Nadie recuerda cuándo se fundó Velmont.
Nadie recuerda por qué cerraron el hospital.
Y nadie parece recordar a Elías Medina... ni siquiera él mismo.
Lo único más espeso que la niebla que cubre este pueblo es el silencio que lo envuelve.
Pero algo aún respira entre esas paredes abandonadas. Algo que espera.
Elías llegó buscando cumplir con su servicio médico.
Lo que encontró fue un lugar sin salida.
Y cuanto más intenta entenderlo… más se olvida de quién era.
Porque hay lugares que no se dejan atrás.
Y hay llamados que nunca deberían responderse.
NovelToon tiene autorización de Tapiao para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Ecos que no muerden la lengua
Cuando Elías abrió los ojos, no supo dónde estaba.
Pero no era el hospital.
Tampoco el campo vacío.
Era… una idea.
Un recuerdo que no pertenecía a nadie.
Flotaba en una habitación sin forma, sin gravedad, sin tiempo.
Delante de él, flotaba el cuaderno.
El mismo que estaba sobre la camilla oxidada.
“El Silencio de Velmont”, decía la portada.
Pero las páginas no estaban vacías. Se escribían solas.
—¿Estás listo para saberlo todo? —preguntó una voz sin dueño.
Elías no respondió.
No podía.
Porque dentro de él, las piezas que antes se peleaban por ser “la verdad” habían hecho una tregua.
Y ahora sus pensamientos eran más que recuerdos: eran claves.
La página se volvió por sí sola.
Y en letras oscuras, comenzó a contar la historia de alguien más.
Un paciente llamado Abel.
Paciente cero.
Antes de Lucía.
Antes de todos.
Antes del silencio.
Abel tenía un don: podía recordar cosas que aún no habían pasado.
Pero el problema era otro.
Sus recuerdos también cambiaban la realidad.
Cada vez que recordaba un evento que “iba” a pasar, ese evento pasaba. Aunque no debía.
Y Velmont lo tomó como una señal.
Fue allí cuando comenzó el programa.
La creación de la Sala de Cronorregresión.
Donde los pensamientos podían modelar el presente.
Pero hubo un error.
Abel no solo recordaba el futuro.
También recordaba futuros que nunca existieron.
Y eso fue lo que desató la grieta.
Soledad abrió los ojos de golpe.
Estaba en una celda.
No una real.
Una mental.
Lucía ya no estaba.
Y la sangre que había llenado la sala… tampoco.
—¿Dónde…?
La voz de la mujer encapuchada apareció en su mente:
—La has cruzado.
—¿La qué?
—La frontera entre lo real y lo registrado.
—¿Qué significa eso?
—Ya no estás en la historia. Ahora sos parte del archivo.
—¿Y eso qué cambia?
—Todo.
Soledad se puso de pie.
La celda tenía una puerta.
Pero no cerradura.
Solo una frase tallada:
“Quien recuerda, gobierna. Quien olvida, sobrevive.”
—¿Y qué elijo?
—Eso depende de qué querés ser en el final.
Soledad empujó la puerta.
Y volvió a caminar.
Bruna despertó en su apartamento.
Pero no era su apartamento.
Era como si alguien lo hubiera recreado desde una mala fotografía.
Los cuadros estaban en el lugar correcto, pero mostraban imágenes distorsionadas.
Las ventanas no daban a la calle, sino a un cielo color sepia.
—Esto no es real.
Una voz masculina respondió:
—¿Qué lo es, Bruna?
Ella giró.
—¿Joaquín?
Pero no era Joaquín.
Era alguien con su cara.
Y su voz.
Pero no sus ojos.
—¿Quién sos?
—El recuerdo que dejaste abierto. El que no cerraste cuando firmaste el acuerdo.
—¿Qué acuerdo?
—El que hiciste cuando aceptaste investigar Velmont. ¿Creías que no tenía consecuencias?
—Yo solo quería encontrar la verdad.
—Y la encontraste. Pero no la podés llevarte.
—¿Por qué?
—Porque ya no es tuya.
Bruna apretó los dientes.
—Entonces haré una nueva.
El Joaquín falso sonrió.
—Te deseo suerte. Vas a necesitarla.
Elías caminó por la historia de Abel como si fuera suya.
Vio el primer experimento.
La sala de aislamiento.
Los cables en el cráneo.
El zumbido constante.
Y el rostro del doctor que lo observaba con más miedo que curiosidad.
—Doctor Garay…, murmuró Elías.
Sí, ese era el nombre.
El primero en cruzar la línea de lo ético.
El que creyó que los pensamientos podían convertirse en medicina.
O en armas.
Elías vio cómo Garay se obsesionaba con Abel.
Cómo construía nuevas versiones.
Clones mentales.
Ecos cerebrales.
Hasta que Abel… se partió.
Y cada fragmento cobró conciencia.
Lucía fue uno.
Él, otro.
Soledad, un reflejo.
Bruna, la cronista.
Y muchos más… olvidados.
Pero el Testigo era distinto.
No era un fragmento.
Era el resultado.
El que miraba desde el borde del experimento.
El que sabía todo porque no había sido nadie.
Mientras tanto, en el núcleo del hospital —el espacio entre dimensiones que servía como corazón del lugar—, algo se movía.
No era una criatura.
No era un pensamiento.
Era una historia sin final.
La historia de Velmont.
Aún sin acabar.
Y cada decisión que tomaban Elías, Soledad y Bruna la empujaban a su desenlace.
Pero una parte de la historia se resistía.
Un personaje que aún no había aparecido por completo.
Uno que estaba en cada sombra.
En cada grito.
En cada eco que susurraba:
—No me olvides.
Ese personaje… era el lector.
El que estaba afuera.
Observando.
Intentando entender.
Pero al hacerlo… alimentaba al Testigo.
Soledad llegó a la Biblioteca de los No-Dichos.
Allí, los libros no tenían títulos.
Ni tapas.
Solo páginas que gritaban.
Sí, literalmente gritaban.
Cada vez que ella abría uno, escuchaba una voz.
—No fue mi culpa.
—Yo no quería estar ahí.
—Me dijeron que me curarían.
—¿Dónde están mis hijos?
Voces.
De pacientes.
De personal.
De niños que fueron documentos.
De madres que fueron números.
Y al fondo, una estantería cerrada con cadenas.
Encima de ella, una advertencia:
“Aquí duerme la Versión Final. No la despiertes a menos que estés lista para aceptar tu papel.”
Soledad no tenía miedo.
Tenía claridad.
Tomó las cadenas.
Las rompió.
Y abrió el libro.
Y entonces lo vio.
El epílogo de todo.
Elías llegó al final de la historia de Abel.
Pero no había final.
Solo un espejo.
Y en él, no se reflejaba a sí mismo.
Sino a todos los que habían sido parte del experimento.
Cada rostro, cada gesto, cada línea.
Y en el centro del espejo… un símbolo:
∞
El ciclo no terminaba.
Solo cambiaba de forma.
Abel había sido el primero.
Lucía, la semilla.
Elías, el error.
Y él ahora debía elegir:
—¿Cerrar la historia?
—¿O permitir que continúe?
Porque cerrar el ciclo significaba borrar todo.
Y permitir que siga… abrir la puerta a nuevos horrores.
Elías miró el espejo.
Y dijo:
—Si vamos a existir, al menos que sea por elección. No por programación.
El símbolo brilló.
Y el cuaderno… se cerró.
Bruna encontró la grabación original.
No era video.
Ni audio.
Era una transmisión neural.
Un eco mental dejado por Abel antes de desintegrarse.
Lo escuchó.
Y por primera vez, entendió.
Abel no había querido crear el caos.
Solo quería que lo recordaran.
Pero Velmont convirtió su deseo en un experimento.
Y su dolor en combustible.
Bruna tomó la transmisión y la guardó en su mente.
Sabía que no duraría mucho.
Su propia existencia comenzaba a difuminarse.
Pero si llegaba a salir…
Si lograba cruzar la última puerta…
Podría contar la historia.
La real.
No la que el hospital escribía.
No la que el Testigo observaba.
Sino la historia humana detrás del mito.
Soledad cerró el libro.
No podía creerlo.
Todo había comenzado con una mentira.
Una nota de prensa falsa.
Un médico desesperado por fondos.
Una niña muerta a la que decidieron “reutilizar”.
Velmont no había nacido como una institución médica.
Había nacido como un intento de negar la muerte.
Y al hacerlo, había creado algo peor.
El olvido.
No como pérdida.
Sino como castigo.
Soledad guardó el libro bajo el brazo.
Y caminó hacia el final del pasillo.
Donde una última puerta la esperaba.
Con una sola palabra tallada en ella:
“Decisión”
Elías, Bruna y Soledad, en planos distintos, sintieron lo mismo:
La historia los empujaba.
El final se acercaba.
Pero aún quedaba una última elección.
Una última página.
Un último recuerdo.
Y al cruzar esa frontera… ya no habría vuelta atrás.
Porque el Testigo seguía observando.
Y el hospital… aún respiraba.