En un mundo donde las brujas fueron las guardianas de la magia, la codicia humana y la ambición demoníaca quebraron el equilibrio ancestral. Veydrath yace bajo ruinas disfrazadas de imperios, y el legado de la Suprema Aetherion se desvanece con el paso de los siglos. De ese silencio surge Synera, el Oráculo, una creación condenada a vagar entre la obediencia y el vacío, arrastrando en su interior un eco de la voluntad de su creadora. Sin alma y sin destino propio, despierta en un mundo que ya no la recuerda, atada a una promesa imposible: encontrar al Caos. Ese Caos tiene un nombre: Kenja, un joven envuelto en misterio, inocente e impredecible, llamado a ser salvación o condena. Juntos deberán enfrentar demonios, imperios corrompidos y verdades olvidadas, mientras descubren que el poder más temible no es la magia ni la guerra, sino lo que late en sus propios corazones.
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CAPÍTULO XIX: El susurro de la tormenta
— Synera —
El tiempo pasa veloz, como si los días fueran escenas que alguien acelera en un pergamino invisible. La luz se filtra entre las hojas danzantes de los árboles, pintando el sendero de reflejos dorados. El camino es largo, incierto, pero a su lado… incluso lo inquietante se vuelve único.
Kenja. Ese joven cuyo origen sigue siendo un misterio incluso para mí… aunque estoy segura de que Aetherion guarda un propósito inmenso para él.
Han pasado semanas desde que dejamos el templo atrás. Semanas de pasos irregulares, noches sin descanso y rutas que parecían querer devorarnos. Hemos cruzado aldeas que aún susurran leyendas olvidadas, enfrentado criaturas que parecían fragmentos de pesadillas antiguas… y sobrevivido a todo ello.
Recuerdo la vez que, en medio de un bosque en penumbras, Kenja casi cae de bruces tratando de impresionar a un grupo de aldeanos con un hechizo de hielo. Terminó congelando parte de su propio manto, y los murmullos de asombro y sorpresa de la gente quedaron grabados en mi memoria.
Y también recuerdo cuando, en las ruinas de Karveth, se interpuso entre mí y una bestia de sombras, aun sabiendo que apenas podía sostener su espada. Esa mirada suya, temblorosa pero decidida, jamás la olvidaré.
Ha cambiado. Lo noto en su postura, en la forma en que sus ojos ya no esquivan el peligro, en cómo levanta la mano con un poco menos de miedo cada vez. Su control del maná aún es inestable, y la Sharksoul le drena casi toda la energía cuando intenta invocarla… pero no se rinde. Tiene esa obstinación luminosa, esa necedad hermosa de los que creen que pueden torcerle el brazo al destino.
A veces pienso que el mundo no está listo para él. Y otras… que es él quien aún no está listo para el mundo.
Ahora caminamos por el bosque espeso del reino de Thérenval, cerca de una de sus ciudades fronterizas. El aire aquí huele distinto: a corteza húmeda, a hojas viejas, a magia contenida en la tierra. Nos faltan unos días para alcanzar la frontera, pero ya puedo sentir que algo cambia. El silencio se vuelve más denso. Las ramas crujen como si quisieran advertirnos de algo.
—Synera… —la voz de Kenja rompió el silencio como un susurro tenso—. ¿No te parece que este lugar es… extraño?
Lo miré de reojo sin detener el paso. La humedad del bosque nos envolvía como un sudario, y el viento parecía contener la respiración.
—Extraño eres tú, temblando por un simple cambio de clima —respondí con tono indiferente—. Tal vez deberías preocuparte más por no tocar algún hongo venenoso.
—Qué cruel —refunfuñó, pero no sonrió. Su tono era más serio que de costumbre—. Es solo que… siento algo. No lo sé. Como si algo nos estuviera observando.
Eso hizo que me detuviera, aunque no lo mostré. El instinto de Kenja era aún inmaduro, pero en ocasiones como esta… había que escucharlo.
Seguimos caminando. Las copas de los árboles se cerraban sobre nuestras cabezas como un techo de sombras. A lo lejos, el murmullo del viento cambió de tono. Se volvió más grave, más irregular.
Ya estábamos cerca de la salida del bosque. Entre los troncos retorcidos, la luz gris del cielo comenzaba a filtrarse como un presagio, anunciando el final del sendero. El horizonte se abrió de golpe frente a nosotros, desde un risco elevado que parecía asomarse al mundo entero.
Allí abajo, como una mancha en el paisaje, se extendía el reino de Thérenval. A lo lejos, apenas visible entre la bruma espesa y sucia, se alzaba una villa: murallas bajas de piedra desgastada, techos ennegrecidos por el humo, y dos torres que sobresalían como vigías cansados, resistiendo el peso del tiempo. La neblina la envolvía con un aire inquietante, como si ocultara secretos que preferían no ser descubiertos.
Fue entonces cuando la primera gota cayó. Fría. Lenta.
La tormenta se avecinaba.
—Mira eso… —Kenja exhaló, maravillado por la vista—. Parece una pintura —dijo con asombro juvenil.
No respondí. Algo me inquietaba. El cielo sobre la villa era demasiado oscuro… como si una sombra lo hubiese cubierto a la fuerza. El viento soplaba en ráfagas heladas, arrastrando consigo un murmullo extraño entre los árboles. Pero no era solo el frío.
Era el olor.
Un aroma sutil… pero inconfundible.
—Detente —dije con brusquedad, alzando una mano en seco.
Kenja parpadeó, desconcertado.
—¿Qué pasa? Ese rostro… Synera, ¿estás bien? —preguntó con una mezcla de preocupación y duda.
Mi voz salió más baja de lo habitual, cargada de tensión.
—Ese olor… viene desde la ciudad —respondí, manteniendo los ojos fijos en el horizonte.
Kenja frunció el ceño.
—¿Olor? —repitió, confundido—. ¿De qué estás hablando? Yo no huelo nada, salvo… tierra mojada y… ¿hongos? —dijo con ingenuidad.
Negué lentamente.
—Mira el cielo. Las nubes. El color. La dirección del viento —dije, con la mirada afilada, sin parpadear.
Él levantó la vista. Su expresión cambió a medida que observaba. Tardó unos segundos en comprender.
—No es normal… —murmuró al fin—. El clima… se está moviendo contra el viento.
Asentí en silencio, sin apartar la vista del horizonte.
—Y hay algo más —dije en un susurro, casi como si temiera pronunciarlo en voz alta.
Kenja tragó saliva.
—¿Más? —preguntó, inseguro.
—Ese olor no es humedad —dije con frialdad—. Es sangre.
Lo sentí en mi lengua, metálico, como hierro oxidado. Y debajo de él… un hedor pútrido, denso, que parecía reptar hasta nuestra posición.
—Algo ha muerto allí —susurré, cerrando los ojos mientras expandía mi percepción de maná como un eco invisible que atravesaba la bruma—. No algo… muchos.
Me agaché, rozando la tierra húmeda con la punta de los dedos. Un estremecimiento recorrió mi brazo: el tejido mágico del entorno vibraba con una distorsión anómala. Como si el propio mundo hubiese sido rasgado. Una grieta.
—Synera… —Kenja tragó saliva, la voz apenas un murmullo—. No puede ser…
Volví a cerrar los ojos. Y entonces lo sentí. Como una daga helada atravesándome la columna.
Una presencia.
Densa. Antinatural.
Demoníaca.
Mis pupilas se estrecharon al reconocerla.
—Clase B… no. Clase A… —dije con voz grave, casi en un susurro—. Es difícil de identificar.
—¿Qué… qué dijiste? —preguntó Kenja, con un tono quebrado.
Abrí los ojos, fijando mi mirada en el horizonte.
—Un demonio. No uno cualquiera. Es un clase B… o, peor aún, un clase A —declaré con firmeza.
Kenja dio un paso atrás, instintivo, como si el aire mismo lo hubiera golpeado.
—Pero… ¿cómo es posible? —dijo, con la voz temblorosa—. No hemos visto ningún demonio desde que dejamos el templo. ¿Qué haría uno tan cerca de la villa?
Kenja apenas está empezando a explorar el mundo. Le he hablado de los demonios, pero nunca con detalle. Y jamás se ha enfrentado a uno.
—No lo sé… —respondí, apretando la mandíbula—. Pero no está solo. Hay más. Son débiles, pero numerosos. Algo ocurre en ese lugar… algo que no debería estar pasando.
El viento rugía con violencia, empujando las nubes oscuras hasta cubrir por completo la villa. Un relámpago iluminó fugazmente las torres, y por un instante juré ver siluetas moverse en la bruma, como sombras retorciéndose.
—Vamos —dije en voz baja y firme, sin dar opción a réplica—. No podemos ignorarlo.
Kenja titubeó. El miedo estaba marcado en su rostro, pero aun así dio un paso adelante.
—Synera… si de verdad hay demonios ahí… ¿estamos listos? —preguntó, con los ojos fijos en mí, buscando una certeza que yo no tenía.
Lo miré de reojo. Su temor era real… pero también lo era la chispa de determinación en sus ojos.
—No lo sé —confesé con franqueza, dejando que la verdad pesara entre los dos—. Pero lo averiguaremos.
El viento azotó nuestros mantos como un presagio de lo que nos esperaba abajo.
Sin más palabras, comenzamos a descender por el risco.
A nuestras espaldas, el bosque quedó en silencio absoluto… como si también contuviera la respiración.
El olor a sangre se hizo más intenso con cada paso. La villa, cubierta de bruma y sombras, nos esperaba como un abismo abierto.
Kenja apretó mi brazo, y yo sentí su miedo reflejado en el mío.
—No hay vuelta atrás —susurré.
El viento rugió una última vez, como un aviso, y juntos seguimos descendiendo hacia lo desconocido.