En un mundo que olvidó la era dorada de la magia, Synera, el último vestigio de la voluntad de la Suprema Aetherion, despierta tras siglos de exilio, atrapada entre la nostalgia de lo que fue y el peso de un propósito que ya no comprende. Sin alma propia pero con un fragmento de la conciencia más poderosa de Veydrath, su existencia es una promesa incumplida y una amenaza latente.
En su camino encuentra a Kenja, un joven ingenuo, reencarnación del Caos, portador inconsciente del destino de la magia. Unidos por fuerzas que trascienden el tiempo, deberán enfrentar traiciones antiguas, fuerzas demoníacas y secretos sellados en los pliegues del Nexus.
¿Podrá una sombra encontrar su humanidad y un alma errante su propósito antes de que el equilibrio se quiebre para siempre?
"No soy humana. No soy bruja. No soy demonio. Soy lo que queda cuando el mundo olvida quién eras."
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CAPÍTULO XIX: Un Nuevo Amanecer en Thérenval
— Synera —
Cuando el recuerdo de aquella luna roja comenzó a elevarse lentamente en mi mente, como si atravesara un velo entre la niebla, el aire se volvió pesado, opresivo. Sin saber cuándo dejé de estar despierta, me descubrí atrapada en otra realidad. Todo era demasiado vívido para ser un recuerdo, y demasiado absurdo para ser real. Soñaba... aunque mi alma aún no lo sabía.
La luz del día se extinguió de golpe. El cielo se cubrió de un carmesí opaco, como si la sangre de la luna se hubiese derramado sobre la bóveda celeste. La oscuridad no era natural: era absoluta, mágica, cargada de un presagio que dolía en los huesos.
Estaba flotando boca abajo en la biblioteca de Aetherion, mi lugar de estudio en épocas donde aún creía que tenía tiempo. A mi alrededor danzaban decenas de grimorios que susurraban en lenguas olvidadas. Absorbía conocimiento con la misma avidez con la que un cuerpo hambriento traga aire al despertar. Todo parecía normal, hasta que...
Un estruendo desgarró la calma. Las estanterías temblaron, los libros cayeron al suelo como hojas arrastradas por el viento de una tormenta. Y yo... yo también caí.
Golpe seco. Me incorporé en el suelo. Mi magia... había desaparecido. Como si alguien hubiese cerrado la válvula de todo lo que me constituía. No sentí miedo. No sentí nada. Para entonces, yo ya era solo eso: un recipiente obediente. Un artefacto.
Otro estallido, más fuerte, más cerca.
Gritos. Lamentos. Una llamarada iluminó las vitrinas de cristal mientras me arrastraba, sin prisa, hacia la salida.
Y entonces lo vi.
El Reino de las Brujas estaba siendo reducido a cenizas. Torres colapsaban, puentes flotantes se desmoronaban en espirales de fuego. Nuestras hermanas gritaban, luchaban, algunas huían, otras caían en manos de demonios y humanos por igual. No entendía. No comprendía por qué o cómo... pero la destrucción era real. El aire olía a sangre y a traición.
—¡BRUJA! —gritó una voz, distante, ahogada en la bruma del recuerdo.
Un demonio se abalanzó sobre mí. Sus ojos eran pozos de odio y su lanza encontró mi abdomen una y otra vez, con precisión mecánica. Me pateó, me escupió, y yo... no me defendí. No podía. No sentía.
—¡PLAP!
Una ráfaga de magia recorrió el aire. Un estallido de energía quebró la realidad frente a mí. El demonio fue reducido a polvo con un chasquido de luz pálida.
Aetherion apareció, majestuosa incluso entre el caos. Sus ojos eran dos lunas opuestas: una mostraba poder, la otra desesperación.
—No es tu momento, Synera —dijo con una voz que era orden y súplica al mismo tiempo.
Me levantó de golpe, sujetó mi brazo y me arrastró con urgencia. Corríamos entre los escombros y las cenizas, entre cadáveres que aún ardían, entre la historia que se deshacía bajo nuestros pies.
—Recuerda esto: lo que eres no es lo que fuiste creada para ser —susurró, mientras dibujaba un portal de abismo con un solo gesto.
—No entiendo... ¿Por qué? ¿Por qué yo? —musité, como si por un instante la voz me hubiese sido devuelta.
— Porque tú eres el eco de lo que aún no ha nacido. Encuentra a la reencarnación del caos… protégelo, guíalo, y no olvides quién eres cuando llegue la oscuridad.
Y me empujó.
Caí.
Atravesé el abismo como si me tragarán mil espejos rotos, con voces, risas y lágrimas que no eran mías. Una ráfaga de memorias futuras se estrellaba contra mi mente… hasta que algo, o alguien, gritó mi nombre.
—¡¡SYNERAAAAAA!! —fue como un trueno desesperado.
Abrí los ojos de golpe.
Estaba empapada en sudor, jadeando como si hubiera corrido cien años. El pecho subía y bajaba con ansiedad. A mi lado, alguien chillaba. Me giré con la ceja arqueada… y lo vi.
Kenja, arrinconado en la esquina más lejana de la habitación, temblando como hoja al viento, completamente sonrojado, tapándose los ojos con una mano mientras con la otra señalaba su cama como si hubiese encontrado una maldición ancestral.
—¿¡Q-QUIÉN ERES Y QUÉ HACES EN MI CAMA, MUJER DESVERGONZADA!? —gritó, con voz quebrada y dignidad ausente.
Parpadeé. Luego volví a parpadear. Y entonces la vi.
Tendida sobre su cama, en pose dramática, estaba una joven de aspecto... cuestionable. Cabello rubio pálido recogido en dos coletas, adornadas con plumas blancas que temblaban con cada gemido. Orejas de elfo largas y temblorosas. Ojos turquesa tan grandes que parecía a punto de estallar en lágrimas. Llevaba una especie de atuendo de clérigo... si los clérigos compraran su ropa en una tienda de disfraces de dudosa reputación. Pequeño, ajustado, y francamente ofensivo para la física de este plano. Su escote desafiaba las leyes de la gravedad y la decencia.
Ella lo miraba desde la cama como si él la hubiese traicionado emocionalmente.
—¡M-mi señor! ¡¿Por qué dice cosas tan crueles?! ¡¡Por favor, castígueme!! ¡¡CASTÍGUEME DUROOOOO!! —chilló con voz aguda, agitándose como un pez fuera del agua, con lágrimas falsamente sinceras en los ojos y un sonrojo de proporciones volcánicas.
Me quedé quieta, con la misma expresión que tendría una bruja al ver a su escoba bailando sola en círculo bajo la luna llena sin haber bebido elixir.
—Vaya, Kenja… me duermo unas horitas y ya metes a una sacerdotisa con fetiches raros a tu cama. Y todavía le dices vulgar —dije con una sonrisa sarcástica, cruzándome de brazos.
—¡¡NO LA METÍ!! ¡¡YO NO METÍ A NADIE!! —gritó Kenja, rojo como tomate —¡No sé quién es, apareció de la nada, como tú cuando haces esas cosas raras de magia!
—Ay, qué injusticia… ¿Cómo puede tratarme así el amo? ¡Después de que me entregué en cuerpo y alma a su protección! —dramatizaba la misteriosa mujer, rodando por la cama como una actriz trágica de los antiguos teatros élficos.
—¿Cuerpo y alma? —repetí, arqueando la ceja más alto aún —Kenja, ¿quieres explicarme eso?
—¡¡TE JURO QUE NO SÉ DE QUÉ HABLA!! —respondió él, casi al borde del colapso mental, mientras se tapaba la cara con ambas manos y murmuraba algo sobre purificación.
Suspiré, me levanté lentamente de la cama, y murmuré:
—Tengo pesadillas apocalípticas, despierto con una sacerdotisa medio desnuda suplicando castigos, y el idiota de Kenja actuando como si jamás hubiera visto a una mujer… ¿Qué sigue? ¿Que la habitación explote por vergüenza ajena?
Me pasé la mano por el cabello hacia atrás, soltando un suspiro largo y derrotado. Chasqueé los dedos, y mi cigarro matutino apareció entre ellos. Di una calada profunda. Lo necesitaba. Como purificación. Como si pudiera limpiar mi alma de esta locura.
Kenja seguía gritando en la esquina como un idiota poseído por el espíritu de la vergüenza ajena. Temblaba, murmuraba, y parecía a punto de iniciar una danza ritual para escapar de esta dimensión.
Giré lentamente hacia la mujer que seguía tendida en su cama como una heroína trágica de bajo presupuesto. Le lancé una mirada de advertencia, cargada con todo el odio elegante de una bruja con resaca emocional.
Pero la muy descarada… ¡me devolvió la mirada! Más intensa aún, como si yo hubiera cometido una ofensa imperdonable.
—¿Y tú qué me miras, bruja adicta? —espetó, con veneno en los labios—. ¿Quieres seducir al amo Kenja con tus artimañas sexuales?
¿Artimañas...? ¿Qué demonios significa eso siquiera?
—¿¡Oye, ¡¡¿qué te pasa?! —le espeté con incredulidad—. ¡No trato de seducir a nadie! Y mucho menos a ese mocoso con complejo de puritano. ¿Quién te crees tú para decirme esas estupideces?
Ella sacó la lengua. Me hizo burla. Me guiñó un ojo con ese tipo de descaro que solo tienen las desgracias cósmicas con piernas. ¿Quién demonios era esta mujer? ¿Una invasora con complejo de protagonista en plena crisis de identidad?
De pronto, se bajó de la cama gateando con teatralidad exagerada, como si estuviera protagonizando una ópera romántica. Se acercó a Kenja, que seguía en modo “NPC colapsado”, y lo abrazó con fuerza, aplastando su cabeza contra su busto descomunal.
Era… una combinación extraña. Maternal. Sensual. Ilegal.
Kenja gritó. Forcejeó. Su cara estaba roja como un rubí al sol.
—¡P-perdóneme mi amo! ¡No quise hacerlo enojar! ¡Castígueme, se lo ruego! ¡Lo merezco! —chillaba ella, mientras su cuerpo comenzaba a brillar con una luz cálida y envolvente.
Magia de sanación. Sentí cómo el aire cambiaba, se volvía más puro. Más sereno. Vi cómo las heridas de Kenja, los cortes y moretones de la batalla anterior, comenzaban a cerrarse como si el tiempo diera marcha atrás.
—¡Oye! ¿Qué te pasa? ¡¿Estás loca?! ¡¡Aléjate de mí!! —gritó Kenja, logrando finalmente zafarse.
La clériga cayó de rodillas, sollozando con una intensidad exagerada.
Yo me acerqué, lo tomé del brazo con fuerza.
—¡Ahora tú también! ¡Suéltame! —gritó Kenja, medio luchando por su vida.
—¡Cállate, pedazo de idiota! ¡¿No ves que esa clériga te sanó?! Mírate, ni un rasguño. Te dejó más nuevo que reliquia restaurada.
Kenja se miró. Dio una vuelta sobre sí mismo. Se tocó la cara, el pecho, las piernas.
—Vaya… ahora que lo dices, ¡me siento de maravilla! ¡Renovado! ¡Brillante! ¡Estoy vivooo!
De pronto, la clériga se levantó de golpe y gritó:
—¡PERDÓNEME, AMOOOOO! —y sin previo aviso, ¡se electrocutó a sí misma! Un rayo de luz descendió del techo y le cayó encima como castigo divino autoinfligido.
—¡¿QUÉ DEMONIOS HACES?! —Kenja corrió a detenerla, apartándola del campo de su propia auto-tortura. —¡Estás loca! ¡¡NO TIENES QUE HACER ESO!!
—¡Mi amo… se preocupó por mí…! ¡POR MÍ! ¡¡KYAAAAAAAAAAAA!! —gritó ella, completamente sonrojada, mientras giraba sobre sí misma como una idol poseída.
Fue ahí cuando lo entendí. Esa mujer... no era una cualquiera. Era un espíritu.
—Oye tú, clériga pseudo-masoquista… ¿eres uno de los espíritus de la Sharksoul de Kenja?
Me miró con odio, con desprecio, con un aura palpable de enemistad y rivalidad.
—Eso a ti no te importa, bruja entrometida. ¡No tienes derecho a hablarme así! ¡Tú no eres el amo Kenja!
Me llevé los dedos a la frente, suspiré y volví a fumar.
—¿Un espíritu de mi Sharksoul...? —repitió Kenja, confundido—. ¡Pero si yo no invoqué a nadie!
—Verá, mi amo… —empezó ella, repentinamente dulce—. Usted… ayer me dijo cosas tan hermosas cuando me encontró entre las ruinas… pensé que me había olvidado… que ya no quería usar a Sharksoul jamás… hasta que me dijo: “¡Nuestra conexión trasciende mundos! ¡Almas gemelas, unidas por el destino!”
—¿¡Quéeeee?! ¡¿Yo dije eso?! ¡¿CÓMO?! ¡NO RECUERDO NADA!
—¡Lo volvió a declarar mientras dormía abrazando la Sharksoul! ¡Se movía de forma extraña y sensual! ¡Entonces aparecí! ¡Y dormimos toda la noche juntos, mi señor! ¡Me entregué en cuerpo y alma a su protección!
—¡¿CUERPO Y ALMAAAAAA?! ¡¿QUÉ DEMONIOS SIGNIFICA ESO?! —Kenja gritaba, al borde del colapso nervioso.
La mujer se puso los puños en las mejillas, se balanceó de lado a lado, completamente ilusionada.
—¡Qué descortés e imprudente soy! ¡Olvidé presentarme!
Se arrodilló con exageración teatral, con los brazos extendidos hacia el cielo.
—¡Mi nombre es Lirae! ¡Clériga celestial, espíritu devoto de la Sharksoul, a su servicio, mi señor!
Yo la observé, con la ceja arqueada y el cigarro ya en la mitad.
—Bueno, Kenja… felicidades. Al parecer, tienes tu primer espíritu celestial. Que también es tu primera acosadora oficial.
Kenja se quedó boquiabierto, mirando fijamente la Sharksoul que yacía en su cama, como si acabara de descubrir que tenía emociones... y una vida privada más complicada que la suya.
—¿Q-qué rayos…? —balbuceó, sin saber si arrodillarse o huir.
Lirae, como si respondiera a una orden grabada en su alma, se arrodilló nuevamente frente a él. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas con una devoción tan intensa que el aire a su alrededor parecía contener la respiración.
—¡Perdóneme, mi amado amo, por mi osadía e impureza! —gritó, alzando los brazos al aire con teatralidad absurda.
Y sin previo aviso… ZAP.
Un nuevo relámpago de magia la recorrió desde los tobillos hasta las coletas, dejándole el cabello erizado como si hubiese sido alcanzada por una tormenta eléctrica. Su voz temblorosa apenas alcanzó a terminar:
—Estaré a su servicio… cuando decida usarme como quiera…
Y dicho eso, su figura parpadeó, brilló con un resplandor celestial y se desvaneció en el aire, dejando tras de sí un rastro de plumas, destellos y una incómoda sensación de confusión.
Kenja, paralizado, se quedó mirando el vacío donde antes estuvo Lirae.
—... ¿Usarla como quiera...? —repitió con un hilo de voz, más pálido que una sábana colgada al sol.
Yo, por mi parte, exhalé humo por la nariz y me llevé la mano a la frente.
— Genial. No solo tu espada invoca espíritus sin previo aviso, ahora también te ligas espíritus con complejos de sumisión emocional. No quiero ni imaginar qué clase de espíritus retorcidos guarda esa espada.
Kenja se sentó pesadamente en la cama.
—No entiendo nada… ¡¡Yo solo quería dormir!!
—¡Ya cállate, que me tienes harta! —le grité, con una vena en la frente a punto de explotar.
—¡No, cállate tú, bruja amargada! —rugió Kenja, con los colmillos casi fuera del enojo.
Y ahí estábamos: miradas que cortaban el aire, empujones torpes y manotazos sin dirección.
En medio del caos, él me tenía del cabello como si fuera su última esperanza de ganar, mientras yo le plantaba una pierna en el abdomen, empujándolo con fuerza, sujetándole los brazos como una guerrera en apuros... pero digna.
—¡Bruja amarga! —gruñó, con el ceño fruncido como niño berrinchudo.
—¡Virgen desvergonzado! —solté, como si acabara de lanzar un hechizo prohibido.
Toc, toc.
La puerta se abrió con un chirrido incómodo. Gareth apareció, inmóvil en el umbral, con los ojos como platos y un parpadeo lento y desconcertado.
—Dis... disculpen, señorita Synera, joven Kenja… buenos días…
Los dos, sin dejar de forcejear, giramos hacia él con una furia compartida.
—¿¡Qué tienen de buenos!? —gritamos al unísono, como si fuésemos parte de un musical mal dirigido.
Gareth retrocedió un paso. Literalmente. Y cerró la puerta más lento que una tortuga asustada.
Un rato después…
Una tos incómoda rompió el silencio.
—Ejem… bueno… —murmuró Gareth, mirando al cielo como si buscara respuestas entre las nubes.
Nos encontrábamos frente a las puertas de salida de la ciudad, bañados por una brisa suave que traía consigo el aroma de flores silvestres y pan recién horneado. El cielo estaba despejado, salpicado de algunas nubes perezosas, y la luz del sol acariciaba las calles con una calidez reconfortante.
Un pequeño grupo de aldeanos se había reunido para despedirnos. Algunos agitaban pañuelos, otros llevaban flores, y unos cuantos niños miraban a Kenja como si fuera un héroe de leyenda.
—Espero que hayan tenido una excelente noche —dijo Gareth, sonriendo con cortesía.
—Uhmm… sí… supongo —murmuré, encogiéndome de hombros con desinterés.
Kenja me lanzó una mirada que mezclaba vergüenza y resignación.
—Qué arrogante eres, Synera… —susurró, sin saber dónde meterse.
—De nuevo, gracias por habernos salvado de esos demonios —dijo Gareth, con voz firme y sincera—. Siempre estaremos eternamente agradecidos. Esta ciudad será su hogar cuando lo necesiten.
Me giré, puse las manos detrás de la cabeza y solté con desgano:
—Supongo que… de nada.
—¡Ashhh! —Kenja suspiró exasperado—. No hay que agradecer nada, es nuestro deber proteger a quienes lo necesiten. Muchas gracias a todos por su hospitalidad… y por su valentía.
—¡Viva el incomparable, magnífico, gran Kenja! ¡Y la bruja amargada! —gritaron todos a coro, riendo y aplaudiendo con entusiasmo.
—¡HUMANOS MAL AGRADECIDOS! ¡PONDRÉ UNA MALDICIÓN SOBRE SU CIUDAD PARA QUE APRENDAN A RESPETAR! —grité, alzando los brazos como si convocara una tormenta.
Kenja me sujetó del abdomen con fuerza mientras yo pataleaba en falso.
—¡No, no! ¡Tranquilos! ¡No va a hacer nada! Ya… es mejor que nos vayamos —dijo con una sonrisa forzada.
La tensión se disolvió en carcajadas. Todos comenzaron a agitar las manos con alegría mientras emprendíamos el camino. Kenja, radiante, saludaba a todos como si fuera una celebridad.
—¡CUÍDENSE MUCHOOOOO! ¡NO SE OLVIDEN DE MÍÍÍÍ! —gritaba, agitando los brazos como molino al viento.
—¡Ya cállate y camina! —dije, empujándolo suavemente por la espalda.
—Ay, siempre tienes que ser tan aguafiestas… ¡Sé que estás feliz también! Vamos, sonríe, sonríe… —insistía él, tropezando con una piedra sin dejar de sonreír.
¡Clack!
Un golpe seco en su cabeza bastó para que un chichón floreciera como castigo a su insistencia.
—¡Oye! ¡Espera! ¡No me dejes! —se quejó, sobándose mientras trotaba detrás de mí.
Y así, entre risas, amenazas falsas y pequeñas heridas de orgullo, emprendimos nuestro viaje una vez más. Dejamos atrás aquella ciudad con secretos revelados… otros aún ocultos… y una experiencia que Kenja no olvidaría.
No sabíamos qué nos esperaba más adelante, pero algo en el aire —en la forma en que el sol brillaba ese día— me decía que el camino todavía tenía historias que contarnos.