda y hago como que observo la ropa exhibida, usando el reflejo del cristal para verlos.
Ahí están.
El de la gorra mira a otro lado, fingiendo que no pasa nada. El de la chaqueta azul saca su celular y se lo lleva al oído, pero no dice una palabra.
Mi pulso se acelera. ¡No es coincidencia. Me están siguiendo!
Respiro hondo y trato de no entrar en pánico. Tal vez estoy exagerando. Tal vez… no. No lo estoy.
Todo en mi cuerpo grita "corre", pero no puedo. Si corro y estoy equivocada, haré el ridículo. Y si tengo razón… correr solo hará que se apresuren.
¡Piensa, Isabella!
Cambio de ruta. En vez de ir directo a la parada del autobús, giro en una calle más concurrida, llena de restaurantes y tiendas. Más gente, más seguridad.
Camino rápido, sin correr. Cada paso es un intento desesperado por no perder el control. Si siguen detrás de mí aquí, es porque realmente me están siguiendo.
Miro de reojo. Siguen ahí. Mi corazón late con fuerza en mi pecho. Saco el celular y llamo a mi mamá.
Nada.
—Vamos, vamos… —susurro, sintiendo la desesperación treparme por la garganta.
Intento con Valeria, mi mejor amiga. Tampoco responde. Miro a mi alrededor. Ahí. Una estación de taxis. Apenas a unos metros. Si llego hasta ahí, estaré a salvo.
Mi plan es simple: subirme a un taxi, dar mi dirección y salir de aquí. Sin riesgos. Sin mirar atrás.
Cinco metros…
Cuatro…
Tres…
Y entonces, una mano fría se cierra alrededor de mi muñeca. El mundo entero se congela. Intento girarme, pero otra mano me agarra por la cintura y me tira con fuerza.
El grito me explota en la garganta.
—¡Déjenme! —pataleo, araño, muevo los brazos con toda la fuerza que tengo.
Uno de ellos suelta una maldición cuando mis uñas arañan su piel. Me retuerzo como puedo, pateando al aire, sintiendo el miedo arderme en la sangre.
—¡AYUDA! —grito tan fuerte que hasta me duele la garganta.
El de la chaqueta azul aprieta los dientes y me tapa la boca con una mano áspera.
—¡Cállate, maldita sea! —gruñe, empujándome con más fuerza.
Intento morderlo. Lo hago. Él suelta una maldición y me sacude con rabia. Pero sigo luchando. El otro hombre saca algo del bolsillo, es un trapo.
¡No. No. No!
Me muevo con todo lo que tengo, pero él es más fuerte. Me cubre la nariz y la boca con el trapo y un olor dulce y químico me inunda los pulmones.
Sigo forcejeando, aunque mis brazos se sienten más pesados. ¡No te duermas. No te duermas!
Pero las luces de la calle se vuelven borrosas. Mi cuerpo se rinde. Y la oscuridad me traga entera.