La fe y la esperanza pueden cruzar las barreras del tiempo y del mismo amor , para mostrarnos que es posible ser felices , con la voluntad de Dios
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Encuentro a Orillas del Riachuelo
El riachuelo serpenteaba a través de un valle verde y sereno, escondido en un rincón casi secreto de la finca. El sol de primavera filtraba su luz entre las ramas de los árboles, que se mecían suavemente con la brisa. Allí, en ese escenario pintoresco, dos niños, ajenos a las complejidades del mundo, se encontraron por primera vez.
Ella, una niña de cabellos oscuros y ojos brillantes, corría alegremente por la orilla del río, sosteniendo a su inseparable amigo: un pequeño conejo de pelaje blanco que se asomaba tímidamente desde sus brazos. Entre risas, lo acariciaba y le susurraba secretos al oído, como si aquel adorable conejo fuera capaz de entender cada palabra que pronunciaba.
Un poco más allá, él, un niño de expresión traviesa y mirada curiosa, intentaba pescar con una caña improvisada. Sus manos, todavía torpes en las labores de un pescador, sujetaban el sedal con ansias de atrapar algo, aunque solo fuera una hoja flotando. La caña temblaba, sujeta por sus manos pequeñas y, en un descuido, el anzuelo voló hacia la orilla, enganchándose en la falda de ella.
– ¡Oh! – exclamó ella, al sentir el tirón repentino en su vestido. Miró hacia abajo, sorprendida, y allí vio al niño de rostro curioso y ojos azules que la observaba con la boca entreabierta.
– ¡Lo siento! – se apresuró a decir él, sus mejillas enrojeciendo de vergüenza. Sin querer, había capturado algo mucho más valioso que cualquier pez.
Ella se rió, una risa cristalina y sincera, mientras intentaba liberar la tela de su vestido del anzuelo. El pequeño conejo, al ver el tirón, se acurrucó en su pecho como si también sintiera la sorpresa del momento. Ella levantó la mirada hacia él, y en ese instante, sus ojos se cruzaron, dos pares de miradas llenas de asombro y curiosidad.
– ¿Qué haces aquí? – le preguntó ella, con una mezcla de desafío y picardía en su voz.
Él, todavía un poco intimidado, señaló el agua y la caña improvisada.
– Estoy... estoy pescando. ¿Y tú?
– Estoy cuidando a Estrella – respondió ella, acariciando suavemente las orejas de su conejo, que miraba al niño con ojos tan curiosos como los de su dueña.
Entonces, entre risas y algún que otro tirón, intentaron juntos desenganchar el anzuelo del vestido. Pero, en su torpeza infantil, terminaron por perder el equilibrio y, en un instante de asombro, ambos cayeron al agua con un chapoteo sonoro, llenando el aire de risas y agua salpicada.
El riachuelo, aunque poco profundo, los cubrió parcialmente, mojándolos de pies a cabeza. Entre el agua fría y las risas, los dos niños se miraron de nuevo, con una intensidad inocente que los hizo reír aún más. A pesar de la ropa empapada y el pequeño caos, no parecía haber nada en el mundo que los preocupase en ese momento.
– ¡Ahora sí estás pescando algo especial! – bromeó ella, mientras él intentaba quitarse el agua del rostro, sonrojado pero feliz.
Mientras el agua clara del riachuelo corría a su alrededor, sintieron en sus corazones algo extraño y cálido, como si una conexión profunda y única se tejiera entre ellos en aquel instante. Fue un sentimiento puro, de esos que solo se experimentan una vez, cuando el mundo todavía es un lugar sin complicaciones.
Después de salir del agua, se quedaron juntos, observando cómo el sol bajaba, sin decir mucho más. No hacía falta. Sus corazones infantiles ya entendían lo que sus palabras no podían expresar. Él le prometió, con una seriedad inesperada para su corta edad, que siempre estaría allí para ella, aunque entonces ninguno de los dos sabía cuánto cambiarían sus vidas y cuán largo sería el tiempo hasta su próximo encuentro.
Aquel día, los dos pequeños se despidieron sin saber que, años después, sus destinos volverían a cruzarse. En sus corazones, guardaron el recuerdo de aquel instante, un encuentro sellado por la inocencia y un amor tan puro que ni siquiera el tiempo podría borrar.
El riachuelo siguió su curso, testigo silencioso de aquella primera promesa, mientras el sol se escondía tras las colinas y las primeras estrellas asomaban en el cielo, como si quisieran proteger aquel lazo que apenas comenzaba a formarse.